Este
es nuestro rancho, ahora está hecho de materiales y
elementos modernos, pero hace muchos años nuestros
abuelos lo armaban con otros elementos que les paso
a contar.
El
rancho era la habitación de casi todos los
habitantes del campo y estaba hecho de "chorizo" que
es una mezcla de paja y barro. Con esa mezcla
se hacían las paredes y para armar el techo se usaba
"paja quinchada" que son manojos de pajas largas
atados con un junco o quinchos, de ahí le viene el
nombre.
Las paredes y el techo estaban sujetos por un
armazón de troncos elegidos más o menos rectos que
daban solidez a la vivienda.
Con
techo de paja y sin paredes estaba la "Ramada" que
servia para proteger el "palenque" donde se dejaba
sujeto al caballo. La ramada se utilizaba también
para sentarse a su sombra, a matear y para los usos
más diversos, como guardar los aperos y los útiles
de trabajo, como prolongación de la cocina, para
hacer asados y hasta para dormir en noches
calurosas.
En la cocina se ubicaba el fogón, alrededor del cual
solían reunirse sus habitantes y visitantes. También
solía haber un brasero donde se cocinaba y/o
calentaban alimentos.
Se usaban para sentarse trozos de
madera o cráneos de caballo o vacuno y para dormir
cueros de carnero.
Antes, todo se sujetaba con ataduras de tientos
previamente mojados, que al secarse se apretaban
en tal forma que solo cortándolos se sacaban. El
alambre y los clavos no estaban al alcance del
gaucho de tierra adentro.
VIVIENDA
La fisonomía urbana
cambió mucho, pero todavía quedan resabios de un
pasado de conventillos y casas chorizo en barrios
tradicionales de la ciudad.
De aquellas tolderías
con chozas de una sola pieza levantadas con pieles,
pajas y palos, situadas frente a los cultivos, a
nuestras ciudades con barrios milimétricamente
dibujados por la escuadra de los urbanistas, han
pasado siglos de evolución arquitectónica, pero
quizás el único concepto que ha quedado intacto
desde entonces es que la vivienda es, por
excelencia, el sitio para descansar.
Con este principio, los
hogares fueron tomando la fisonomía de los adelantos
tecnológicos y los nuevos vínculos afectivos que
unen a la célula básica de la sociedad. Cada vez
menos parecidos a las épocas de nuestros
tatarabuelos, cuando varias generaciones convivían
hacinadas bajo un mismo techo compartiendo hasta el
aburrimiento y renunciando por completo a la vida
privada.
Mientras la modernidad
ha concedido una casa tipo cápsula espacial donde
desde los electrodomésticos hasta la puerta del
garaje funcionan a control remoto, aquella
organización tradicional de principios de la
colonización española exigió viviendas enormes, con
tejas y de una sola planta, inspiradas en el modelo
andaluz.
La regulación de la
construcción se ordenó en 1784, cuando el Cabildo
decidió que las obras debían ser aprobadas por el
alarife (maestro mayor de obras), previa
presentación de planos y títulos de propiedad de los
terrenos.
Con paredes de adobe, a
veces hecho con bosta, y fachadas enjalbegadas, se
ingresaba por un zaguán a un patio central con
aljibe y cubierto de plantas que, amén de ser el
lugar para la tertulia familiar, distribuía a todo
su largo los aposentos, la sala de recepción,
dependencias de servicio, el corral de los animales
y la cocina donde las damas pasaban horas peleando
con las humaredas del brasero de carbón.
Las paredes se
preservaban de la humedad con sangre de yegua... No
había baños interiores, sino rudimentarias letrinas
en el exterior, porque no existía el agua corriente,
sólo instalada en Buenos Aires hacia 1870.
Tampoco el hielo y
obviamente menos la heladera, sucesora de la
fiambrera o caja de madera con puerta de mosquitero
que se colgaba al sereno y del techo, para que no
quedaran carnes, ni quesos, ni embutidos a merced
del gato o de las ratas.
En 1785 se construyó el
primer conventillo, bautizado Los Altos de Escalada
y en 1879 se había expandido notablemente: sumaban
1770 conventillos con un total de 51.915 inquilinos.
Inmigrantes, obreros, campesinos que tentaban suerte
en la ciudad no tenían más recurso que alojarse en
una habitación maloliente, en indudables condiciones
de poca higiene, compartir el lavadero y un único
baño entre todos los vecinos, inconvenientemente
ubicado al final del largo corredor.
La casa chorizo de
finales de siglo pasado es algo así como la antigua
vivienda colonial partida en dos. Fueron la vivienda
típica de la clase media trabajadora. Contaban con
instalaciones modestas para albergar a una familia,
que la ocupaba toda o alquilaba algunas
habitaciones. en ese caso, se apiñaban la cama
matrimonial coronada por la ramito de olivo y la
estampita, el ropero, la máquina de coser en una
esquina, la cama de los chicos en otra, un juego de
comedor con seis sillas, una cocina improvisada con
chapas y maderas, y el lavadero común en el patio,
donde la abnegadas mujeres fregaban a mano la ropa.
Sólo en 1940 fueron liberadas de semejante yugo
gracias al primer lavarropas, marca Darkel.
A principios de la
centuria , la arquitectura hispánica pasó de moda y
entonces las fachadas italianas y francesas
expresaron la ansiedad argentina por vivir a la
europea. Se importaron arquitectos extranjeros que
levantaron gran parte de las casas de estilo que aún
se lucen, desvencijadas algunas, en las ciudades
argentinas.
Entonces, los petit
hotel eran el summun de la realización social. En
estas viviendas de espacios bien diferenciados como
el escritorio del señor, el comedor, la sala de
recepción, el jardín de invierno con la escalera de
mármol, lo más ornamentada posible, vivían gentes
acomodadas con toda su tropa de empleados que
simplificaron las tareas de la señora, dedicada a
bordar y velar por el orden doméstico.
La revolución fueron
los edificios de renta con ascensor hidráulico y la
torra Kavannagh, construida en la década del 30 con
materiales novedosos como el hormigón.
En el 40 llegó el
chalet californiano, económicas casitas blancas de
formas simples, y la famosa cocina Volcán, que
terminó con el oprobio del querosén.
En los años 70, la
industria del electrodoméstico satisfizo las
necesidades de miles de mujeres que ingresaron en el
mercado laboral, tirando por la ventana siglos de
plumeros y delantales de cocina.
Se ha escrito mucho
acerca de cómo será la vida familiar en la casa del
2050, pero hasta ahora la única certeza es que el
chip modificará hasta el hábito de lavarnos los
dientes.
Fuente: Marína Gambier
en “Buenos Aires de ayer y de hoy”
por: Lcda. Susana Mabel Fandembure
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