ESTAN ESCUCHANDO EL BAILECITO "LA GATITA CARLOTA" INTERPRETADO POR "MARGARITA CHIQUI CHA"

 

 

Este es nuestro rancho, ahora está hecho de materiales y elementos modernos, pero hace muchos años nuestros abuelos lo armaban con otros elementos que les paso a contar.

El rancho era la habitación de casi todos los habitantes del campo y estaba hecho de "chorizo" que es una mezcla de paja y barro.  Con esa mezcla se hacían las paredes y para armar el techo se usaba "paja quinchada" que son manojos de pajas largas atados con un junco o quinchos, de ahí le viene el nombre.

Las paredes y el techo estaban sujetos por un armazón de troncos elegidos más o menos rectos que daban solidez a la vivienda.

Con techo de paja y sin paredes estaba la "Ramada" que servia para proteger el "palenque" donde se dejaba sujeto al caballo. La ramada se utilizaba también para sentarse a su sombra, a matear y para los usos más diversos, como guardar los aperos y los útiles de trabajo, como prolongación de la cocina, para hacer asados y hasta para dormir en noches calurosas.
En la cocina se ubicaba el fogón, alrededor del cual solían reunirse sus habitantes y visitantes. También solía haber un brasero donde se cocinaba y/o calentaban alimentos.
Se usaban para sentarse trozos de madera o cráneos de caballo o vacuno y para dormir cueros de carnero.
Antes, todo se sujetaba con ataduras de tientos previamente mojados, que al secarse se apretaban en tal forma que solo cortándolos se sacaban. El alambre y los clavos no estaban al alcance del gaucho de tierra adentro.

 

 

VIVIENDA

 

La fisonomía urbana cambió mucho, pero todavía quedan resabios de un pasado de conventillos y casas chorizo en barrios tradicionales de la ciudad.

 

De aquellas tolderías con chozas de una sola pieza levantadas con pieles, pajas y palos, situadas frente a los cultivos, a nuestras ciudades con barrios milimétricamente dibujados por la escuadra de los urbanistas, han pasado siglos de evolución arquitectónica, pero quizás el único concepto que ha quedado intacto desde entonces es que la vivienda es, por excelencia, el sitio para descansar.

Con este principio, los hogares fueron tomando la fisonomía de los adelantos tecnológicos y los  nuevos vínculos afectivos que unen a la célula básica de la sociedad. Cada vez menos parecidos a las épocas de nuestros tatarabuelos, cuando varias generaciones convivían hacinadas bajo un mismo techo compartiendo hasta el aburrimiento y renunciando por completo a la vida privada.

Mientras la modernidad ha concedido una casa tipo cápsula espacial donde desde los electrodomésticos hasta la puerta del garaje funcionan a control remoto, aquella organización tradicional de principios de la colonización española exigió viviendas enormes, con tejas y de una sola planta, inspiradas en el modelo andaluz.

La regulación de la construcción se ordenó en 1784, cuando el Cabildo decidió que las obras debían ser aprobadas por el alarife (maestro mayor de obras), previa presentación de planos y títulos de propiedad de los terrenos.

Con paredes de adobe, a veces hecho con bosta, y fachadas enjalbegadas, se ingresaba por un zaguán  a un patio central con aljibe y cubierto de plantas que, amén de ser el lugar para la tertulia familiar, distribuía a todo su largo los aposentos, la sala de recepción, dependencias de servicio, el corral de los animales y la cocina donde las damas pasaban horas peleando con las humaredas del brasero de carbón.

Las paredes se preservaban de la humedad con sangre de yegua... No había baños interiores, sino rudimentarias letrinas en el exterior, porque no existía el agua corriente, sólo instalada en Buenos Aires hacia 1870.

Tampoco el  hielo y obviamente menos la heladera, sucesora de la fiambrera o caja de madera con puerta de mosquitero que se colgaba al sereno y del techo, para que no quedaran carnes, ni quesos, ni embutidos a merced del gato o de las ratas.

En 1785 se construyó el primer conventillo, bautizado Los Altos de Escalada y en 1879 se había expandido notablemente: sumaban 1770 conventillos con un total de 51.915 inquilinos. Inmigrantes, obreros, campesinos que tentaban suerte en la ciudad no tenían más recurso que alojarse en una habitación maloliente, en indudables condiciones de poca higiene, compartir el lavadero y un único baño entre todos los vecinos, inconvenientemente ubicado al final del largo corredor.

La casa chorizo de finales de siglo pasado es algo así como la antigua vivienda colonial partida en dos. Fueron la vivienda típica de la clase media trabajadora. Contaban con instalaciones modestas para albergar a una familia, que la ocupaba toda o  alquilaba algunas habitaciones. en ese caso, se apiñaban la cama matrimonial coronada por la ramito de olivo y la estampita, el ropero, la máquina de coser en una esquina, la cama de los chicos en otra, un juego de comedor con seis sillas, una cocina improvisada con chapas y maderas, y el lavadero común en el patio, donde la abnegadas mujeres fregaban a mano la ropa. Sólo en 1940 fueron liberadas de semejante yugo gracias al primer lavarropas, marca Darkel.

A principios de la centuria , la arquitectura hispánica pasó de moda y entonces las fachadas italianas y francesas expresaron la ansiedad argentina por vivir a la europea. Se importaron arquitectos extranjeros que levantaron gran parte de las casas de estilo que aún se lucen, desvencijadas algunas, en las ciudades argentinas.

Entonces, los petit hotel eran el summun de la realización social. En estas viviendas de espacios  bien diferenciados como el escritorio del señor, el comedor, la sala de recepción, el jardín de invierno con la escalera de mármol, lo más ornamentada posible, vivían gentes acomodadas con toda su tropa de empleados que simplificaron las tareas de la señora, dedicada a bordar y velar por el orden doméstico.

La revolución fueron los edificios de renta con ascensor hidráulico y la torra Kavannagh, construida en la década del 30 con materiales novedosos como el hormigón.

En el 40 llegó el chalet californiano, económicas casitas blancas de formas simples, y la famosa cocina Volcán, que terminó con el oprobio del querosén.

En los años 70, la industria del electrodoméstico satisfizo las necesidades de miles de mujeres que ingresaron en el mercado laboral, tirando por la ventana siglos de plumeros y delantales de cocina.

Se ha escrito mucho acerca de cómo será la vida familiar en la casa del 2050, pero hasta ahora la única certeza es que el chip modificará hasta el hábito de lavarnos los dientes.

 

Fuente: Marína Gambier en “Buenos Aires de ayer y de hoy”

por: Lcda. Susana Mabel Fandembure

 

 

 
 

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