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MIRADAS DE SAL

Texto premiado por Consejo General de Educación de la Provincia de Buenos Aires (para antología 2012); seleccionado por Ministerio de Educación de la Nación, publicación “El Monitor”(junto con “Quena de Los Andes” en Castellano y Quechua); premiado desde noalamina.org (Esquel)

“Cielo arriba de Jujuy, camino a la Puna me voy a cantar”

  M. J. Castilla

Toma la ruta 52. Deja Purmamarca con la ilusión de que las Salinas Grandes, que lo convocaron desde una revista, lo deslumbren cuando las conozca verdaderamente, en todo su esplendor. Algo leyó sobre el trabajo en las minas de sal y no estaría de más ver qué hace allí esa gente.

Va como siempre, en plan de turista independiente. Auto alquilado, cámara fotográfica, mapa rutero, y unos llamativos pero inútiles folletos. Un paisaje surrealista espera a quien allí se encamina, y unos ojos mucho más profundos que los pozos en la sal confían en encontrarse con los suyos.

Transita la Cuesta de Lipán superando con entusiasmo cada repecho, ignorante del  intenso e inmenso paso que acaba de dar. Atrás queda la Quebrada de Humahuaca y en ella custodiados los colores. Ha perdido el abrigo de los cerros y el cielo lo abarca todo. Observa con fascinación las sutiles ondulaciones aceitunadas y se admira por el dibujo que las infinitas curvas de asfalto van diseñando. A pesar de la felicidad que le produce creer que está más cerca del sol, le falta el aire. Cuando alcanza el Abra del Potrerillo advierte, a poco más de cuatro mil metros, que esas alturas no son para cualquiera. Próximo a destino, avanza por la ruta que como un tajo parte la salina. Se apresura buscando infructuosamente lo que espera encontrar.

Quería alucinarse con la rareza de un desierto de sal y caminar por una llanura blanca, seca, agrietada; sabía que podría apreciar a lo lejos el nevado de Chañi y pensaba tomar las mejores instantáneas. Con eso y con un cielo sin nubes, sencillamente con eso, pretendía volver satisfecho de la aventura. Es imposible. Las salinas y su gente son parte de la Puna y en esa inmensidad no hay espacio para la trivialidad; allí lo intrascendente se desvanece. Tampoco ve un socavón como suponía, sino muchos pozos rectangulares, cavados a cielo abierto, simétricamente dispuestos sobre el desierto, con agua cristalina sobre el fondo salado, inmaculadamente blanco… como reservorios de lágrimas. 

Mientras prospera su quimera y comienza a recorrer a pie la salina, se da cuenta de que su imaginación nunca hubiera sido suficiente. El contraste celeste y perfecto del cielo limpio con el llano nacarado es una fiesta, y el sol es un enemigo, candente pero deseado, en la alturas heladas del Altiplano.

La mirada no le alcanza para vivir el espectáculo, precisa aplicar todos los sentidos… Rasga el suelo, consigue tomar un terrón, lo huele, lo desgrana y lo saborea con avidez, pero se estremece cuando siente en la boca cierta amargura después de tragar la sal. Recuerda que allí mismo, en ese paraje inhóspito, durmió por siglos la momia de un niño inca…Acaso sus padres ignoraron que la impertinencia de la ciencia irrumpiría en el destino sagrado de la criatura y la reduciría a datos de museo… Sin embargo no es esa historia lo que le produce una fuerte conmoción al visitante. Él sabe que está en las profundidades de lo que fuera una gran laguna y aprecia el crujido de sus pisadas sobre las grietas del blanco e inmenso desierto de sal. El viajero intuye, muy próximo, el impacto. Tiene la certeza de llegar hasta lo más hondo de las Salinas Grandes. Desde que dejó el auto al borde de la ruta, nunca detuvo el paso. Camina cautivado por un horizonte desolador, con mínimas tonalidades. Blanco, celeste, gris. El sol abrasa y todo es sal. Blanco, blanco, blanco… No hay pueblo, no hay casas, no hay nada. Desierto, sal, socavones que son hendiduras cavadas con mucho esfuerzo, con precarias herramientas en un suelo calcificado. Observa que no muy lejos hay gente, otros hombres… Camina, se acerca, quiere ver. 

El viento de Los Andes le descorre el velo y sucede el hallazgo. Blanco, blanco, blanco… Sus ojos se diluyen en otros ojos y él, que se conformaría simplemente con un paisaje nuevo atrapado en una foto, habita, inesperadamente, en otro plano de la realidad. Acaba de encontrarse con los ojos sin rostro de los hombres de sal.

Han llegado recién iniciado el día. Desde lejos, por pendientes, durante horas, en bicicleta o a pie. Han trabajado desde temprano y le han quitado al desierto, mano a mano, lo que la ciudad necesita. Han vencido la intemperie buscando los grandes panes de sal que en otros sitios esperan. Eso es el socavón en el desierto de sal: prolijas zanjas de lágrimas. Él, que ha llegado hasta allí convencido de ser un viajero más, mira, vuelve a mirar y por fin puede ver. Allí están, después de la larga jornada, siguen trabajando. Ahora ofrecen su obra nacarada. Son llamitas, son cardones, son chakanas[1], son pequeñas estatuillas… son dulces recuerdos de sal que los turistas compran por pocos pesos.

Allí están, dueños de la llanura estéril, cercados por un cielo inexplicable. Enmascarados, cubiertos rostros y cabellos por un pasamontañas negro como amparo cotidiano frente al sol, el viento, el salitre que penetra hasta la sangre. A cielo abierto, sin barbijo, asumiendo el polvillo de sal que corroe los pulmones. Enmascarados. A cielo abierto, sin justicia ni resguardo decente bajo un sol que no perdona y lacera la piel día tras día. Enmascarados. Oyendo un viento que no sabe de susurros, soportando el frío intenso de La Puna, sin abrigo adecuado.

Allí están, enmascarados como un extraño comando. Como exóticos activistas. Cabeza y manos mal protegidas. Artesanos clandestinos. Militantes de la sal. Guerrilleros del arte. En tanto esculpen figurillas en bloques que le arrancan al desierto, graban para siempre su imagen con líneas firmes en el alma del que acaba de llegar y comienza a comprender.

Es entonces cuando surge la paradoja: se comprende por incapacidad. Se comprende porque no se tiene la astucia de los poderosos para eludir el latigazo de esas vidas hechas de sal. Se comprende porque se conoce el sabor de la sal en el llanto que se ha sorbido, en la aspereza repentina en la piel y en los pulmones que se opacan por el salitre que ronda. Se comprende porque uno no ha nacido para la ambición y el egoísmo. Se comprende porque uno es incapaz de ofender a la Tierra y evadir aquellos ojos sin rostro.

Durante segundos interminables, quien llegó como turista, descifró el silencio de los hombres de sal. Ahora sabe que hay miradas que el azar no cruza. Se ha visto a sí mismo en los ojos oscuros y profundos de un rostro oculto tras un pasamontañas de lana de llama, negro y raído.

Ahora sabe que ya es tiempo de hacer algo.

NORA CORIA

noracoriabreg@hotmail.com

[1] Chakana: llamada  comúnmente cruz andina (inspirada en la constelación Cruz del sur, base de la cosmovisión Inca)
 

 
 
 

 

 


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