Dicen que en aquel tiempo hubo una sequía tan
grande que murieron las plantas y desaparecieron hasta los
líquenes y musgos bajo la fuerza del sol implacable. Al
perecer los árboles, la tierra sin sombra se resquebrajaba
provocando grietas profundas. Cuentan que hasta la flor de
qantu, que se encuentra en los terrenos más áridos, sintió
secarse sus pétalos. El último capullo que quedaba aferrado
a la vida, no se animaba a abrirse por miedo a calcinarse en
medio de tanta sequía y calor. Sin embargo no podía quedar
cerrado mucho más tiempo, moriría sin nacer.
Así, con toda su pequeña fuerza de capullo
pidió por su vida... y algo muy extraño sucedió: a medida
que se abría, sus pétalos fueron transformándose en alas.
Entonces, feliz y agitando todo su cuerpecito se desprendió
de la planta calcinada convertido en colibrí.
Voló hacia la cordillera y llegó agotado
hasta la laguna de Wacracocha. Sintió que sus alas ya no le
respondían: si se detenía a beber, se ahogaría. Con un
esfuerzo que excedía su pequeño cuerpo, siguió volando hacia
la cumbre del Waitapallana. Tenía que cumplir con su
objetivo, sino ¿de qué serviría el milagro de estar vivo?
Finalmente, se posó agotado en la cima helada por el viento,
y con su último hálito suplicó ternura y piedad al padre
Waitapallana, para que salvara a la tierra que desaparecería
a causa de la sequía.
Después de su acto heroico, el colibrí murió.
Waitapallana se sintió sumamente apenado al
observar el paisaje devastado, la esterilidad de la
tierra... Pero aún se percibía el aroma de la flor de qantu,
de la última flor. Él amaba a estas flores que solían
engalanar su vestimenta y su fiesta. Sufrió tanto al darse
cuenta de que el final estaba cerca que dos lágrimas de dura
roca resbalaron hasta la superficie de Wacracocha y, ante la
conmndencia de tremenda congoja, las aguas se abrieron e
hicieron temblar al mundo.
Pero no terminó allí el movimiento que asustó
a todo ser que todavía quedaba vivo: el estruendo y las
lágrimas de Waitapallana llegaron al fondo de la laguna y
despertaron al amarú, que amodorrado descansaba enroscado a
los pies de la cordillera con la cabeza apoyada en los
bordes del espejo de agua. Todavía sin entender, comenzó a
desperezarse mientras la tierra se movía violentamente. La
laguna, agitada, dejó ver entre la espuma su cabeza de llama
con ojos cristalinos y hocico rojizo, su cuerpo de serpiente
alada y su cola de pez.
Totalmente despierta y furiosa por haber sido
molestada, la serpiente se elevó en el aire opacando al sol
con las llamas de ira que irradiaba su mirada.
¿Qué hacer? ¿Cómo defenderse de tan terrible
amenaza? Miles de valientes guerreros con corazas y espuelas
aparecieron como por arte de magia y se lanzaron a
combatida. Así, la lucha fue desigual... el poder del amarú
resultaba indescriptible: del hocico surgió una niebla
espesa que fue a parar a los cerros, por los estrepitosos y
violentos movimientos de sus alas comenzó a caer una lluvia
en torrentes, de su cola de pez se desprendió el granizo y
de los reflejos dorados de las bellas escamas nació el arco
iris. Los guerreros perecían en "lUl acto tan heroico como
el del colibrí: una cadena necesaria de acontecimientos. Sus
muertes no eran en vano.
Así renació la vida cuando ya parecía
extinguida, reverdeció la tierra y se llenaron de agua clara
los puquíos. El amarú, satisfecho, descansó.
Los quechuas lo saben, todo está escrito en
las escamas del amarú, las vidas, las cosas, las historias,
las realidades y los sueños; es por eso que la serpiente
alada siempre sabe lo que hace.