Ocurrió que dos pequeños hermanos, una niña y un varón,
fueron enviados por sus padres a buscar leña. Avanzaban
alegres mientras recolectaban troncos y ramas para el hogar.
De repente, visualizaron a lo lejos un cúmulo blanco.
Pensaron que se trataba de leña, pero al acercarse se
desilusionaron frente a un montón de huesos de caballo.
Los hermanos continuaron la tarea por el camino. Nuevamente
se abalanzaron hacia un conjunto blanco, pero tristes
descubrieron que se trataba de cañas de bambú. Siguieron
buscando hasta que cayó la noche. Sentían miedo y frío,
hasta dudaron de su propia capacidad para retornar al hogar:
estaban perdidos.
Avanzaron hasta la luz que provenía de una cueva. -Hola
-dijo una anciana- ¿A qué debo su visita?
Los niños le relataron lo sucedido, le confesaron que tenían
temor, hambre y frío, y le rogaron que los albergara por esa
noche.
La anciana aceptó y les ofreció papas y carne asada, pero
les sirvió piedras y pulpa de sapo. Ubicó al niño en un
rincón para dormir y ella permaneció junto a la niña rolliza
y sonrosada.
Al día siguiente, el niño buscó, sin éxito, a su hermana. La
vieja le contó que había ido hasta el pozo para traer agua.
Le alcanzó una calabaza y le pidió que también fuera allí.
Al llegar, encontró, en vez de su hemana, a un pequeño sapo,
que le dijo:
-Eso no es una calabaza, es su cabeza. Es la calavera de tu
hermana donde llevas el agua. La vieja se la comió durante
la noche. Croac, croac, croac. La anciana es bruja, diablo y
duende; no regreses a su cueva.
A lo lejos se acercaba la vieja bruja, insaciable, con más
hambre de niño. Asustado, logró llegar a su casa y contó
todo. Sus padres decidieron ir por la pequeña hermana.
Ni vieja, ni cueva, ni hermana pudieron encontrar.