Y cuando ya pasó mucho
tiempo de este acontecimiento, nuevamente aparecieron
aquellos hombres con forma de ave que se habían retirado
hacia la montaña por un tiempo. Cada mañana descendían,
durante el día pescaban, y a la tarde regresaban a sus
casas.
En ese momento arribó
el zorro sagaz, persona muy mañosa. Se encontró con los
pescadores una mañana y se acercó con la intención de
acompañados. Les preguntó sobre su origen y los hombres
respondieron que provenían del cielo, a donde regresarían
esa misma tarde. El zorro sagaz quiso ir con ellos, pero
enseguida le advirtieron que no tenía alas y por lo tanto no
podría ascender. Sin dudar, él les pidió que le preparasen
algunas plumas para colocárselas; los hombres lo pensaron:
le contestarían más tarde. Pero el zorro insistió,
incansable, hasta que obtuvo un resultado satisfactorio.
Cada uno de ellos se sacó una pluma y se la entregó. Una a
una, las acomodó y formó un par de alas.
Aseguró que los
acompañaría mientras brincaba, intentando volar.
De repente, en un
salto, se elevó y giró por encima de los hombres sin dejar
de observarlos. Aterrizó con rapidez, orgulloso de su
triunfo.
Después del largo día
de pesca los hombres se prepararon para volver a sus
hogares. El zorro sagaz fue el primero en emprender el
vuelo. Lejos ya de la tierra, el jefe Tuyango -de hermosas
plumas rojas- dio inicio a una costumbre propia de los
pájaros y se arrancó una pluma y la dejó caer hacia la
tierra. Todos repitieron la acción. Para su desgracia, el
zorro se sacó las plumas que más lo hacían volar y comenzó a
perder altura. Alcanzó la tierra y se hizo pedazos.
Una fuene tormenta
sacudió su cuerpo y el zorro sagaz suspiró, recordaba qué
dulce había sido su sueño, y revivió.