Esbelta,
graciosa y muy bonita, �asaind� deb�a tener unos quin�ce
a�os. Pese a su belleza, sus ojos negros y grandes miraban
con temor. Su cabello era largo y lacio, siempre lo adornaba
con flores de piquill�n. Cubr�a su cuerpo con un tipoy
tejido con fibras de caraguat�, ajustado en la cintura con
una chumb� de algod�n de vistosos colores.
Sus pies
descalzos parec�an no tocar la tierra al caminar: as� era,
suave y liviana.
Con el
prop�sito de recoger tiernos frutos de palmera (cogollos),
ven�a desde muy lejos trayendo una cesta fabricada con
tacuaremb�. Dispuesta, lleg� a la zona m�s poblada de
palmeras confiada en que podr�a alcanzar los ansiados
frutos, pero, al verlos tan altos comprendi� que le iba a
ser imposible. Trat� entonces de llegar, subi� por el tallo,
pero se vio obligada a desistir.
Desilusionada, mir� desde abajo el penacho verde de las
palme�ras trataba de hallar un medio que le permitiera
conseguir los co�gollos buscados. A punto de desistir de su
intento; comprob� que algo se mov�a entre una cascada de
helechos. Se acerc� un poco m�s y not� que se trataba de un
muchacho. Sus manos recias em�pu�aban el arco y la flecha,
sus ojos miraban con atenci�n hacia un lugar cercano.
�asaind�
dirigi� su vista hacia el mismo sitio y pudo divisar a la
v�ctima a la que estaba destinada la flecha del desconocido:
se trataba de un hermoso maracan� que, tranquilamente posado
en la rama de un �andubay ignoraba completamente su pr�xi�mo
final.
La joven
sinti� tanta pena por el espl�ndido animal, cuyo inten�so y
brillante colorido era una nota de alegr�a y de luz entre
los verdes del bosque, que sin pensarlo peg� un grito y
desvi� la aten�ci�n del cazador. El maracan�, puesto sobre
aviso, con vuelo un tanto pesado, se intern� en la espesura.
El cazador
sali� de su escondite y, ante la presencia inesperada de la
ni�a, qued� at�nito, mir�ndola. Su belleza y su expresi�n lo
hechizaron, al instante hab�a olvidado la pieza de caza. La
mucha�cha baj� la vista, temerosa, pero escuch� que el joven
le hablaba con voz suave:
-(Qui�n
eres? �Qu� haces aqu�?
-Soy
�asaind� y pertenezco a la tribu del ruvich�
Sagua-�...-respondi� casi de modo inaudible.
-(Ya qu� has venido a los dominios de mi padre, �asaind�?
La
ni�a mir� los penachos de las palmeras que la brisa conven�a
en grandes abanicos y el muchacho adivin� su intenci�n:
-Quer�as alcanzar cogollos de palmera, �no es cieno? -dijo,
y deposit� el arco en el suelo y la flecha que a�n
conservaba en la mano, trep� al tallo de una de las palmeras
y con movimientos r�pidos de sus piernas, acostumbradas a
esos ejercicios, lleg� donde los cogollos tiernos se
ofrec�an generosos y frescos.
Se los
arroj� a �asaind� desde arriba, ella sonre�a. En pocos
minutos la cesta estuvo llena: el rostro de la joven
reflejaba un gran placer. Gracias al servicial desconocido,
su viaje no hab�a sido infructuoso.
Cuando el
muchacho baj� de la palmera, los ojos de �asaind� brillaban:
tal vez de alegr�a y de agradecimiento. �l segu�a embo�hndo,
pero la quiso retener. La joven deb�a cruzar el r�o para
regresar con los suyos... Entonces, ante la insistencia del
muchacho de pasar m�s tiempo con ella, no tuvo m�s remedio
que contarle su historia:
Hace
tiempo que los hijos de la mujer que me cri� partieron hacia
el norte con otros y tardan en volver. Los alimentos
comienzan a escasear, y la se�ora me envi� a buscar
frutos... Yo no tengo padres... Murieron hace muchos a�os,
cuando yo era peque�a.
El
muchacho se entristeci� mucho ante semejante historia, no
podia creer que quien hab�a criado a la ni�a la mandara a un
lugar tan lejano que para llegar hab�a que cruzar un r�o
peligroso. Al mirar detenidamente su rostro imagin� que ella
no era feliz, y desde el fondo de su coraz�n le prometi�
cuidado y cari�o.
La alegr�a que le caus� a �asaind� aquel ofrecimiento se
transpa�rent� en su dulce mirada y en su sonrisa agradecida,
y no dud� en aceptar.
Catupiri,
as� se llamaba el joven, resultaba ser el menor de los hijos
del cacique Marangat�, poderoso y respetado, incluso fuera
de sus tierras. Desde peque�o hab�a sido preparado en las
artes de
La guerra
por un diestro guerrero de la tribu, pero su madre, que no
lo descuidaba jam�s, conserv� su coraz�n tierno y su alma
pura como cuando era peque�o. Su bondad reflejaba tal cual
el tierno coraz�n de ella.
Y justo en
ese momento, Catupir� evoc� a su madre: record� su
gran
bondad y el cari�o que por �l
sent�a. Pens� en llevarse a
�asaindi consigo: deseaba
hacerla su esposa.
Tambien
pensaba en el cacique: �l no ver�a con buenos ojos que su
hijo llevara a la tribu a una extranjera, a una
desconocida, y menos a�n con la intenci�n de casarse con
ella. De igual manera, decidi� que la presentar�a, aunque,
al principio por lo menos, la ocultar�a de los ojos de su
padre, solo se la confiar�a a su madre. Estaba seguro de que
ella sabr�a comprender y sin duda llegar�a a sentir gran
cari�o por aquella joven desamparada, al verla tan buena,
tan inocente y tan hermosa...
- Quieres
venir a nuestra tribu, �asaind�? Mi madre te recibir� como a
una hija y te brindar� el cari�o que hasta ahora te ha
faltado.
�asaind�
sinti� miedo, pero nada pod�a ser m�s duro que la vida que
llevaba. Volvi� a mirar el tierno rostro de Carupir� y
sonroj�n�dose, vocifer�:
-Acepto!
Los dos
j�venes tomaron el camino que conduc�a a la tolder�a:
conversaban y re�an, y as� llegaron donde se levantaban los
toldos de los s�bditos del gran Marangat�.
Atardec�a.
El cielo, con los m�s bellos rojos y dorados, parec�a
su�mergirse en las tranquilas aguas del r�o. Los p�jaros
retornaban a sus nidos y la flor del irup� cerr� sus p�talos
ocultando sus galas. Al d�a siguiente, el sol, al alcanzarla
con uno de sus rayos, la volvi� a desper�tar: paz y
tranquilidad reinaban sobre la tierra.
Carupir�,
que ocultaba a su compa�era, fue hasta su toldo, la dej� y
le fue a dar la noticia a su madre. Nadie los hab�a visto
llegar, de modo que le ser�a muy f�cil ocultarla hasta que
pudiera convencer a su padre.
Pero
Carupir� se equivocaba. Unos ojos que brillaban con mal�dad
lo observaban desde muy cerca: era Cava-Pit�, la hechicera,
que escondida detr�s de un corpulento zui�and� no hab�a
perdido detalle de la llegada de los j�venes.
La mujer
sonri� y, guiada por su esp�ritu mezquino, se propuso poner
al tanto de lo ocurrido al se�or cacique, que hab�a salido
con sus guerreros y no volver�a hasta el d�a siguiente: Ya
ver�a la ex�tranjera que su vocecita dulce y sus expresiones
inocentes no se�r�an suficientes para enga�ar al cacique tal
como lo hab�a hecho con el hijo!
Por la
ma�ana temprano llegaron Marangat�, el cacique, y sus
acompa�antes, toda la tribu los recibi� con j�bilo: hab�an
logrado importantes piezas de caza y tra�an tambi�n un
hermoso guas� vivo.
Con
paciencia, Cava-Pit� esper� que el cacique quedara solo, y
en el momento oportuno se acerc� a �l para referirle, a su
manera la llegada de �asaind� a la tribu. No conforme con
esto, y gracias a la confianza que en ella ten�a Marangat�,
le fue, muy f�cil convencerlo de que la extranjera era una
enviada de. A��, que se val�a del joven para provocar la
desgracia de la tribu.
La
sorpresa del cacique pronto se transform� en profunda
indignaci�n: �l no pod�a tolerar la intromisi�n de una
desconocida en sus dominios y mucho menos sabiendo, gracias
a los buenos oficios de la hechicera, que se trataba de una
enviada del diablo.
Poseido
por una intensa c�lera, Marangat� hizo llamar a su hijo para
recriminarle su indigno proceder y su desobediencia: lo
increpo duramente acus�ndole de su falta de respeto y, a los
gritos, lo conmin� para que trajera a la enviada del mal.
Catupiri
qued� confundido. Su padre cre�a que, vali�ndose de
quien sabe qu� poderes
mal�ficos, �asaind� lo hab�a obligado a traerla consigo;
pero �l sab�a que no era as�. El cacique, al verla, se
I convencieria
de que estaba equivocado.
Corrio en
busca de la hermosa doncella y la llev� junto al temible
Marangat�, que ante su presencia qued� maravillado: su
hermoso rostro y la dulzura de su mirada lo conquistaron de
inmediato. Debia haber una equivocaci�n. Era imposible que
una ni�a tan inocente, tan dulce y tan t�mida, tuviera las
malvadas intenciones que le atribu�a Cava-Pit�.
El ruvich�
convers� con �asaind�. Ella le cont� de su .ni�ez triste y
sin afectos, y de su alegr�a al encontrar al buen Carupir�,
que deseaba hacerla su esposa. Entonces, el gran Marangat�
comprendi� el noble amor que acercaba a los j�venes y dio
su consentimiento para que unieran sus destinos como era el
deseo y la voluntad de ambos.
Tiempo despu�s, �asaind� se convirti� en la esposa de
Carupir�, aquel muchacho de coraz�n generoso y noble que la
hab�a encontrado d�a en el bosque...
Por
supuesto, al no lograr su cometido, la maldad y la envidia
de Cava-Pita se acrecentaron y, llena
de nuevos br�os, comenz� a idear
un
plan �Ya
llegar�a el momento
en que se cumpliera su venganza!
La
felicidad de �asaind� y de Catupir� era cada d�a mayor.
Ning�n mal hab�a alcanzado a la tribu y todos olvidaron por
completo los vaticinios de la malvada Cava-Pit�.
Cuando
tuvieron un hijo se hizo m�s grande y efectiva la dicha de
la que gozaban. El peque�o Chirir� era dulce y bueno, como
su madre, y tenaz como su padre. Mientras crec�a, todos los
ni�os de la tribu se iban haciendo sus amigos. Diariamente
se los ve�a jugando en el bosque o en la costa del r�o,
donde sent�an gran placer.
El
cacique, orgulloso de su nieto, le hab�a regalado un arco y
una flecha hechos expresamente para �l, y entre los momentos
m�s felices de su vida se contaban aquellos en que sal�a con
el ni�o a ense�arle el manejo de estas armas.
Todos
viv�an contentos en la tribu, ya nadie consideraba a
�asaind� como una extranjera a la que se deb�a despreciar,
sino que, por el contrario, gracias a su bondad, se hab�a
ganado la simpat�a y el afecto de la gente.
La �nica
que conservaba su odio era Cava-Pit�, para quien la idea de
venganza se afianzaba a medida que pasaba el tiempo. Estaba
segura de que este sentimiento no la abandonar�a hasta ver a
�asaind� arrojada de la aldea, como hab�a propuesto desde un
principio.
Ten�a que
convencer a la tribu de que la esposa de Catupir�, bajo ese
aspecto dulce y tierno, encubr�a a una enviada de A�� para
hacer el mal y que solo esperaba el momento oportuno para
cum�plir los mandatos del demonio.
A fin de
convencerlos, decidi� ensayar una nueva acusaci�n. Haciendo
uso de sus sentimientos mezquinos y perversos divulg� la
noticia de que el peque�o Chirir� se hallaba pose�do por un
mal esp�ritu, que condenar�a a muerte infaliblemente,
despu�s de un corto tiempo, a los ni�os que lo acompa�aban
en sus juegos.
La noticia
corri� por la tribu con la velocidad del rayo y todas las
madres, temerosas del tr�gico final que podr�an tener sus
hijos, los retuvieron con ellas para que no se acercaran al
peque�o Chirir�.
Sin
embargo, esto no fue suficiente para la hechicera, porque
ella quer�a levantar a toda la tribu contra la inocente
�asaind�.
En esa
forma, consider�ndola culpable, la hubieran expulsado
de la aldea ind�gena por temor al
maleficio que la pose�a. Como no consigui�
su prop�sito, opt� por poner en pr�ctica un plan
diabolico con el que, estaba segura,
se cumplir�a con creces su
venganza.
Prepar� un brebaje dulce,
exquisito, al que agreg� una peque�a pocion
de activ�simo veneno.
Con zalamer�as llamaba a los peque�os
amigos de Chirir� y les
daba a tomar el jarabe mort�fero que
ellos beb�an golosos. Poco les duraba
el placer, ya que luego mor�an entre las m�s espantosas
contorsiones, envenenados por la
infame hechicera.
Al ignorar las madres la
existencia del famoso jarabe, aceptaron como
explicaci�n de la muerte de sus hijos el maleficio del
que suponian estaban pose�dos el
peque�o Chirir� y su madre, tal como
lo predijera en tantas oportunidades la famosa Cava-Pit�.
Ya no
les qued� la menor duda: la extranjera era una enviada de
A�a, llegada
a la comarca para causar la desgracia de la tribu de
Marangat� Todos estuvieron en contra
de �asaind� y de
�asaind� y de Catapir� de quienes
decidieron vengarse matando a su hijito.
La
hechicera gozaba su victoria: hab�a pasado un tiempo muy
largo antes de lograr su prop�sito,
pero por fin consigui� que la tribu entera
odiara a la intrusa. Entonces, alentada por el triunfo
fue levantando
los �nimos de toldo en toldo. Incitaba a unos ya
a dar muerte al peque�o Chirir�, �nico medio para
librarse de los
designios de A��
En un
grupo
encabezado por la perversa Cava-Pit�, con palos y
lanzas, hombres y
mujeres se dirigieron al toldo de Catupir�: tomaron
por la fuerza a
los padres de la criatura, los llevaron a los bosques
y los amarraron con
fibras de caraguat� al tronco de un �andubay
para que fueran testigos impotentes de la muerte de
su hijo.
La dulce
�asaind� dejaba o�r desgarradores sollozos,
gritaba por por su inocencia y ped�a
piedad para su peque�o Chirir�, mientras el
valiente Catupir� realizaba desesperados esfuerzos
por librarse de
las ligaduras.
Todo en
vano. Buen cuidado hab�an tenido sus verdugos.
Cava-Pita
saboreaba el triunfo, decidi�
ser ella misma quien matara al
peque�o,
que atado de pies y manos, permanec�a en el
suelo y se esforzaba
por dejar sus manitos libres.
Prepar� el
arco y la flecha envenenada, y cuando se dispuso a
arrojarsela al ni�o, que lloraba ante sus padres
desesperados, un ruido espantoso atron� el bosque y una
lengua de fuego baj� desde el cielo repentinamente
oscurecido y dej� fulminada a la perversa hechicera, que
rod� por el suelo.
Los que
presenciaban la escena vieron en esto un castigo de sus
dioses justicieros a la maldad y a la envidia y, convencidos
de su error, desataron a los padres de la criatura que a�n
se hallaba en el suelo, a poca distancia de ellos.
�asaind�
corri� a levantar a su hijito, que medio desvanecido por el
terror casi no pod�a moverse. Lo desat� y lo abraz�
estrech�ndolo contra su coraz�n, mientras las l�grimas
corr�an por sus p�lidas mejillas.
Con las
cabezas gachas, avergonzados, con el paso vacilante, los que
creyeron las calumnias de la perversa hechicera deci�dieron
retomar a sus toldos, no sin antes dirigir una mirada triste
al sitio donde el peque�o Chirir� estuviera algunos minutos,
echadito en el suelo, esperando la muerte en manos de la
falsa Cava-Pit�.
La
sorpresa de todos fue muy grande cuando observaron que justo
en ese mismo lugar crec�a una planta nueva, desconocida
hasta entonces. La llamaron mandioca
y en ella vieron la justicia de sus dioses buenos, que
sab�an recompensar el bien y
castigaban hasta con la muerte a los
que proced�an mal.
La
mandioca es el regalo de Tup� a
los hombres para que les sirva de alimento: posee el dulce
coraz�n de �asaind� y de Chirir�, y otorga, al que la come,
fortaleza y energ�a, como la que
siempre tuvo Catupir�.
Fuente: Tomado del
libro Leyendas Ind�genas de Lautaro Parodi. 1� Edicion 2005-
Agradecemos al Sr. Carlos Alberto Samonta de Ediciones
Andr�meda por permitirnos publicar este material