Tiempo hubo en que el
hombre no tenía noción de lo que hacía. No sentía alegría ni
pena; no se extasiaba ante el
esplendor de las auroras ni la magnificencia de los
crepúsculos. No sentía emoción al
contemplar las estrellas rutilando en el cielo sereno, ni
ternura en el silencio sublime de la noche. No lloraba ni
reía. No cantaba ni gritaba. No sabía del Amor ni del Odio.
Era, en suma, un ente mecánico rodando sobre la Tierra, sin
sentimientos ni pasiones.
Pero un día brilló una
lucecilla en su alma. y el hombre sintió deseos de cantar,
de amar...
Ebhuá (Dios), que
había encendido esa lucecilla en su
alma, escuchó ese deseo vehemente del hombre y le di6 lo que
pedía.
Desde entonces el
hombre sintió la Alegría, mas también el Dolor y la
Tristeza. Sintió la emoción y la ternura, pero con ellas la
pena, el desaliento, la angustia. Aprendió a cantar y a
llorar, a reír y a gemir. Sintió en su alma la noche y la
aurora. Sintió ansiedad por la belleza, la luz, el sonido.
.. Levantó los ojos al cielo y aprendió a meditar mirando la
luz de los mundos insondables. Escuchó el murmullo de la
fronda y aprendió a cantar. Se extasió ante el paisaje y
tembló de emoción. ante la mujer. Aprendió a amar, a amar
intensamente. y aunque tras de cada pasión asomaba avieso el
odio, instigado por el Demonio, amó y
se sublimizó. Pero con cada amor venía inseparable una pena.
Era el equilibrio lógico con que Ebhuá contrabalanceó los
deleites inefables del Amor.
Y
desde aquel entonces, por los siglos de los siglos, el
hombre ama y sufre...