Después de
la muerte del General Lavalle, los soldados correntinos que
aún le acompañaban decidieron regresar a su terruño,
cruzando el Chaco, despoblado y peligroso. Vencidos y
pobres, contando sólo con sus flacos caballos, se pusieron
en marcha a través de los bosques imponentes, llevando unos
indios tobas como baquianos y a don Eugenio Ramírez, como
oficial de vanguardia.
A medida
que el grupo se internaba en el corazón de la selva, los
víveres se hacían más escasos; y algunos soldados se vieron
en el trance de matar sus caballos, para aplacar el hambre,
lo cual significaba quedarse a pie.
Habían
realizado apenas la mitad de su camino, y casi todos los
soldados iban ya sin cabalgadura. Acosados por las fieras y
más aún por el hambre, devoraban el cuero de los caballos
sacrificados, y sólo la desesperación les acompañaban en la
selva enorme. En pleno bosque encontraron un grupo de indios
tobas, y les preguntaron cuándo llegarían a la costa del
río, frente a Corrientes. Los indios contestaron “mañana,
mañana, mañana, mañana”, lo cual significaba que alcanzarían
la ansiada orilla cuatro días después.
Reanimados
con esta noticia siguieron la marcha y llegaron el día
señalado, al paraje denominado San Fernando.
Con los
harapos que aún los cubrían, hicieron unas banderas que
colocaron en las copas más altas de los árboles de aquel
solitario lugar. Un barco vio la señal, pero confundiéndolos
con los indios, no se acercó a los míseros soldados y
regresó a Corrientes con la novedad “de que una indiada
estaba en la orilla opuesta, lista para asaltar el pueblo”.
El
Gobernador Pedro Ferré, sospechando que se tratara, no de un
malón, sino de los soldados correntinos de Lavalle, envió
una comisión con viveres, ropas y medicinas, la encontró y
auxilió a los esforzados militares unitarios.