La
protagonista de esta dolorosa historia, es Eustaquia de
Orozco. Vivía en el Médano, cerca de Fraga, cuando fue
cautivada por los indios en uno de sus frecuentes malones.
La llevaron
con su hijita. Largos meses pasó en los toldos inmundos, sin
animarse a huir. La detenía la crueldad con que los salvajes
castigaban la fuga de las cautivas; les despalmaban los pies
a las infelices que eran alcanzadas.
Cuando
murió el indio que la había cautivado, las indias la
maltrataban en tal forma, que resolvió huir, llevándose a su
hija.
Una noche,
robó un poco de charqui y eligió el mejor caballo de la
tribu, sacándolo con gran sigilo del corral. Cuando estuvo a
dos cuadras de los toldos, montó en él, levantó a su hija,
miró las Tres Marías que se apagaban en el cielo, se
encomendó a Dios, y largó la rienda al noble bruto rumbeando
hacia la Laguna de Los Loros.
Undía y
u8na noche galopó sin detenerse, a través de arenas y
espinas, chupando el pedazo de charqui, que era su única
provisión. El caballo, rendido de sed y fatiga, murió al
tercer día, dejándola a pie en el desierto y con su criatura
en los brazos.
Caminaba
días enteros, sin encontrar agua. Los médanos se sucedían,
sin un árbol bajo cuya sombra pudiera descansar la infeliz
madre. Rendida por la sed y el hambre, sin fuerzas para
llevar a su niña, resolvió dejarla y seguir sola. La sentó
con cuidado entre las arenas y quiso alejarse, mas no pudo
hacerlo y, levantándola de nuevo, marchó con ella.
Pasó otro
día, la sed la cegaba. Extenuada y sin fuerzas, intentó
nuevamente dejar a la niñita entre los médanos. Así lo hizo,
y otra vez el débil llanto de la criatura la detuvo y le dio
fuerzas. Juró entonces no abandonarla nunca.
Resignada,
se sentó decidida a morir a su lado, cuando vió en un médano
cercano, unas cañas muy verdes. Cortó unos trozos y se los
dio a la niña, la cual los saboreó con gran alegría. Después
comió ella, aplacando con este milagroso hallazgo, la sed y
el hambre. Chupando aquella caña, descansaba a ratos, y
quemada por un sol de fuego, siguió su camino, marchando
siempre hacia el norte.
Al fin, una
tarde, divisó a lo lejos la mancha blanca del Lago Bebedero.
Fue tan grande su alegría al ver el agua, que no obstante
ser muy salada la de este lago, cuando llegó a sus márgenes
bebió grandes sorbos. Estando allí, oyó un tropel de
caballos y como temía que fuesen los indios, entró al agua,
ocultándose con su hija entre las “totoras” de la orilla.
Vió entonces que eran unos soldados cristianos y les habló,
sin salir del agua, pues tenía vergüenza de presentarse con
sus ropas destrozadas.
Los
soldados pertenecían al Fortín de las Piedras y andaban
cazando avestruces. Al oir desde el lago solitario, una voz
de mujer que les hablaba, se sorprendieron muchísimo.
Ignorantes
y supersticiosos, creyeron haber escuchado a un “espíritu o
ánima en pena” y apresuradamente regresaron al Fortín con
esta novedad.
Intrigado
el jefe, acudió son sus soldados al lugar del suceso.
Llegados allí, vieron salir de entre las totoras una mujer,
escuálida y casi desnuda, que apenas podía sostener la
criatura que llevaba en los brazos.
El jefe, se
quitó la capa y la cubrió con ella.
Doña
Eustaquia dio su nombre y contó su triste historia,
resultando ser la esposa de un sargento del Fortín. Avisado
éste, pero sin decirle quien era la cautiva, acudió llevando
su caballo de tiro. Cuando llegó y se encontró con su mujer
y su hijita, a quienes creía muertas o perdidas para
siempre, cayó de rodillas dando gracias al Señor por
haberlas salvado.