Gentileza
del Prof. Julio Rodríguez de Ushuaia-Tierra del Fuego
Fuente:
by: Minuto
Fueguino Categoría: Destacadas, Interés
General, Provinciales
Los bosques de ñires, lengas y coihues
comienzan a tomar un tono característico, anunciando el
otoño y dando a los árboles una gama multicolor, desde el
rojo intenso pasando por los matices del dorado al
anaranjado. Esta transformación se viene repitiendo año tras
año, desde épocas inmemorables.
En este paisaje vivían los tehuelches, dueños
originarios de la tierra, quienes al llegar el invierno
comenzaban a emigrar a pie hacia el norte, donde el frío no
era tan intenso y la caza no faltaba.
En relación con estas migraciones, la
tradición patagónica conserva una leyenda. Se dice que
cierta vez Koonex, la anciana curandera de una tribu de
tehuelches, no podía caminar más, ya que sus viejas y
cansadas piernas estaban agotadas, pero la marcha no se
podía detener. Entonces, Koonex comprendió la ley natural de
cumplir con el destino. Las mujeres de la tribu
confeccionaron un toldo con pieles de guanaco y juntaron
abundante leña y alimentos para dejarle a la anciana
curandera, despidiéndose de ella con el canto de la familia.
Koonex, de regreso a su casa, fijó sus
cansados ojos a la distancia, hasta que la gente de su tribu
se perdió tras el filo de una meseta. Ella quedaba sola para
morir. Todos los seres vivientes se alejaban y comenzó a
sentir el silencio como un sopor pesado y envolvente.
El cielo multicolor se fue extinguiendo
lentamente. Pasaron muchos soles y muchas lunas, hasta la
llegada de la primavera. Entonces nacieron los brotes,
arribaron las golondrinas, los chorlos, los alegres
chingolos, las charlatanas cotorras. Volvía la vida.
Sobre los cueros del toldo de Koonex, se posó
una bandada de avecillas cantando alegremente. De repente,
se escuchó la voz de la anciana curandera que, desde el
interior del toldo, las reprendía por haberla dejado sola
durante el largo y riguroso invierno.
Un chingolito, tras la sorpresa, le
respondió: “nos fuimos porque en otoño comienza a escasear
el alimento. Además durante el invierno no tenemos lugar en
donde abrigarnos.” “Los comprendo”, respondió Koonex, “por
eso, a partir de hoy tendrán alimento en otoño y buen abrigo
en invierno, ya nunca me quedaré sola” y luego la anciana
calló.
Cuando una ráfaga de pronto volteó los cueros
del toldo, en lugar de Koonex se hallaba un hermoso arbusto
espinoso, de perfumadas flores amarillas. Al promediar el
verano las delicadas flores se hicieron fruto y antes del
otoño comenzaron a madurar tomando un color azulmorado de
exquisito sabor y alto valor alimentario. Desde aquél día
algunas aves no emigraron más y las que se habían marchado,
al enterarse de la noticia, regresaron para probar el
novedoso fruto del que quedaron prendados.
Los tehuelches también lo probaron,
adoptándolo para siempre. Desparramaron las semillas en toda
la región y, a partir de entonces, “el que come Calafate,
siempre vuelve.”
Recopilado por la Lic. Susana
Fandembure