Cuentan que en Catamarca, en un paraje
llamado El Codo, vivía una familia de hacendados integrada
por un matrimonio y su único hijo. El joven era adicto al
juego y despilfarraba el dinero de sus padres en apuestas.
Una noche, mientras volvía del pueblo, se
encontró en el camino con un enorme toro color castaño y
astas brillantes que, a la luz de la Luna, parecían ser de
oro. El muchacho quiso enlazar al animal pero este lo
embistió. Así, desmayado, tirado en el camino, lo
encontraron a la mañana siguiente.
Al reincorporarse, el joven narró lo
sucedido, pero no le creyeron. Encima, le reprocharon su
actitud, acusándolo de que su desmayo no había sido real
sino una consecuencia de la borrachera.
El muchacho, desde entonces, salió
durante varias noches provisto de un lazo para pialar y
boleadoras con el propósito de capturar al animal. Su
empresa tenía dos propósitos: primero, demostrar la
veracidad de su historia y recuperar el respeto de los
peones de la estancia, que desde aquel momento no paraban de
burlarse de él; segundo, incorporar el toro de astas de oro
a la hacienda de sus padres, porque con un semental de esas
características aumentaría considerablemente el valor de las
próximas crías.
Pese a sus buenas intenciones, el
muchacho fracasó porque el toro jamás volvió a aparecer, y
según cuentan, la hacienda fue perdiéndose poco a poco hasta
que la familia quedó en la pobreza.
Se cuenta que los campos de pastoreo de
Tucumán se fueron poblando con los animales de esta familia
y que las primeras cabezas han sido conducidas hasta allí
por el toro de las astas de oro, como castigo a este joven
disoluto.