Una vez hubo un inca sumamente generoso;
amaba a su gente deseando para todos un imperio rico y
soberano. Se preocupaba por igual de los problemas de la
vida diaria como de salir a recorrer su territorio de un
extremo a otro, tratando de conquistar nuevas tierras. Para
continuar con la tradición de sus antepasados jamás invadía
un territorio a la fuerza. Primero invitaba a los pobladores
a formar parte de sus dominios; a cambio ofrecía enseñarles
a sembrar y aseguraba que nunca les faltaría tierra ni
comida. De esta manera, casi nunca era necesario luchar. Un
día el inca cayó gravemente enfermo. Ni los sacerdotes ni
los hechiceros pudieron descubrir de cuál mal se trataba; el
hijo de Inti (Inti es el dios Sol) se agravaba cada vez más
y todos temieron por su vida.
Hasta que una tarde, los chasquis que
corrían velozmente de una posta a otra y transmitían las
noticias de pueblo en pueblo, avisaron a los servidores del
inca, que en el Sur existía el remedio que podría curado.
Inmediatamente, comenzaron los preparativos para la travesía
a lo largo de la cordillera y cuando todo quedó listo,
partieron desde Cuzco, capital el Imperio, en busca del tan
preciado remedio. Una de las cosas que más enorgullecía a
los incas, eran los caminos de piedras que se extendían en
todo su territorio. Por ellos anduvieron atravesando valles
y montañas; cuando llegaba la noche, acampaban alrededor de
las posadas que se levantaban a los costados del camino.
Adentro de la posada descansaba el inca para reponer sus
fuerzas. No se desalentaron en ningún momento a pesar de la
dura y larga travesía; una esperanza mucho más fuerte que
todo eso los alentaba e incitaba a seguir adelante. Querían
mucho a su monarca y deseaban fervientemente que recuperara
la salud lo antes posible. Continuaron la marcha por muchos
días hasta que por fin, encontraron el nacimiento de un río
que corría paralelo al camino y siguieron en esa dirección.
Las aguas bajaban torrencialmente y levantaban nubes de
finísimas gotas al estrellarse contra las rocas y el ruido
de la turbulenta corriente quebraba el silencio de la
imponente cordillera. Los peregrinos siguieron su camino
hasta llegar a un punto donde el río cambió su curso en una
pronunciada curva al Este, cerrándoles el paso. Ahí, su
caudal era mucho más profundo y su torrente hacía imposible
el cruce a la otra orilla.
Hicieron un alto y acamparon decididos a
buscar un lugar por dónde poder atravesar. Fue así que
formaron grupos dirigidos por un guía y se turnaron;
mientras unos descansaban otros recorrían la zona tratando
de encontrar el paso. Desgraciadamente no tuvieron suerte y
los grupos volvían cada vez más desalentados de sus
expediciones, hasta que por fin se dieron por vencidos y
formaron un consejo para decidir qué se haría y después de
muchas discusiones y cambios de ideas, llegaron a la triste
conclusión de que debían volver. Abatidos, pensaron que su
monarca, cansado por el viaje, no podría resistir el regreso
y era probable que no volviera a ver a su querido Cuzco.
Se dispusieron a pasar la noche en ese
lugar, para iniciar al otro día el retorno. Rodearon al inca
tratando de estar más juntos y unidos que nunca, como para
darse entre sí, el valor y la fuerza que necesitaban para
volver y como para protegerse de esa gran pena que los
invadía en cada momento. Mientras tanto, Inti, que ya se
estaba por ocultar en el horizonte, vio lo que ocurría. La
hazaña que los incas habían sido capaces de realizar por
amor a su monarca, no escapó a la vista del dios y quiso
premiar el fervor de este grupo abnegado de súbditos.
Entonces consultó con Mama Quilla, la Luna, y entre los dos
decidieron ayudarlos inmediatamente. Al amanecer del día
siguiente, los incas, entre dormidos y despiertos, vieron
azorados frente a ellos un ancho puente tendido que les
señalaba el camino. Los dioses lo habían construido para que
pudieran pasar. y así, llenos de alegría, reanudaron la
marcha con nuevas esperanzas.
Tuvieron mucho que andar todavía y el
inca se agravaba más y más, ya ni siquiera abría los ojos
para observar a su gente, como lo hacía antes; ninguna
palabra volvió a salir de su boca y dormitaba
permanentemente. Obligados a hacer muchos altos en el camino
porque se fatigaba con facilidad, la marcha se hizo más
lenta y penosa, pero no desfallecieron en ningún momento.
Por fin llegaron al lugar indicado; de
inmediato se distribuyeron las tareas, mientras unos
buscaban las hierbas medicinales, otros construyeron una
gran tienda para alojar a su monarca e instalar todo lo
necesario para su curación. No fue en vano todo el
extraordinario esfuerzo que le dedicaron; en poco tiempo
empezó a mejorar para alegría de todos. Entonces
emprendieron el regreso entre cantos y oraciones de
agradecimientos a sus dioses. Los chasquis corrieron
velozmente delante de ellos y llevaron la buena nueva. Todo
el pueblo los esperó ansioso y preparó grandes festejos en
su honor. Los templos se vieron resplandecientes, ya listos
para ceremonias y ritos.
El inca entró en la capital, totalmente
repuesto; su pueblo lo saludó con cariño y lo acompañó hasta
su morada. Poco tiempo después, el hijo de Inti volvió a
reinar en el Imperio. Desde entonces, al noroeste de la
provincia de Mendoza, donde pasa el río Las Cuevas, el mismo
que interrumpió el paso de los peregrinos, se levanta el
Puente del Inca que unió las dos orillas y debajo de su arco
siguen pasando torrencialmente las aguas del río andino.