La ciudad de Esteco
era, según la leyenda, la más rica y poderosa de las
ciudades del norte argentino. Se levantaba en medio de un
fértil y hermoso paisaje de la provincia de Salta. Sus
magnificos edificios resplandecía revestidos de oro y plata.
Sus habitantes estaban orgullosas de su ciudad y de la
riqueza que habián acumulado. Usaban un lujo desmedido y en
todo revelaban ostentanción y derroche. Eran soberbios y
petulantes. Si se les caía un objeto cualquiera, aunque
fuese un pañuelo o un sombrero, y aun dinero, no se
inclinaban siquiera para mirarlos, muchos menos para
levantarlos. Solo vivián para la vanidad, la holganza y el
placer. Eran, además, mezquinos e insolentes con los
pobres, y despiadados con los esclavos.
Un día, un viejo
misionero entró en la ciudad para redimirla. Pidió limosna
en cada puerta, pero ninguna persona le respondía: salvo una
mujer. Ella era muy pobre y viviá en las afueras de la
ciudad con su hijo pequeño. Entonces, mató a la única
gallina que tenia para darle de comer a aquel extraño. El
misionero predicó desde el púlpito la necesidad de volver a
las costumbres sencillas y puras, de practicar la caridad,
de ser humildes y generosos, y todo el mundo hizo burlas de
tales pretensiones. Predijo, entonces, que si la población
no daba pruebas de enmienda, la ciudad sería destruida por
un terremoto. La mofa fue general y la palabra, terremoto,
comenzó a ser burla de todos.
El misionero se
presentó en la casa de la mujer pobre y le ordenó que en la
madrugada de ese día saliera de la ciudad con su hijito en
brazos. Le anunció que todo se echaría a perder, que todos
morirían y que ella y su hijo se salvarían por su caridad.
Eso si, le puso una condición, no debía mirar nunca hacia
atrás, aunque le pareciera que se perdía el mundo.
La mujer hizo caso,
durante la madrugada salió con su pequeño hijo en brazos.
Un trueno ensordecedor anunció la catastrofe. La tierra se
estremeció en un pavoroso terremoto, se abrieron grietas
inmensaas y lenguas de fuego brotaban por todas partes.
La ciudad y su gente se hundieron en esos abismos ardientes.
La mujer caritativa marchó un rato oyendo a sus espaldas el
fragor del terremoto y los lamentos de la gente, pero no
pudo más y volvió la cabeza, aterrada y curiosa. En el acto,
se transformó en una mole de piedra que conserva la forma de
una mujer que lleva un niño en brazos. Los campesinos la ven
a distancia, y la reconocen; dicen que cada año da un paso
hacia la ciudad de Salta.