Era el principio de los
tiempos. El Sol y la Luna eran marido y mujer: dos dioses
gigantes, tan buenos y generosos como enormes eran.
El Sol era el dueño de
todo el calor y la fuerza del mundo; tanto era su poder que
de sólo extender los brazos la tierra se inundaba de luz y
de sus dedos prodigiosos brotaba el calor a raudales.
Era el dueño absoluto
de la vida y de la muerte.
Ella, la Luna, era
blanca y hermosa.
Dueña de la sabiduría y
el silencio; de la paz y la dulzura. Ante su presencia todo
se aquietaba. Andando por la tierra crearon la llanura: una
inmensa extensión que cubrieron de pastos y de flores para
hacerla más bella. Y la llanura era una lisa alfombra verde
por donde los dioses paseaban con blandos pasos. Luego
crearon las lagunas donde el Sol y la Luna se bañaban
después de sus largos paseos.
Pero los dioses se
cansaron de estar solos: y poblaron de peces las aguas y de
otros animales la tierra.¡Qué felices se sentían de verlos
saltar y correr por sus dominios! Satisfechos de su obra
decidieron regresar al cielo. Entonces fue cuando pensaron
que alguien debía cuidar esos preciosos campos: y crearon a
sus hijos, los hombres. Ahora ya podían regresar. Muy
tristes se pusieron los hombres cuando supieron que sus
amados padres los dejarían. Entonces el Sol les dijo:
-Nada debéis temer; ésta es vuestra tierra. Yo enviaré mi luz hasta
vosotros, todos los días. Y también mi calor para que la
vida no acabe.
Y dijo la Luna:
-Nada debéis temer; yo iluminaré levemente las sombras de la noche y
velaré vuestro descanso.
Así
pasó el tiempo. Los días y las noches. Era el tiempo feliz.
Los indios se sentían protegidos por sus dioses y les
bastaba mirar al cielo para saber que ellos estaban siempre
allí enviándoles sus maravillosos dones. Adoraban al Sol y
la Luna y les ofrecían sus cantos y sus danzas.
Un día vieron que el
Sol empezaba a palidecer, cada vez más y más y más... ¿qué
pasaba?, ¿qué cosa tan extraña hacía que su sonriente rostro
dejara de reír? Algo terrible, pero que no podían
explicarse, estaba sucediendo.
Pronto se dieron cuenta
que un gigantesco puma alado acosaba por la inmensidad de
los cielos al bondadoso Sol.
Y el Dios se debatía
entre los zarpazos del terrible animal que quería
destruirlo. Los indios no lo pensaron más y se prepararon
para defenderlo. Los más valientes y hábiles guerreros se
reunieron y empezaron a arrojar sus flechas al intruso que
se atrevía a molestar al Sol.
Una, dos, miles y miles
de flechas fueron arrojadas, pero no lograban destruir al
puma, que, por el contrario, cada vez se ponía más furioso.
Por fin uno dio en el blanco y el animal cayó atravesado por
la flecha que entraba por el vientre y salía por el lomo.
Sí, cayó, pero no muerto. Y allí estaba, extendido y
rugiendo; estremeciendo la tierra con sus rugidos. Tan
enorme era que nadie se atrevía a acercarse y lo miraban,
asustados, desde lejos. En tanto el Sol se fue ocultando
poco a poco; había recobrado su aspecto risueño. Los indios
le miraban complacidos y él les acariciaba los rostros con
la punta de sus tibios dedos. El cielo se tiñó de rojo... se
fue poniendo violeta.., violeta. ... y poco a poco llegaron
las sombras.
Entonces salió la Luna.
Vio al puma allá abajo, tendido y rugiendo. Compadecida
quiso acabar con su agonía.
Y empezó a arrojarle
piedras para ultimarlo. Tantas y tan enormes que se fueron
amontonando sobre el cuerpo hasta cubrirlo totalmente.
Tantas y tan enormes
que formaron sobre la llanura una sierra: la Sierra de
Tandil. La última piedra que arrojó cayó sobre la punta de
la flecha que todavía asomaba y allí se quedó clavada.
Allí quedó enterrado,
también, para siempre, el espíritu del mal, que según los
indios no podía salir.
Pero cuando el Sol
paseaba por los cielos, se estremecía de rabia siempre con
el deseo de atacarlo otra vez.
Y al moverse hacía
oscilar la piedra suspendida en la punta de la sierra.
Leyendas argentinas, de
Neli Garrido de Rodríguez, editorial Plus Ultra
Fuente:
www.bibliotecasvirtuales.com