los hombres estaban
muy agradecidos a su dios y quisieron honrarlo con un
templo. Se reunieron, opinaron, discutieron y finalmente
decidieron que el proyecto concebido era grandioso, todos o
casi todos estuvieron de acuerdo con él.
Un largo tiempo
después se hizo realidad. Las multitudes lo observaban con
respeto y admiración. Pero mezclado entre la gente feliz y
agradecida había un hombre diferente, un ser disconforme
que no aprobaba el trabajo de sus semejantes, ni compartía
el respeto de todos por el Creador.
"Este templo es
horrible, es un verdadero desastre, lo destruiría
a patadas", solía decir con desdén cuando por allí
cerca pasaba.
Un día, no conforme con su blasfemia,
comenzó a dañarlo: ensuciaba sus paredes, pisoteaba sus
jardines, hasta llegó a destrozar uno de los bancos de la
nave. Los vecinos ya no podían soportar
esto, se reunieron al presenciar un
hecho tan fuera de lugar y cargado de atropello. La justicia
de los hombres se hizo efectiva, su insolencia merecía pena,
el individuo fue apresado por la policía.
Ya estaba engrillado y
así fue puesto a disposición del juez, que determinó su
culpabilidad: tuvo que ir al presidio, como manda la ley.
En pocos meses,
cumplida la condena fue puesto en libertad. Pero la ley de
Dios es diferente, Él había sido ofendido y dispondría
entonces un castigo divino. Para evitar que provocara nuevas
dificultades, lo convirtió en pajarito. De su uniforme de
presidiario a rayas mantuvo el bonete y los grillos
conservaron su lugar sujetando sus pies, de tal modo que
solo puede andar a los saltitos y quedó en la tierra para
siempre con el nombre de chingolo.