Hace tiempo, en los montes de Santiago del
Estero, vivía una niña: Telesfora Castillo. Era demasiado
pequeña y frágil como para llevar un nombre tan serio, así
que los que la conocían y querían bien, la llamaban la
Telesita.
Vivía sola, sin que se le conociera familia
ni casa: sabían que era muy pobre porque siempre se vestía
con harapos y andaba descalza, tanto en verano como en
invierno. De todos modos, era muy grato veda con un
simpático cantarito de agua sobre su cabeza o en los meses
fríos con un atadito de leña.
De tanto en tanto, se entusiasmaba por los
ecos de alguna música y se dejaba llevar hacia el centro de
la fiesta de donde provenían. Amaba la música y la danza, y
a veces cautivaba a sus eventuales espectadores bailando
sola, dando golpes sobre su reunieron al presenciar un hecho
tan fuera de lugar y cargado de atropello. La justicia de
los hombres se hizo efectiva, su insolencia merecía pena, el
individuo fue apresado por la policía.
Ya estaba engrillado y así fue puesto a
disposición del juez, que determinó su culpabilidad: tuvo
que ir al presidio, como manda la ley.
En pocos meses, cumplida la condena fue
puesto en libertad. Pero la ley de Dios es diferente, Él
había sido ofendido y dispondría entonces un castigo divino.
Para evitar que provocara nuevas dificultades, lo convirtió
en pajarito. De su uniforme de presidiario a rayas mantuvo
el bonete y los grillos conservaron su lugar sujetando sus
pies, de tal modo que solo puede andar a los saltitos y
quedó en la tierra para siempre con el nombre de chingolo.