Muchísimos años atrás, existía en lo que es
ahora la provincia de Santiago del Estero una tribu al mando
de un cacique valiente y generoso; su esposa, por el
contrario, se mostraba egoísta y maliciosa. Cierta vez en
que la mujer estaba amasando frente al horno se apareció una
viejecita. La desconocida pidió humildemente a la esposa del
cacique un pedazo de pan. La respuesta de la malvada mujer
fue que usara los restos de masa que habían quedado
adheridos a la batea para hacerse su propio pan.
Con suma paciencia, la anciana fue sacando la
poca masa que había quedado pegada. Pero: ¡qué sucedía?,
cuanto más raspaba, más panes iba apilando. Cuando ya se iba
con 10 que había conseguido, escuchó un grito que la hizo
detener. La esposa del cacique, negligente, sacaba sus panes
del horno totalmente negros: se habían quemado. Furiosa, le
quitó los panes a la anciana aclarando que "si suya era la
batea, suyos eran los panes".
La pobre anciana se fue con la cabeza gacha,
pero antes de alejarse demasiado, vaticinó: "Por haber
mezquinado tu pan a un anciano, te arrastrarás por el resto
de tus días".
La esposa del cacique, cuando se dio cuenta
de la verdadera identidad divina de la anciana, se deshizo
en ruegos, imploró y lloró, pero todo fue en vano. Su cuerpo
se metamorfoseó: adquirió la forma de una enorme víbora con
anillos rojos, blancos y negros como las guardas de su
poncho. Convertida así en micha, comenzó a reptar por el
suelo hasta perderse en la espesura.