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SUPERSTICIONES Y LEYENDAS - CRUZ CASTRO


Entre los hombres m�s audaces de la montonera puntana, figur� el gaucho Cruz Castro, valiente como pocos.

La fama de sus haza�as, contadas a la lumbre del fog�n, dilata en el tiempo su existencia que se apag� en Las Islitas (Lafinur, San Luis) el a�o 1918.

Su larga vida, alcanz� los 90 a�os, era un retazo viviente de la historia de la montonera criolla, en cuyas correr�as tom� parte activa.

Las personas que le conocieron, le recuerdan como a un paisano comedido y conversador, montando siempre el mismo caballito zaino, flaco y mal aperado. Este animal le salv� la vida y, seg�n contaba el mismo Castro, a �l debi� no ser muerto por los colorados de La Rioja. el hecho extraordinario que puso a prueba el valor del jinete y la resistencia del caballo ocurri� en la siguiente forma.

El Coronel Eduardo Quevedo, caudillo puntano, como andaba disgustado con Cruz Castro por cuestiones personales, hab�a ordenado su prisi�n. El gaucho se escondi� en La Quebrada de Las Flores, para no caer en manos de los secuaces del Coronel.

Una siesta en que el sol quemaba, lo venci� el deseo de unas sand�as maduras, que cultivaba Quevedo, en una chacra pr�xima.

Quiso la causalidad que, al llegar al cerco, se enfrentara con el Coronel.

Audaz y p�caro no se asust� y sac�ndose el sombrero, despu�s de saludarle, le dijo en tono humilde:

- Vea, Coronel, hace tiempo que deseo hablarle y no lo hac�a porque Ud. ha ordenado mi prisi�n. Hoy he venido a ponerme a sus �rdenes.

Quevedo, que tal vez advirti� la mentira, entre enojado y risue�o, sigui� caminando en direcci�n a su casa, sin contestarle nada. Cuando llegaron all�, por �nica respuesta le hizo incomunicar.

Esa noche, los colorados asaltaron la casa, y se llevaron prisioneros al Coronel y a Castro, arriando tambi�n los dos mejores "parejeros" del corral, un zaino y un overo.

Los montoneros marcharon toda la noche y todo el d�a siguiente; s�lo hicieron alto al anochecer, junto a un algarrobo de poca altura y rodeado de jarillas; ya estaban en los llanos de La Rioja.

Los prisioneros, con las manos atadas, fueron colocados a la vista, junto con los caballos. Los llanistas encendieron el fog�n y, mientras se asaba un costillar, vaciaban en sus sedientas gargantas los chifles repletos de vino. A media noche, la soldadesca ebria dorm�a roncando estrepitosamente, mientras velaban, pensando en su muerte pr�xima, los dos prisioneros.

Cruz Castro, sereno y valiente, se arrastr� hasta donde estaba el Coronel, y le dijo por lo bajo:

- Le voy a soltar el overo, s�lvese si puede, que yo tratar� de hacer lo mismo.

Quevedo, conmovido, le contest�:

- Gracias, Castro; si consigues desatar el overo te perdono todas las picard�as que me has hecho; pero cuidado, no te oigan, que si se despiertan nos matan en el acto a los dos.

Castro, forcejeando, consigui� desatarse las manos mientras su compa�ero hac�a lo mismo. Despu�s, arrastr�ndose, lleg� hasta el overo y le corri� el maneador. El noble animal, cual si comprendiese, se acerc�, olfateando a su amo, quien mont� de un salto.

El otro animal lo ten�a un soldado atado a su mu�eca; hasta all� lleg� como una sombra el valiente paisano, y le resbal� el bozal al parejero. Este, asustado, dio algunos cabezazos que despertaron al soldado; pero ya estaba Cruz sobre el caballo y, sin mirar para atr�s, le dio un chirlo en el pescuezo, el animal salt� sobre los soldados, y se lanz� a gran velocidad campo afuera, seguido de cerca por Quevedo.

Los colorados que tambi�n ten�an buenos "pingos" salieron en su persecuci�n.

Mientras hu�an, las ramas de garabato y algarrobo les destrozaban las ropas y las carnes; los nobles caballos ba�ados en sudor, volaban por el "monte", como si hubieran comprendido, que de ellos depend�a la vida de aquellos dos hombres. Al amanecer, los pr�fugos hab�an dejado atr�s a sus perseguidores, resolviendo separarse, para confundir el rastro.

Tres d�as galop� Castro, hasta que lleg� deshecho y ensangrentado a Cautana, donde ten�a su familia. No bien descans� y se lav� para quitar de su piel los rastros de la sangre y el polvo, se dirigi� con su hermano a la casa del Coronel, para informar a sus familiares de la fuga de �ste.

Cruzaban un bosque de algarrobos, cuando vieron trotar a lo lejos a un hombre, medio desnudo y ensangrentado, que montaba un overo cubierto de blanca espuma. Castro reconoci� el caballo y el jinete. Era el Coronel. Galoparon y pronto se confundieron en un abrazo los dos fugitivos que tan cerca estuvieron de la muerte en el campamento de los colorados.

El Coronel mand� construir una capilla para la Virgen, cumpliendo as� la promesa que le hiciera cuando, en su fuga tropez� el overo en unos troncos y estuvo a punto de caer en manos de sus perseguidores. La indiferencia de las gentes ha dejado arruinar la capilla que hoy es s�lo una tapera.

 

 

 

 

 


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