JUANA AZURDUY
Capítulo XXVI
En 1817 la situación de los caudillos patriotas se había
vuelto desesperante. El terrible Aguilera, luego de haber dado
cuenta de Padilla, se dirigió raudamente hacia Santa Cruz de
la Sierra, escenario dominado por el coronel Ignacio Warnes,
quien, a pesar de su inferioridad numérica, acorralado, salió
al paso de los tablacasacas en El Pari, donde se libró la
batalla más sangrienta de todas las que tuviera el Alto Perú
por escenario, ya que de los 2000 hombres que intervinieron
en ella sólo sobrevivieron 200.
Fue otra vez Aguilera quien, abalánzandose sobre un Warnes ya
herido, a pesar de lo cual no cejaba en sus gritos de aliento
repartiendo mandobles a diestra y siniestra que hacían
estragos en sus enemigos, lo abatió con un disparo a
quemarropa de su arcabuz y luego, aún con vida el gran
caudillo cruceño, destroncó su cabeza, la que también colocó
en el extremo de una pica, durante varios meses, a la vista de
hombres y mujeres que circulaban por la plaza principal de la
ciudad camba.
No fue esto suficiente para el feroz y eficaz coronel de los
ejércitos del rey, nacido también en Santa Cruz de la Sierra,
sino que a continuación entró a saco en su ciudad natal
pasando por las armas a mil de sus habitantes.
No fueron Padilla y Warnes los únicos inmolados, ya que en
pocos meses también habían perdido su vida Camargo, Esquivel y
el cura Muñecas.
Una de las causas de esta matanza se debió a que San Martín
había por fin convencido al gobierno porteño de que la mejor
vía hacia Lima no era a través del Alto Perú sino cruzando los
Andes y embarcándose en el Pacífico, para así sitiar y rendir
el Callao. La historia dio la razón a ese gran estratega
militar que fue San Martín, el primer verdadero jefe con
instrucción y experiencia bélica, quien sustituyó a hombres
de buena voluntad pero de poca aptitud en el campo de la
guerra, como fueran Castelli y Balcarce, Belgrano y Rondeau,
todos ellos militares improvisados por imperio de las
circunstancias.
Pero lo cierto es que la decisión de San Martín dejó a los
valientes caudillos altoperuanos a merced de la represión y
venganza realista, los que no tuvieron mayor inconveniente en
apaciguar la región a sangre y fuego, imponiendo terror y
demostrando una crueldad pocas veces vista en la historia de
la humanidad.
Las fuerzas godas estaban ahora a las órdenes del muy apto
general De la Serna, quien había llegado desde la península a
la cabeza de importantes refuerzos, y tanto él como Pezuela,
promovido ahora a virrey, otro militar de valía, coincidían
con San Martín en que la vía del Pacífico era la mejor para
rendir Lima. Por lo tanto les era imprescindible distraer
fuerzas patriotas de este objetivo, amenazando con la
invasión de las provincias del Río de La Plata a través de su
frontera norte. Para ello era necesario garantizar su
retaguardia terminando de destrozar a las guerrillas
altoperuanas que hasta entonces le habían impedido concentrar
las tropas necesarias para franquear el impenetrable tapón que
imponía la acción de Güemes y sus gauchos en la frontera de
Salta y Jujuy.
Aniquiladas las guerrillas del norte y del oeste, doña Juana
se dirigió hacia el sur, donde resistían los caudillos
tarijeños, en estrecha relación con Güemes. Entró así en los
dominios del valiente y noble Francisco Uriondo, quien le
brindó una recepción con todos los honores que su admiración
por la teniente coronela le merecían. Seguramente doña Juana
se dirigió también hacia el sur, anoticiada de que su amigo el
general Manuel Belgrano había vuelto a hacerse cargo del
ejército del norte tras el fracaso de Rondeau.
Fue
Belgrano quien, ante la tremenda presión que los godos estaban
ejerciendo sobre los caudillos altoperuanos, dio
instrucciones al coronel Aráoz de Lamadrid de que
incursionara en la zona para ejecutar una maniobra de
diversión que distrajera algunas fuerzas al servicio del rey,
y así impedir o aminorar la masacre.
Nada más podía hacer Belgrano, al frente de un ejército en
estado deplorable, como informa al gobierno de Buenos Aires:
"Los capellanes, que debían dar el ejemplo acerca del orden y
conducta cristiana del ejército tienen procedimientos que
llenan de rubor, haciendo algunos de ellos vida escandalosa
con mujeres, juegos y otros vicios. Los oficiales debían
llenarse de vergüenza por quebrantar sus arrestos y fingirse
enfermos para concurrir de noche con descaro a los bailes,
haciendo ostentación de su deshonor, mientras sus
conversaciones se reducen a murmurar de su general, de sus
jefes y compañeros. "
Y, como si esto fuera poco, la miseria:
"Yo mismo estoy pidiendo prestado para comer. La tropa que
tiene el Gobernador Güemes está desnuda, hambrienta y sin paga
como nos hallamos todos, y no es una de las menores razones que; lo inducen a
hacer la guerra de recursos al enemigo. Yo mismo babría hecho
otro tanto, pero estoy muy lejos, y temo se me quedaría en la
marcha la mitad de la fuerza de lo que se llama ejército".
A Aráoz de Lamadrid se suman Uriondo, Méndez y Avilés, y con
su ayuda libra la batalla de La Tablada, en la que consigue
una buena victoria. Ningún parte da cuenta de la intervención
de Juana Azurduy, por lo que se supone que, quizás muy
deprimida, Uriondo decidió mantenerla bien custodiada para
facilitar su recuperación.
El efecto de su victoria no fue bien aprovechado por Aráoz de
Lamadrid, quien, desobedeciendo las precisas instrucciones de
Belgrano, se aventuró más allá de lo que la prudencia dictaba,
sufriendo algunas derrotas parciales que luego desembocaron en
el gran desastre de Sopachuy, batalla en la que seguramente
por
indicaciones de doña Juana había contado con las partidas de
Ravelo, Fernández y Asebey.
Fue ésta la última esperanza de las diezmadas guerrillas
altoperuanas de que un ejército argentino pudiera dar vuelta
la situación, y la imprudencia y la impericia de Aráoz de
Lamadrid hizo recrudecer otra vez no sólo la represión
realista sino también el caos y la anarquía, y por sobre todas
las cosas la defeccíón en las filas patriotas. Sus jefes no
eran ya solamente muertos, sino que algunos de ellos optaron
por pasarse con armas y bagajes al enemigo.
El caso de Eustaquio Méndez, "El Moto", uno de los mayores
guerrilleros, es relatado por García Camba y silenciado por la
historia oficial:
“A principio de noviembre (1818( se presentó espontáneamente
al general en jefe el caudillo Eustaquio Méndez, quien con el
caudillo Uriondo conmovía la provincia de Tarija; se presentó
con su numerosa partida y armas fiado en la generosidad del
general español. Este envió tranquilos a sus hogares y
labranzas a los hombres de guerra del célebre Méndez, conocido
por ‘el Moto’porque era manco, le declaró teniente coronel a
nombre de S.M. y señaló a sus dos sobrinos una moderada
pensión, mereciendo estas gracias la aprobación del país, las
cuales era de esperar sirviesen de útil estímulo al
arrepentimiento”. |