JUANA AZURDUY
Capítulo XXV
La lucha no daba tregua y, sobreponiéndose al inmenso dolor
que la embargaba, ya que la muerte de Manuel Ascencio le fue
confirmada por algunos que habían visto su cabeza exhibida
como macabro trofeo de guerra, se puso a la tarea de designar
al nuevo jefe que continuaría la guerra. La voz se expandió
por toda la región, convocando a los caudillos de partidarios
a un consejo. Juana Azurduy fue su presidenta, vistiendo de
negro, con el rostro endurecido por su voluntad de no ser
traicionada por lágrimas, los puños crispados sobre la mesa.
Fue muy difícil ponerse de acuerdo en
quién podía sustituir a una figura tan imponente como la de
Manuel Ascencio. Circularon los nombres de Jacinto Cueto; de
Fernández, de Severo Bedoya, pero cada vez que el fiel de la
balanza parecía caer sobre alguno ellos se excusaban, por
cuanto la convicción general era que la misma doña Juana debía
tomar la sucesión de su difunto esposo. Pero ésta estaba
convencida, y seguramente tenía razón por la idiosincrasia de
las gentes de la región, que el nuevo jefe también debería ser
un hombre con el cual ella colaboraría, según prometió,
como lo había hecho con Manuel Ascencio.
La elección
se tornó tan difícil y trabada que finalmente
todos pidieron a la teniente coronela que fuese
ella quien designara al nuevo comandante. Quizá todavía
impresionada por su magnífico desempeño en la batalla de La
Laguna, Juana se inclinó por Jacinto Cueto, y como segundo fue
nombrado don Esteban Fernández. El consejo se cerró con la
instrucción al nuevo jefe de que informase al general Manuel
Belgrano sobre lo decidido, quien así lo hizo:
"En el mismo día (14 de setiembre) salí de mi casa con
dirección para Pomabamba, recogiendo la gente dispersa y
busqué mi reunión, en la raya de la frontera, punto de Segura,
donde me encontré con la mujer del finado, el sargento mayor
don Pedro Bedoya y demás oficiales que entendían en la misma
diligencia de reunir sus compañías. Aquí se trató de nombrar
un comandante de la división para dar principio a la
reorganización de nuestras fuerzas, y después de haber cedido
voluntaria y públicamente sus acciones y derechos el expresado
sargento mayor por igual consentimiento de los oficiales, en
que también tuvo voto la mujer del coronel, recayó en mí dicho
cargo como comandante de caballería y otras atenciones que
merecí a dicha acordada junta. Como se supiese que Tacón
había llegado a La Laguna con setecientos hombres, después de
haber dejado guarnición en Tarabuco y que la división de
Aguilera volvió al Vallegrande con disposición de marchar a
Santa Cruz, me interné a este pueblo de Sauces para dar mis
providencias en los puntos necesarios, y entender en la
composición de armas, todo a mi costa y sin apensionar a
persona alguna, como también para combinar con el coronel don
Ignacio Warnes, a quien ocurrí por el auxilio de municiones y
un cañón, según
lo acredita el oficio que
en copia acompaño a U.S. y salgo de aquí el día de
mañana para Pomabamba a verificar mi reunión en Molleni donde
tengo citados a todos los comandantes de partida que quedaron
atrás y se retiraron a parajes seguros, a excepción del
insubordinado don Apolinar Zárate, que se mantuvo en Tarabuco
después de ser llamado y allí fue sorprendido con pérdida de
veinticinco hombres y otros tantos fusiles; practicada
nuestra reunión general pasaré a V. E. la votación de mi
nombramiento, firmado por los oficiales junto con el estado de
la fuerza y armamento, que según cálculo será de trescientos
fusiles; y luego que reciba el auxilio pedido a Santa Cruz,
me dispondré a operar prudentemente según exija la necesidad.
"
Los tiempos posteriores a la muerte del gran caudillo
patriota fueron oscuros para la causa rebelde. Por un lado los
realistas festejaron el hecho con justificada satisfacción. Lo
expresa el general español García Camba en sus memorias
escritas mucho tiempo después: "La destrucción de Padilla era
de la mayor importancia para la pacificación de los partidos o
subdelegaciones de la provincia de Charcas y aun para la
inmediata de Santa Cruz de la Sierra. No hay voces con que
expresar dignamente la actividad y decisión del coronel
Aguilera". Donde dice "pacificación" debe leerse "exterminio".
Fue así como el coronel Aguilera, sin perder tiempo, el camino
expedito hacia Santa Cruz, partió de inmediato con el objetivo
de terminar con el otro gran caudillo de la zona, el argentino
Ignacio Warnes.
Las cosas no fueron mejor en el interior del campo rebelde,
ya que la autoridad de Cueto y de Fernández fue rápidamente
puesta en cuestión, en primera instancia como pudo leerse en
su comunicación a Belgrano por Apolinar Zárate, quien quizás
consideró que por su proximidad le hubiese correspondido ser
el sucesor de Padilla. Muy rápidamente, también el subjefe
Fernández y Ravelo se insubordinaron y decidieron formar una
división propia.
El principal motivo de esta anarquía no era solamente la
inevitable confusión generada por la ausencia de un líder
indiscutible y la imposibilidad de su sustitución inmediata,
sino también una disputa crematística por los caudales que la
guerrilla de los Padilla había ido acumulando a lo largo de
sus correrías. Caja que continuaba bajo custodia de doña Juana
pero que despertaba la ambición de no pocos de los jefes de
partidarios, no sólo por codicia personal, sino porque
también un suculento tesoro como ése garantizaba la compra de
armas y cañones necesarios para el buen suceso de sus tareas
bélicas.
La fama del general don Martín Güemes se había extendido por
todo el Alto Perú. Muchas veces Manuel Ascencio y Juana habían
comentado las hazañas de este hombre de noble origen salteño,
quien al mando de sus gauchos aplicaba en Salta y Jujuy
tácticas de guerra muy similares a las de los jefes de
partidarios altoperuanos.
Por todo ello, impotente para dominar el caos desatado en las
filas patriotas, la teniente coronela encomendó a fray José
Indalecio de Salazar escribir al caudillo solicitándole
enviase "en lugar del finado un jefe de integridad, amor, celo
y honradez, procedimiento para prever el cáncer perniciero
(sic) que pueda probablemente cundir e infectar toda
la masa de esta porción
brillante, que si en la actualidad es virtuosa pero puede
después corromperse e inutilizarse para la vigorosa defensa
que necesitan practicar estas provincias".
Güemes respondió enviando al teniente coronel
don José Antonio Asebey, pero nunca llegó a destino debido a
que su designación provocó controversias y algunos de los más
importantes jefes se negaron a aceptar su autoridad.
Lo cierto es que doña Juana no se encuentra en las mejores
condiciones para controlar el divisionismo desatado en sus
filas, ya que ha caído en el abatimiento y su mente está
ocupada por una única obsesión: rescatar la cabeza de su amado
Manuel Ascencio, la que, a pesar de las semanas transcurridas,
sigue aún clavada en la plaza principal del pueblo de La
Laguna insultando a quienes tanto lo veneraron.
La teniente coronela llama a su presencia a Caipé, un joven
flechero tacafucus que le ha demostrado gran lealtad aun en
los momentos difíciles que está viviendo, alguien que le
recuerda a Hualparrimachi, y le encomienda recorrer la zona
reclutando indios y criollos para formar un nuevo ejército a
sus órdenes.
Al cabo de unos días Caipé se presenta ante su jefa con poco
más de 100 hombres, entre flecheros y algunos ex fusileros de
Padilla decididos a vengar su memoria ultrajada. Tampoco falta
una decena de sus diezmadas amazonas. Sabedora de que la
partida es aún insuficiente, doña Juana solicita a Esteban
Fernández y a Agustín Ravelo que le presten sus servicios.
Esta de todas maneras exigua tropa se vio significativamente
aumentada en el trayecto hasta La Laguna por bandadas de
indios ávidos de venganza, que a la vista del pueblo, y sin
esperar orden alguna, se abalanzaron como un huracán sobre
los realistas que comandaba el coronel Francisco Baruri,
perforando sus líneas de defensa.
Se desató
entonces una de las carnicerías más espantosas de nuestra
lucha por la independencia, ya que, a la vista de la podrida
calavera del gran caudillo, quienes fueran sus súbditos
sintieron hervir su sangre y masacraron a todo realista que
encontraron a su
paso, y también a quienes hubiesen colaborado con
ellos, dejando las polvorientas calles teñidas de sangre.
Nada de esto advertiría Juana Azorduy, sus sentidos aplicados
a descender esa cabeza de órbitas habitadas por gusanos y de
carne apergaminada y devorada por los cuervos. En una
dolorosísima procesión la llevaron hasta la iglesia y allí la
depositaron sobre el altar, oficiándose a continuación un
último responso con los elevados honores correspondientes a su
rango de jefe de la guerra de recursos altoperuana y de
coronel del Ejército Argentino.
Estos emocionantes funerales parecerían
haber marcado un punto de inflexión en la vida de doña Juana,
la que de allí en más fue despeñándose en una curva
descendente hasta aquella tremenda carta, escrita ocho años
más tarde, cuando vagaba pobre y deprimida por las selvas del
Chaco argentino:
“A las muy honorables juntas Provinciales: Doña Juana Azurduy,
coronada con el grado de Teniente Coronel por el Supremo Poder
Ejecutivo Nacional, emigrada de las provincias de Cbarcas, me
presento y digo: Que para concitar la compasión de V. H. y llamar vuestra atención
sobre mi deplorable y lastimera suerte, juzgo inútil recorrer
mi historia en el curso de la Revolución. Aunque animada de
noble orgullo tampoco recordaré haber empuñado la espada en
defensa de tan justa causa. La satisfacción de haber triunfado
de los enemigos más de una vez deshecho sus victoriosas y
poderosas huestes, ha saciado mi ambición y compensado con
usura mis fatigas; pero no puedo omitir el suplicar a V.H. se
fije en que el origen de mis males y de la miseria en que
fluctúo es mi ciega adhesión al sistema patrio ( .. ) Después
del fatal contraste en que
perdí a mi marido y quedé
sin los elementos necesarios para proseguir la guerra,
renuncié a los indultos y a las generosas invitaciones con que
se empeñó en atraerme el enemigo.
"Abandoné mi domicilio y me expuse a buscar
mi sepulcro en país
desconocido, sólo por no ser testigo de la humillación de mi
patria,
ya que Mis esfuerzos no podían acudir a salvarla. En este
estado he pasado más de ocho años, y los más de los días sin
más alimento que la esperanza de restituirme a mi país (...
). Desnuda de todo arbitrio, sin relaciones ni influjo, en
esta ciudadno
hallo medio de proporcionarme los útiles y viáticos precisos
para restituirme a mi casa (...) Si V.H. no se conduele de la
viuda de un ciudadano que murió en servicio de la causa mejor,
y
de una pobre mujer, que, a
pesar de su insuficiencia, trabajó con suceso en ella...”
|