JUANA AZURDUY
Capítulo XXI
A la
Laguna llegaron las funestas noticias de la derrota de Rondeau
en Venta y Media, el 21 de octubre de 1,815,
y las posteriores depredaciones de los soldados en fuga,
acuciados por una geografía avara en recursos naturales y por
un clima de temperaturas extremas, y desamparados por un
comandante que no sabía combatir organizadamente y tampoco
era capaz de llevar a cabo una retirada con orden:
"La primera parada, después que salímos de Chayanta -relata
Paz-, fue en un lugarejo miserable donde apenas había dos o
tres ranchos que estaban, cuando llegué, atestados de gentes y
cuando pedí víveres
y
forrajes para mis cabalgaduras, me contestó el indio
encargado de suministrarlos que no los había, porque todo lo
habían tomado los soldados que traía la coronela tal, la
teniente coroneles cual, etc. Efectivamente vi a una de estas
prostitutas, que, además de traer un tren que podía convenir a
una marquesa era servida y escoltada por todos los gastadores
de un regimiento de dos batallones, y las demás, poco más o
menos, gozaban de los mismos privilegios. Esto sucedía
mientras los heridos y enfermos
caminaban, los más a pie, en un abandono difícil de explicar y
de comprender".
Estas circunstancias debilitaron el ánimo de Padilla, quien
llevó a cabo entonces lo que quizá sea su acción más
controvertida, lo que, paradojalmente, lo humaniza y da aún
más mérito a su indómito heroísmo, que no se alojaba en el
alma de un superhombre sino en la de alguien que también
estaba expuesto, aparentemente, a tentaciones.
Lo que sucedió fue que los realistas,
conocedores de la postergación que estaban sufriendo los
esposos Padilla por parte de Rondeau, e intuyendo sabiamente
su bajo ánimo, consideraron que era un buen momento para
insistir en el soborno.
Con ese fin enviaron una destacada comisión a cuyo mando iba
el capitán don Pedro Blanco conduciendo
a 100 hombres de infantería
y 25 jinetes, todos ellos desarmados como evidencia de que
iban en son de paz y respeto.
Uno de sus oficiales, el capitán Hernando de Castro, se
adelantó a la tropa para anunciarle al caudillo chuquisaqueño
que el capitán Blanco deseaba entrevistarlo para arribar a
alguna fórmula de conciliación. Como prueba de confianza
Castro se ofreció como rehén, para asegurar a los esposos que
no se trataba de una celada, y quedó desarmado bajo la
custodia de doña Juana.
El relato de la escritora Anzoátegui de Campero, quien sostuvo
largas conversaciones con doña Juana cuando ésta aún vivía,
revela que ésta se opuso vivamente desde un principio a dicha
entrevista, rogándole de todas las formas posibles a su
esposo que no concurriese. Manuel Ascencio insistía en que la
entrevista sería secreta y que nadie se enteraría, y que su
motivo para concurrir a ella era desentrañar cuáles eran las
verdaderas intenciones de los godos. Doña
Juana lo acusó de ingenuidad y le advirtió que si su actitud
trascendía, como era muy posible que sucediese dado el estado
de gran alerta de toda la gente de la región, los guerrilleros
mal interpretarían sus motivaciones.
Según la escritora citada, la discusión habría llegado a un
nivel de alto voltaje, inclusive de violencia, ya que doña
Juana temía que el espíritu de su esposo se hubiese por fin
dañado con tantas privaciones y tantas decepciones.
Habría entonces dicho:
-Escucha, Manuel Ascencio. Conozco la elevación de tus
sentimientos y también la firmeza de tu carácter y de tus
convicciones... pero sé también la astucia, la habilidad que
distingue a los servidores del rey. Si su contacto empañara tu
honradez... si te desviases de la senda del deber, ¡te juro
que seré yo quien castigue tu infidencia a la causa de la
patria!
Nuca se sabrá si la actitud del jefe guerrillero fue un
quiebre en su moral o si, como siempre argumentase doña Juana
en su defensa, sólo trataba de demorar a los godos para dar
tiempo a que llegasen las partidas de los guerrilleros Cueto
y Ravelo, con cuyo concurso se sentina ya en condiciones de
darles batalla. Pero lo cierto es que las prevenciones de su
esposa se confirmaron, ya que, cumpliendo con un plan
preestablecido, los hábiles Blanco y Castro esparcieron el
rumor de que Manuel Ascencio Padilla se encontraba en Alcalá,
considerándose perdido ya para la causa patriota y ofendido
con los jefes del nuevo ejército auxiliar, negociando su
rendición y la entrega de todas las fuerzas guerrilleras de la
región.
Sabido es que en el espíritu humano una honda decepción puede
hacer que un gran amor se transforme en un gran odio. Fue eso
lo que sucedió en cientos de guerrilleros que tanto habían
confiado en su gran jefe.
Difundida la noticia de su secreta reunión con los godos, en
Alcalá y creída la intención de traicionarlos por parte de
Padilla, se levantó un oleaje de hombres y mujeres enfurecidos
que deseaban hacer justicia por sus propias manos y acabar con
quien tanto los había defraudado.
Padilla, desprevenido, regresaba al encuentro de Juana, cuando
fue rodeado por la turba rabiosa que exigía su cabeza.
Dentro de la casa donde a duras penas había logrado
refugiarse, en precaria situación, encerrado con llave, su
esposa le exigió juramento de que todo lo que se decía de él
era mentira. Así lo hizo Manuel Ascencio y eso fue suficiente
para que la jefa guerrillera saliese a enfrentar a quienes
querían lincharlo.
-¡Esperen! -gritó, haciéndose escuchar-. Si tienen ustedes
razón yo seré la primera en atravesar el cuerpo de mi esposo
si es cierto que ha querido traicionarnos. Pero antes será
necesario someterlo a juicio.
Juana Azurduy quería ganar tiempo, hacer que el fuego homicida
de esas personas se aplacase, en la esperanza de que si
lograba distraerlos algunas horas la vida de Manuel Ascencio
tendría alguna chance.
Varios de los guerrilleros, advertidos de la maniobra,
protestaron y exigieron justicia inmediata y sin tanto
trámite.
Ella volvió a imponer su voz y su presencia poderosas:
Yo soy aquí el jefe, no lo olviden -y luego agregó-: Para
que tengan confianza en mis palabras serán ustedes los encargados de
custodiar a mi esposo y deberán ustedes garantizarme que él
llegará con vida al juicio que se celebrará lo más pronto
posible.
Dicho esto, hizo un gesto hacia su esposo, quien pálido y
mudo caminó hasta donde estaban sus otrora subordinados.
Además, sería imposible cobrarnos la vida de ninguno de
nosotros, pues no está el "Tata" para darle los últimos
sacramentos.
Y nadie puede asumir la
responsabilidad de enviar a uno de los nuestros al infierno.
Él cura Polanco, a quien apodaban el "Tata", uno de los
lugartenientes más confiables de Padilla, había quedado como
rehén del capitán Blanco.
El ardid de doña Juana tuvo éxito, ya que las horas pasaron
echando aceite en la rabia de quienes se sentían traicionados
por quien tanto habían admirado.
Y Padilla no tardó en rehabilitarse ante sus soldados con el coraje que
demostró en la batalla librada pocos días después contra los
hombres del capitán Blanco, quienes fueron arrollados por
los patriotas a cuya cabeza, más valiente que nunca, iba
Manuel Ascencio.
Una anécdota, relatada por el dueño de la casa escenario de
los hechos ocurridos, don José Barrero, sugiere que entre doña
Juana y el rehén español, el capitán Hernando de Castro, se
habría desarrollado una fogosa relación de amor que tuvo como
corolario que el oficial realista perdiera la vida durante la
referida batalla enfrentando a sus propios compañeros de
armas en defensa de doña Juana. Dícese que recibió en
su cabeza un sablazo que
iba dirigido a la jefa guerrillera y que luego murió
desangrado en los brazos del mismo Barrero, auxiliado por doña
Juana.
De ser esto cierto, veríamos que cada uno de los esposos se
permitió casi simultáneamente un desliz en la coraza de sus
convicciones, quizá para recobrarlas luego aún más vigorosas. |