JUANA AZURDUY
Capítulo XIV
Un espía informa a los rebeldes que el brigadier Pezuela,
furioso y quizás también asustado por la derrota de Tarvita,
ha ordenado la concentración de escuadrones a su mando para
acabar de una vez con los Padilla. Instruye al coronel don
Sebastián Benavente, que se encontraba en Cinti, para que una
sus fuerzas con las del comandante don Manuel de Ponferrada,
quien se hallaba en las proximidades de La Laguna.
La amenaza es temible, pues son más de trescientos soldados de
infantería, pero, sobre todo, la concentración implica más de
doscientos de caballería, número imponentemente superior a
las
fuerzas de la guerrilla.
Luego de largas y tiernas deliberaciones, los esposos Padilla
deciden que sus demacrados hijos no están en condiciones de
continuar huyendo en las deletéreas condiciones que esa
geografía tan exigente impone, y por
lo tanto deciden dividirse,
quedando ella escondida con sus hijos en el valle de Segura,
acompañada de unas pocos guerrilleros, mientras él se dirige
hacia los dominios del caudillo Vicente Umaña, para
convencerlo de unir fuerzas. Juan Hualparrimachi irá con
Ascencio en el convencimiento de que habría combate y de que
el refugio era seguro.
Pocos días después, como si vientos trágicos hubieran
comenzado a soplar, Juana se entera de que Manuel ha sido
derrotado en las cercanías de Pomabamba por
las fuerzas
realistas, y que éstas luego han entrado en la ciudad,
castigándola por haber sido solidaria con las fuerzas
patriotas, saqueándola, incendiándola y cometiendo todo tipo
de tropelías contra sus habitantes. Juana teme por la suerte
de Manuel, pero confía en que la sagacidad de éste le habrá
permitido una vez más eludir la muerte.
De todas maneras, ya resulta claro que su refugio se ha vuelto
muy poco seguro -no faltaría el inevitable delator-, y
sospecha que los realistas se preparan para darle caza. No le
queda entonces otra alternativa que internarse en los pantanos
del valle de Segura, de agua verdosa e infestados de insectos
y de alimañas. Es tan inhóspito el lugar que la mayoría de los
guerrilleros comprometidos ante Manuel Ascencio de custodiar
a su familia desertan y buscan zonas más saneadas.
Es
posible que doña Juana haya sentido en ese momento,
crudamente, el flanco que al destino ofrecía su condición
femenina, atada al instinto de protección de esos niños que no
podían valerse por sí mismos, desamparada de la protección de
un macho vigoroso como su marido, y a merced de enemigos
contra los que no sabia combatir: los mosquitos y las fiebres
palúdicas, amenaza mortal de la que era tan difícil liberarse
en esos pantanos.
Acompañada sólo por dos o tres de sus más leales, lamentando
el inmenso error de haber prescindido del irremplazable
Hualparrimachi, arrastrando a sus hijos ya casi exánimes, sale
del ominoso refugio de la selva, arriesgándose a la delación y
al ataque con tal de que los niños puedan encontrar sosiego,
abrigo y alimento en algún rancho vecino.
El peor de sus temores se confirma, ya que
Manuelito, el mayor, a pesar de ser el más robusto y el más
estoico, cae preso de las violentas fiebres de la malaria y va
desmejorando hora tras hora ante la angustia de su madre.
¿Que ha sido mientras tanto de Manuel Ascencio? Llamado con
insistencia por Umaña, pasó al pueblo de Sauces llevando
consigo cincuenta fusiles, un cañón y algunas cornetas y otros
pertrechos militares arrebatados al enemigo a lo largo de
tantas escaramuzas.
Era don Vicente Umaña un guerrillero semisalvaje, feroz,
astuto y desconfiado, con fama de que cuando acometía al
enemigo lo hacia con la seguridad de ser superior sin nunca
aventurar sus golpes; por esto es que, dicen los
historiadores, sus operaciones en la guerra de los montoneros
fueron muy esporádicas, no tienen el lucimiento ni el brillo
de otras y son tan poco conocidas.
La influencia de este caudillo en la zona de Azero era grande,
muchos montoneros le obedecían y además contaba con el
poderoso refuerzo de los indios chiriguanos, diestros
flecheros y muy numerosos en todas esas regiones.
Poco después de llegado Padilla a Sauces fue errónea o
ladinamente informado de que los enemigos habían avanzado
sobre Segura, sorprendiendo y aprisionando a doña Juana y a
sus hijos.
El furor de Padilla no tuvo límites, y en ese momento quiso
volar en socorro de su familia. Umaña y Cárdenas consultaron
ante un Consejo de jefes la conveniencia de abrir un nuevo
frente, y la mayoría opinó por la inmediata retirada al
interior de la provincia.
Fueron vanas las amenazas, ruegos y ofertas de Padilla y
Hualparrimachi: ninguno quiso acompañarlos, y cuando
resolvieron partir con sus escasas fuerzas en busca del
enemigo, Umaña ni siquiera quiso devolverles las armas y
pertrechos que tan confiadamente habían depositado bajo su
custodia.
Las protestes de Padilla fueron inútiles, los increpó
llamándolos traidores y cobardes, pero sólo pudo lograr que le
devolvieran una carabina de uso particular que él tenía en
gran estima por ser recuerdo de su padre. Se le negaron hasta
seis fusiles que pidió prestados y tuvo que reemprender la
marcha con su gente desarmada.
Desde Uli-Uli mandó emisarios a Cumbay, dándole cuenta de lo
ocurrido y pidiéndole una vez más auxilio de gente y armas;
sin tiempo que perder, presa de oscuros presagios, partió a
marcha forzada en busca de doña Juana y sus niños.
En su vejez, en esa vida que se le estiró
más allá de lo que ella misma hubiese deseado, doña Juana
recordaba con impresionante nitidez el momento en que se dio
cuenta de que no sólo Manuelito sino también Mariano estaba
gravemente enfermo. Se le aparecían como una pesadilla
recurrente y atormentadora, y aquellos ojos de su primogénito
se le iban agrandando, suplicantes, tiernos y despedidores,
hasta transformarse en diabólicos y acusadores. Porque si
Manuel, aquel que a pesar de sus pocos siete años ya
despuntaba como un varón vigoroso y arrogante como el padre,
era quien primero iba a sucumbir bajo el fuego devastador de
las fiebres palúdicas, fue más que evidente para la jefa
guerrillera que igual destino les aguardaba a sus otros hijos.
-Anda, llevátelas lejos, al rancho de cualquier indio amigo
que pueda cuidarlas hasta que sus hermanitos se curen
-instruyó a Dionisio Quispe, el único acompañante que le
quedaba, fugados aquellos ante quienes ya no era la jefa
imbatible sino una madre angustiada, indecisa, que imploraba
por la presencia de su esposo Manuel Ascencio.
La batalla de Manuelito contra su
enfermedad fue tremenda, corajuda. Cuando su madre lo
desvistió para ponerle paños fríos y acariciar su piel
descubrió horrorizada cuán enflaquecido estaba, cuánto había
sufrido el niño sin quejarse en esa vida de privaciones a que
la lucha guerrillera los sometía.
Muchos años más tarde, en Chuquisaca, en
su vivienda miserable, bajo el techo pajizo del que de tanto
en tanto se descolgaba alguna vinchuca que nunca la picaba,
como si la respetase, la anciana recordaría, no podría dejar
de recordar, cómo Manuelito la consolaba:
-No llore, mamita, que ya me voy a curar.
La mujer, inmensamente sola, abrazó ese cuerpito amado que
despiadadas oleadas de calor hacían temblar de pies a cabeza
empapándolo en fría transpiración ese cuerpito que fundía
desesperadamente con el suyo intentando poner dique a esa vida
que se escapaba segundo a segundo.
-¿Y tatita, cuándo vendrá tatita, que quiero despedirme de
él?
Por fin, murió Manuelito, sin cerrar los ojos hasta el último
instante, con su mirada, clara a pesar de la enfermedad, fija
en los ojos de doña Juana.
El aullido de esa madre debe de haber sido descomunal. Se
mentaba que más pareció el alarido de un animal salvaje,
herido, rabioso.
Pero no hubo mucho tiempo para lamentos,
porque era ahora el turno de Mariano, quien mostraba también
a las claras que su situación iba tornándose desesperante.
Aquel niño reflexivo y de perspicacia asombrosa para sus
cortos años, físicamente de impresionante parecido a la
madre, agonizaba.
-Sí Manuel será un gran jefe, Mariano será un gran doctor
-opinaba con orgullo Manuel Ascencio, tomados de la mano con
doña Juana, cuando bañados por el sol generoso del altiplano
hacían planes para cuando esa guerra horrible terminase.
Pero esa guerra no había terminado sino
que se había llevado ya a sus dos amantísimos hijos, y doña
Juana ni siquiera sabía dónde estaba su marido, temiéndolo
prisionero o muerto en algún encuentro con el enemigo.
Cava dos fosas
precarias para sus hijos muertos, sin tiempo para el lamento
pues un mal presagio la acucia: el indio que debía llevar a
Mercedes y Juliana al refugio más seguro no ha regresado.
Doña Juana ata velozmente dos ramitas y fabrica así una
insignificante cruz para esa montículo de tierra yerma que
alberga a esos seres tan amados que la perseguirán con su
recuerdo hasta el último de sus días, hasta el último de sus
minutos.
Parte de inmediato, sola, en la dirección que presume que han
tomado sus hijas, y vaga por la comarca tropezándose con los
arbustos, arañándose con los espinos, empolvándose en cada una
de las caídas hasta divisar un rancho en cuya puerta hay un
tablacasaca de guardia.
Fue en ese momento cuando se produjo algo así como un milagro.
O por lo menos algo bueno entre tanto despiadado infortunio:
un ruido a sus espaldas la hizo girar sobre sí misma,
dispuesta a vender cara su vida, mucho menos
por ella que por esas
dos hijas que precisaban su ayuda. Eran Manuel Ascencio y Juan
Hualparrimachi, quienes al verla, desgreñada, sangrante, con
la angustia pintada en su rostro, comprendieron que algo
terrible había sucedido y que algo terrible seguía sucediendo.
Cuando Juana contó lo de la muerte de Manuel y Mariano, su
esposo tuvo un acceso de furor, increpándola con violencia,
reprochándole que no había sido capaz de cuidar a sus hijos
evitándoles la muerte.
Esa escena se reproduciría incesantemente, en recuerdos y en
sueños de doña Juana, grabada a fuego en su sentimiento de
culpa, ya que, estaba segura de ello, si bien una madre es la
indiscutible artífice de
la llegada al mundo de todo niño, siempre es también en algo
culpable de que algo muera.
Casi despedazada de dolor, Juana
comprendía la furia de Manuel Ascencio, quien tantas
esperanzas depositara en un futuro luminoso para sus hijos,
siendo ése uno de los principales motivos de su lucha
heroica. Hasta, de no haber sido porque Hualparrimachi se
interpuso, la hubiese golpeado.
Por fin ese hombre hercúleo, noble, generoso, se echó a llorar
como un infante, su cuerpo sacudido por quejidos y lamentos
apagados para que los tablacasacas
que vigilaban ese
rancho vecino, donde seguramente sus hijas estarían
prisioneras, no lo escucharan.
Fueron varias las veces en que luego Manuel Ascencio se
disculpó ante Juana por su injustificado arranque. Aún muchos
meses después lo seguía haciendo. Su esposa nada debía
perdonarle, pues aún mayores eran sus propios reproches,
buscando en vano satisfactorias justificaciones para el
sacrificio que la lucha atroz había destinado a niños
inocentes que no habían elegido esa vida, sino que les había
sido impuesta por la decisión de sus padres. Doña Juana no
podía evitar imaginar a los hijos de las damas chuquisaqueñas
como ella, entibiados por el fuego crepitando en sus hogares,
llevando la misma vida prolija y segura que su condición
social y económica les hubiese permitido a Mariano y a
Manuel, cumpliendo con un destino acomodado a pesar del
alboroto en la región; a veces, muy de vez en cuando, el
enfrentamiento, entre realistas y patriotas podía alterar sus
vidas, quizás con algún cañonazo lejano o con algún relato de
desgracias próximas.
-Hijitos e hijitas míos, su muerte ha de tener algún sentido
-se escuchó decir doña Juana y seguiría diciéndose,
preguntándose y muchas veces insultándose, casi todos los
restantes días de su vida.
Por fin, Manuel Ascencio se echó en los brazos de su esposa y,
abrazándola con fuerza y con amor, la besó interminablemente
secándole las
lágrimas y fundiendo sus dolores para transformarlos en
fuerza, ya que tenían ahora
una misión inmediata que cumplir: liberar a las dos
hijas que les
quedaban.
Hualparrimachi, Manuel
Ascencio y Juana se abalanzaron como una tromba sobre
el rancho, casi inermes, a puño
limpio, descargando garrotazos a diestra y siniestra, hiriendo y
matando, sin importarles que se tratase indudablemente de una
celada y que las niñas estarían allí como cebo de una partida
de realistas que esperaban justamente eso, que sus padres
intentaran rescatarlas para que así se cumpliese el plan
urdido desde que Dionisio Quíspe prefiriese traicionar a los
esposos Padilla, también él convencido de que ya no había
futuro en permanecer a su lado, y de que para salvar el
pellejo era necesario pasarse a los realistas.
Mercedes y Juliana yacían con sus muñecas y sus tobillos
atados con ligaduras a los barrotes de una cama, y desde allí,
a través de sus lágrimas, presenciaron cómo un tendal
de muertos con el
vientre abierto o con la cabeza desflorada quedó desparramado
dentro y fuera de la mísera vivienda, mientras los heridos se
revolcaban de dolor dejando regueros de sangre en su
desesperada lucha por
evitar la muerte, reptando entre otros ya exánimes que apenas
si podían ya respirar.
Los Padilla y Hualparrimachi se alejaron con las niñas en los
brazos en busca de refugio, y entonces percibieron sus
cuerpitos hirvientes y temblorosos, no por temor, ya que las
niñas, tomando ejemplo de su madre, no eran menos bravías que
los varones, sino por el
paludismo, que también se había ensañado en ellas.
Y fue así como Juliana, que siempre ayudaba a su madre en los
quehaceres hogareños, equilibrada y justa, y Mercedes, quien
había sido dotada de una alegría contagiosa que hacía reír a
todos con sus monerías y con sus ingeniosidades, también
terminaron muriendo a pesar de que esta vez eran tres los que
intentaron ayudarlas en sus esfuerzos por sobrevivir.
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