JUANA AZURDUY
Capitulo XIII
Doña Juana transcurrió un raro tiempo sin combates,
alternando su honda relación con Padilla y su maternal
dedicación a sus hijos con la organización de un escuadrón al
cual dio el pomposo y excesivo nombre de "Húsares", porque
los nativos eran muy sensibles a los nombres extranjeros. Se
encargó también de dotarlos de un uniforme precariamente
concebido pero suficientemente marcial, para ser lucido con
orgullo y altivez.
Este
regimiento tuvo su bautismo de sangre el 4 de marzo de 1814 en
la batalla de Tarvita. Enterado el matrimonio guerrillero de
que avanzaba un nutrido regimiento realista al mando del
comandante Benito López, se emboscaron en un desfiladero con
el fin de sorprenderlo y destrozarlo, y en el momento oportuno
atacaron con sus fuerzas considerablemente inferiores.
Los tablacasacas eran un escuadrón bien pertrechado
y disciplinado, y pudieron
resistir el embate que Manuel Ascencio condujo a su cabeza,
reagrupándose para salir en persecución de los guerrilleros.
Pero fue en ese momento cuando los "Húsares"
comandados por doña Juana entraron en acción y se precipitaron
contra el flanco izquierdo de los godos, mientras que Zárate
hacía lo mismo, en una maniobra bien combinada, contra el
derecho.
Después de dos horas y media de cruento combate, la acción se
definió en favor de los patriotas. López, el comandante
español, huyó y buscó refugio en el pueblo de Tarvita.
Habían escogido para atrincherarse la casa del cura, que era
espaciosa y de paredes anchas. En los lugares de acceso
levantaron barricadas de adobe, convirtieron los ventanucos
del granero en aspilleras y, así parapetados, esperaron el
ataque.
No tardó mucho en oírse el griterío de los indios y cholos que
avanzaron sobre la casa, pero varios de ellos rodaron sobre el
suelo, alcanzados por los certeros disparos que partían desde
el interior.
Padilla, cambiando de táctica, ocultó preventivamente a sus
hombres en los ranchos vecinos e intentos incendiar el refugio
enemigo, mas tampoco obtuvo resultado, ya que los precavidos
españoles habían cubierto de barro el techo.
-Cuando yo vaya a arrimar una escalera en aquella esquina
-dijo, indicando con su diestra-, todos a pegar tiros y tiros
a las ventanas...
Te van a matar. ¿Qué es lo que vas a hacer? -protestó doña
Juana.
-Ya lo verás. Con que... denle duro. -Y se alejó por una calle
estrecha.
Cesó por unos momentos el ataque. Ningún disparo, ninguna
voz. El corazón de la guerrillera latía de inquietud; sus
ojos, de tanto mirar el ángulo indicado, se empañaban. Luego
el tiroteo se renovó con mayor intensidad, porque
cautelosamente Padilla se aproximaba ya al granero
arrastrando una escalera que arrimó en el ángulo donde no
había troneras y trepó al techo cargando un bulto y su fusil.
¿Qué era lo que intentaba?, se preguntaron sus partidarios.
Los disparos continuaron aceleradamente y el vocerío de los
indios era ensordecedor. Padilla horadaba ahora el techo con
el arma.
-¡Al asalto! ¡Al asalto! -gritó Hualparrimachi enseñando su
cara ensangrentada y los indios envalentonados corearon con
ímpetu.
El caudillo continuaba trabajando como un cateador de minas.
Había hecho un boquete.
Los de adentro no se daban cuenta de lo que estaba sucediendo
en el techo, atentos a la amenaza de asalto, a los disparos,
a esos indios que avanzaban
por delante y por detrás del granero.
Rozando la frente de Padilla silbó lentamente una bala.
Impertérrito, obcecado, siguió su trabajo hasta concluirlo.
Tomó entonces el bulto, que
no era otra cosa que un cesto de ají, lo amarró con un lazo de
cuero remojado y, convenientemente sujeto a su fusil, lo
incendió, dejándolo caer por el boquete. Volvió a cubrir el
agujero con barro y paja y saltó desde el techo entre el
clamor de sus guerrilleros.
Los realistas vieron pender sobre sus cabezas una brasa
gigante que humeaba con insoportable olor y, sintiéndose
cegados y al borde de la asfixia, abandonaron la lucha. El
humo sofocante del ají los obligó a abrir las puertas, salir
al campo y rendirse a discreción.
Luego de dicha acción, Hualparrimachi, que sabía husmear donde
los demás no encontraban nada sospechoso, descubrió
disimulada en la vestimenta de algunos de los prisioneros una
carta que dirigía Sanchez de Velasco al derrotado.
comandante López, en la que le anunciaba que el hijo de éste,
Francisco López de Quiroga, estaba ya cerca con un escuadrón
para unírsele y aumentar su poderío para derrotar a los
Padilla.
Estos inmediatamente dispusieron la estrategia adecuada para
dar cuenta de los nuevos y desprevenidos contingentes
enemigos, y así fue como en una emboscada los derrotaron
rápidamente. Tanto Sánchez de Velasco como López de Quiroga
fueron hechos prisioneros y puestos al cuidado de Zárate,
quien se reponía de algunas heridas importantes recibidas en
el combate de Tarvita.
Si bien hasta ahora los Padilla habían logrado sofocar con
habilidad y coraje los embates de sus enemigos,
era evidente que éstos estaban cada vez más decididos a
terminar con ellos concentrando fuerzas, debido a que la
resistencia de otros caudillos iba apagándose, y preocupados
porque la supervivencia de Manuel Ascencio y Juana convencía
aún más a quienes los imaginaban dotados de condiciones
sobrenaturales, inmunes a las armas realistas y con capacidad
para invisibilizarse en el momento oportuno. De otra manera
era inadmisible que los enfurecidos y poderosos godos aún no
hubieran podido dar cuenta de ellos.
El redoblado acoso obligaba a los guerrilleros a moverse con
mayor precaución en terrenos cada vez más difíciles, en
condiciones climáticas extremas, resultándoles a veces
imposible conseguir alimento durante varios días.
Esto producía un progresivo deterioro en la condición física
de los niños Padilla. Ya no le era fácil a Manuelito trepar
como cabra a las alturas y a veces debía sentarse sobre una
roca para recobrar el aliento. En cuanto a Mariano, se lo
notaba más apagado, sin entrometerse en todo y con todos,
replegado sobre sí mismo. También las niñas alegaban con
frecuencia no tener fuerzas para seguir caminando y reclamaban
que se las llevase en brazos. En todos ellos eran evidentes
una pálida delgadez y una creciente debilidad.
A pesar de tales penurias los jefes realistas, luego de
Tarvita, no fueron pasados por las armas sino conservados con
vida e incorporados a la furtiva caravana. Esta magnanimidad
contrastaba con la impiedad de tantos jefes al servicio del
rey, pero también, para ser leales a la verdad, con la de
otros jefes de Republiquetas que emularon a sus enemigos
llevando siempre a cabo una atroz guerra de exterminio, en la
que
los
rendidos, los prisioneros y los heridos de uno y otro bando
eran inevitablemente ejecutados, a veces luego de feroces
tormentos.
Hasta se dieron casos de canibalismo, como lo relata el
Tambor Vargas:
“El 29, día de San Miguel en la fiesta de Lequepalca, estaban
los indios de la Patria juntando gente, sorprendieron a dos
mozos que eran orureños guardas de Alcabalas, los
atropellaron y mataron a palos, también al hijo de un
amedallado del rey (Así se designaba a los nativos altoperuanos distinguidos por sus
servicios a España. (N. del A.)
lo mataron, después machucaron el cuerpo del muchacho en
un batán, esto es, lo molieron.
"El 30 juntándose los del rey con bastante indiada y tres
bocas de fuego llegaron a Lequepalca, después que los
patriotas se fueron, sólo lograron pescar a algunos indios de
esas inmediaciones, los encerraron en la iglesia, de donde
sacaron a tres, reconviniéndolos para qué mataron a un
muchacho tierno poniéndolo en ese estado machucado, pues ahora
que se lo coman, que para eso lo harían así, mandando ponerlos
juntos con
las tercerolas, y por
no perder la vida comieron
naturalmente carne humana ".
Los Padilla no practicaban la crueldad y un testimonio de su
carisma y nobleza es que sus prisioneros de Tarvita, Manuel
Sánchez de Velasco y Francisco López de Quiroga, más tarde
liberados, fueron conversos a la causa rebelde, llegando el
primero a ser importante magistrado de la Bolivia
independizada y dedicando
conmovedoras páginas de elogio a doña Juana en su excelente
Memorias para la
historia
de Bolivia. Por su parte,
López de Quiroga se incorporó al ejército boliviano para
luchar en contra de su antiguo bando, llegando a general de
brigada y pasando a la historia por haber salvado la vida del
mariscal de Ayacucho, D. Antonio José de Sucre después del
motín de abril de 1828 en Chuquisaca.
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