JUANA AZURDUY
Capítulo XV
A partir de ese momento la guerra se
transformó para Juana y Manuel Ascencio en algo despiadado, en
algo brutal. Su motivación era ya no sólo el librar a su
patria del opresor extranjero, sino que de entonces en más se
trató también, y quizás más que nada, de vengar la muerte de
sus cuatro amadísimos hijos.
Esa lucha hasta entonces, por supuesto, no había estado exenta
de violencia, como que el general Belgrano, antes de
Vilcapugio, había sometido a juicio a Padilla por haber pasado
por las armas a algunos prisioneros que traía consigo y que,
según afirmó en su defensa, habían perturbado gravemente el
accionar de la partida patriota cuando fue atacada por
sorpresa por otra al servicio del rey.
-No hubiéramos llegado hasta aquí con vida, ni yo ni mis
hombres, ya que estos godos eran contumaces y estaban
decididos a hacernos pagar por haberlos tomado prisioneros.
-Ello debería decidirlo el tribunal -había respondido el
general, mirándolo de frente, con esa voz algo chillona que
describieron sus contemporáneos.
Había sido Díaz Vélez quien intercediera por él y lograse
convencer a Belgrano de que los méritos del jefe guerrillero
eran tales que merecían que se pasase por alto esa posible
falta.
Eran los tiempos en que Belgrano trataba de mostrarse ante
los arribeños como una persona de conducta ejemplar, buscando
de esa manera borrar el mal recuerdo que habían dejado
Castelli y Balcarce y sobre todo Monteagudo, la cabeza del
primer ejército auxiliar, que dejaron tras de sí una estela de
violencia, de arbitrariedad y de sacrilegio que había
predispuesto malamente a los habitantes del Alto Perú en
contra de las expediciones libertadoras que subían desde el
Río de la Plata.
Pero a partir de la muerte de Manuel, Mariano, Juliana y
Mercedes la situación era otra, y ya no estaba Belgrano,
derrotado por los realistas, imponiendo respeto y autoridad
sobre los Padilla.
De allí en más ya no sucedió como antaño, en que Juana
intercedía ante Manuel Ascencio o ante Zárate para que dejasen
libres a los prisioneros o para que no maltratasen a algún
capturado para arrancarle información imprescindible. Ahora
era ella misma quien con sus propias manos despachaba al otro
mundo a quienes portando una bandera blanca se entregaban a
sus huestes.
Eran estas escenas también las que sobrevolaron a la anciana
que, miserable y olvidada, pasó tantos años sentada en su
banco de paja dedicada a recordar, mientras la muerte, con la
que según las mentas indígenas tenía sellado un pacto,
parecía no llegar nunca.
Otra de las consecuencias de la muerte de sus hijos fue que
doña Juana quedó rápidamente embarazada, quizás para expulsar
tanta muerte de sus vidas y también para tratar de revivir
imposiblemente a quienes se habían ido en quien estaba por
llegar.
La situación de los Padilla se modifica también en cuanto a su
ascendiente sobre las dispersas y maltrechas fuerzas
rebeldes. En parte debido a que la tremenda tragedia que se
ha abatido sobre ellos disminuye ante criollos e indios el
prestigio que les había
dado el suponerles indemnes a los ataques del enemigo y del
destino, como si
hubiesen formalizado un pacto con el supay, quien ahora
parecía haberles dado la espalda haciéndolos objeto de su
malignidad. Por otra parte, el cambio en la actitud magnánima
y noble que tanta fama les había ganado hasta mucho más allá
de la región les había ido juntando enemigos por la forma en
que ahora conducían la guerra.
Entre ellos Vicente Umaña, la sombra negra de Manuel Ascencio,
quien quizás por considerar que la resistencia patriota debía
llevarse a cabo de otra manera o quizás por motivos menos
loables, decidió sublevarse contra los esposos y eliminarlos.
Los Padilla, suicidamente, puesto que apenas contaban con
Hualparrimachi y muy pocos de sus honderos, decidieron
enfrentar
a los cientos de
partidarios de Umaña. Pero fue entonces cuando, como
convocados por algún designio inexplicable, irrumpió en el
horizonte una partida de flecheros que el cacique Cumbay les
enviaba, respondiendo a su ruego y enterado de sus
infortunios, lo que lo decidió más que nunca a ser solidario
con sus amigos. Umaña, a la vista de esto, decidió
replegarse.
Esto les permitió reorganizar sus fuerzas, a los flecheros
chiriguanos agregaron cuarenta honderos y alcanzaron a formar
un nuevo escuadrón de fusileros.
Con fuerzas tan exiguas pero movidos por una voluntad superior
a la prudencia, los Padilla salieron a enfrentar a los
tablacasacas cuando éstos se encaminaban nuevamente hacia
Tarvita.
La táctica guerrillera ya no es la del sigilo y la de la
sorpresa, sino que es la del enfrentamiento brutal a matar o a
morir. La nueva batalla pasa a nuestra historia como una de
las más sangrientas libradas en suelos altoperuanos. Los
realistas sufren importantes pérdidas, arrollados por un
ciclón humano que los fuerza a replegarse en pánico y
desorden.
Los Padilla rematan a los heridos que quedan en el campo de
combate y a los pocos prisioneros que intentaron ganar su
misericordia entregándose brazos en alto, e irrumpen en casas
y graneros insaciablemente deseosos de sangre enemiga. En una
eficiente operación de limpieza exterminan a todos los godos
que habían buscado refugio debajo de las camas, dentro de las
parvas de heno o en los altillos.
Ni un solo tablacasaca queda con vida.
Durante mucho tiempo se comentará en la región el
impresionante espectáculo de los soldados al servicio del rey
arrojándose con sus cabalgaduras al torrente asesino del río
que corre en el fondo del valle, prefiriendo morir desnucados
o ahogados antes de caer en manos de esa jauría ávida, en la
que los temibles guerreros chiriguanos mostraban mayor
humanidad que los criollos y mestizos empujados por sus jefes. |