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JUANA AZURDUY

Capítulo XII

 

Estos éxitos, sumados a la expansiva aureola de Pachamama que seguía adquiriendo doña Juana, per­mitieron a los Padilla engrosar sus tropas. Pero tam­bién ayudaban las buenas nuevas: desde el sur venían gentes anunciando que se estaba organizando otro ejército auxiliar abajeño, financiado en gran parte con los tesoros que Belgrano había saqueado de la Casa de Moneda en Potosí, lo que le había granjeado la antipatía de muchos altoperuanos. Mucho más cuando s­e supo que al retirarse huyendo luego de sus derrotas había intentado volar tan bello e histórico edificio.

Lo relata José María Paz, quien entonces era un joven capitán. Eran los días posteriores al desastre de Ayohúma:

"El enemigo no estaba quieto, y nuestra per­manencia en Potosí no podía ser larga. El 18 por la mañana se dio la orden de marcha para esa tarde, y a las dos estuvo la infantería formada en la plaza, y la caballería en la calle que está al costado de la Casa de Moneda. Las tres serían cuando se marchó el general Belgrano con la pequeña columna de infantería, quedando solamente el general Díaz Vélez con nosotros, que seríamos ochenta hombres. Se empezaron a notar algunos secretos entre los jefes más carac­terizados, y había en el aire algo de misterio que no podíamos explicarnos. Luego estuvimos al corriente de lo que se trataba ".

Se dieron órdenes a los vecinos de la plaza y demás cercanías a la Casa de Moneda para que aban­donasen sus casas con sus familias y se retirasen a una distancia mayor a las veinte cuadras, Nadie compren­día el objeto de estas órdenes, y las casas, lejos de desocuparse, se cerraban con sus habitantes dentro, lo más seguramente que podían. Poco a poco fue acla­rándose el misterio y empezó a divulgarse el motivo de tan extraña resolución:

 “Para persuadir al vecindario a que abando­nase por unas horas sus casas y al populacho de la calle que se retirase, se creyó conveniente ir haciendo revelaciones sucesivas. Se les dijo, primero, que corrían inminentes peligros si no obe­decían; luego, que iban a ser destruidas sus casas y perecerían bajo sus ruinas; finalmente, se les confesó que el sólido y extenso edificio de la Casa de Moneda iba a volar a consecuencia de la explosión que baria un gran depósito de pólvora que iba a incendiarse".

Y no se trataba de un engaño, puesto que, efecti­vamente, se había resuelto en la reunión del Alto Mando hacer volar la Casa de Moneda para que los realistas, que se acercaban pisando los talones de los vencidos patriotas, no pudiesen sacar provecho de ella.

"La sala llamada de la fielatura, porque en ella se pesan las monedas que han de acuñarse, queda al centro del edificio y está más baja que lo restante de él. En esta sala se habían colocado secretamente numerosos barriles de pólvora, para cuya inflamación debía dejarse una mecha de duración calculada para que a los últimos nos quedase el tiempo bastante de retirarnos. "

Estaba el sol próximo a su ocaso, cuando el gene­ral Díaz Vélez, cansado de órdenes e intimaciones que no se obedecían, y en que empleó a casi todos los ofi­ciales y tropa que formaban la retaguardia, resolvió llevar a efecto el proyecto, aunque fuese a costa de los incrédulos y desobedientes.

Ya se prendió la mecha, ya salió el último hombre de la Casa de Moneda, ya se cerraron las gruesas y ferradas puertas de la gran casa, cuando se echaron de menos las inmensas llaves que las aseguraban:

"Vi al general en persona agitándose como un furioso y pidiéndolas a cuantos lo rodeaban; pero ellas no aparecieron. Entretanto el tiempo urgía, la mecha ardía y la explosión podía suceder de un momento a otro. Fue preciso renunciar al empeño de cerrar las puertas y, contentándose el genenal con emparejarlas, montó en su 'Doncella­' (su mula tenía este nombre) y dio la voz de partir a galope".

La precipitada marcha no se detuvo hasta el Soca­vón que está a una legua de la plaza, adonde llegaron al anochecer. Deseando gozar en su totalidad del terri­ble espectáculo de ver volar en pedazos un gran edifi­cio y quizá media ciudad, las tropas hicieron el cami­no con la mirada vuelta hacia atrás:

"Yo aseguro que no separé un momento la visa de la dirección en que estaba la Casa de Moneda, lo que me originó un dolor en el pes­cuezo que me duró dos o tres días después".

Llegaron al Socavón desconfiando ya de que Ocu­rriese la explosión. Un cuarto de hora después ya era certidumbre que la mecha había sido apagada o sus­traída.

El general Belgrano, decepcionado y rabioso cuan­do vio fallida la operación, hizo un último esfuerzo por llevarla a cabo:

 “El capitán de artillería don Juan P. Luna se presentó ante nosotros con una orden del Comandante en Jefe para que se pusiesen a su disposición veinticinco hombres de los mejor montados con los que debía reingresar en la ciu­dad y en la Casa de Moneda, volver a preparar y encender la mecha encendida que la hiciese volar".

Pero esto ya era imposible, pues el vecindario potosino, que no quería ver destruido el más valioso ornamento de su pueblo, ni derrumbadas sus casas, tampoco morir sepultado bajo sus ruinas, hubiera hecho pedazos al capitán y sus veinticinco hombres. Luna llegó a los suburbios, olfateó de qué se trataba y se retiró prudentemente.

La mecha había sido apagada por el oficial traidor N. Anglada, mendocino, del ejército patriota, quien, bien parecido, se dejó seducir por una dama realista enterada por el mismo Anglada del plan de voladura, quien lo convenció de arrancar la mecha y de ocultar las llaves que cerraban la puerta de acceso.

El plan de Belgrano, absolutamente comprensible desde un punto de vista militar, ya que se trataba de quitar recursos al enemigo, y que mucho se parece al "éxodo jujeño" de tiempo después, es una mancha indeleble que opacó la figura de don Manuel ante los altoperuano, orgullosos de un edificio tan vello que recibe el apelativo algo excesivo de “el Escorial de América”.

 

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