Un
día se le apretó al tigre una mano entre unas peñas, en tal
forma, que por sus propios medios no podía sacarla.
Pasó por allí cerca un caballo, y el tigre lo llamó y le pidió
con toda humildad que lo ayudara.
-
No, -le dijo el caballo, - yo te conozco, tú eres capaz de
comerme después que te haga el favor de libertarte.
-
Te juro, hermano, que no lo haré; no me niegues tu apoyo en
este trance; son muy grandes mi humillación y mi dolor.
-
Así lo haré, pero no olvides tu juramento.
Diciendo estas palabras, el caballo levantó la peña con gran
esfuerzo y el tigre quedó libre.
Siguieron
juntos por un sendero del campo. Conversaban amistosamente,
cuando el tigre se le plantó delante al caballo y le dijo:
-
Hace tres días que estoy sin comer y mi estómago no da más;
por fuerza tengo que comerte.
-
¿Y ése es el modo de agradecerme y de cumplir tu palabra?
-
No tengo más remedio que comerte.
-
Esto no puede ser así, recurriremos a un juez.
En
ese momento apareció un zorro, y el caballo le
gritó:
-
Oiga, señor, ¿usted no es juez?
-
Sí, señor, lo soy desde hace mucho tiempo.
-
Entonces, nos tendrá que resolver esta cuestión.
Le
expusieron con detalles el caso y cada uno presentó sus
razones.
-
No entiendo cabalmente el suceso, - dijo el zorro después de
reflexionar un rato. - Para dar mi fallo, necesito ir al lugar
del hecho y ver cómo estaba este señor.
Fueron allí, el tigre puso su mano en el sitio en que la tenía
y el caballo le colocó encima la piedra que la apretaba.
-
Muy bien, - dijo el zorro, dirigiéndose al tigre. - Mi fallo
es que te corresponde quedar ahí y morir preso, por no saber
cumplir la palabra empeñada ni agradecer los favores
recibidos.
Pronunciada la sentencia, se marcharon el zorro y el caballo.
Dejaron al tigre con la mano apretada, dando tremendos rugidos
de dolor y de vergüenza.
Tomado del libro: Antología Folklórica Argentina para las
Escuelas de Adultos - Consejo Nacional de Educación.(1940)