Por Silvia Long-Ohni
En
el sur de la América meridional, el “calzoncillo cribado”
constituía parte del atuendo típico de los gauchos del
siglo XIX, moda que deviene de una herencia provinciana
española. Eran, en definitiva, unas bragas criollas bien
ornamentadas y que constituían una prenda de orgulloso
lucimiento para el gaucho ya que, un poco más o menos
largas, eran siempre visibles sobresaliendo por debajo
del “chiripá”, especie de lienzo que se pasaba por entre
las piernas y encima de las bragas y que se sostenía en
la cintura con una faja o cinturón.
Hoy en día, en España y en algunos otros países de habla
hispana, el término “bragas” es usado solamente para
denominar a una prenda interior usada por las mujeres y
los niños pequeños, pero de antiguo, la palabra “bragas”
venía a definir una prenda íntima masculina, que de allí
deriva aquello de “un hombre bien bragado”, para
indicarlo corajudo, en clara referencia a lo que las
bragas cubren y aun en la actualidad en el persistente
derivado “bragueta”, aplicado a una parte de los
pantalones masculinos.
Lo
cierto es que nuestro gaucho usaba este tipo de bragas
desde el siglo XVIII, primero por debajo del “calzón”
típico español o pantalón sastreado, reemplazado en los
albores de la Independencia por el chiripá, y que vino a
denominarse “calzoncillo”, que bien podía ser sencillito
tanto como “cribado” según la jerarquía y posición del
portador.
Confeccionados en hilo de algodón hilado a mano, de
fabricación criolla, tejdo en los obrajes de la zona
litoraleña, “pohobi”, en Tucumán, Mendoza e incluso tela
traída de Quito y Cochabamba, o de lino, de la cintura
hacia abajo su largo fue variable según las épocas, bien
hasta la pantorrilla o cubriendo los tobillos (siglo XIX),
con o sin calados o cribos y con flecos en los bajos,
también de largos variables. Pero lo distintivo del
“calzoncillo cribado” era, precisamente, el trabajo de
bordadura ornamental, trabajo que respondía a una
tradición de artesanías femeninas de la península y que
era en un todo similar al que se realizaba en camisas (de
varón y de mujer), en la ropa blanca de la casa, en
sábanas y toallas.
Pero era
en la cuestión del ornato en donde estribaba lo
sustancial del asunto pues, de acuerdo a su complejidad,
se marcaban las diferencias. A unos 10 o 12 cm. por
debajo del borde del calzoncillo aparecía una franja, que
solía ser también de ancho variable, de entre 3 y 8 cm.,
en la que se desplegaba el lujo sea con bordaduras o
“cribos”, flecos y “vainillas” de distinto ancho y con
trabajos diversos. Y así nos lo consigna
Auguste de Saint-Hilaire, en "Voyage a Rio Grande
do Sul" (1816-22, Orleans, 1887) cuando dice: "Tienen
anchos pantalones (calzoncillos) de una tela de algodón
casero y el extremo de cada pierna se termina con cribos
o puntillas, por encima de cuyos deshilados hay, muchas
veces, un trabajo de bordado".
Con el
nombre general de “cribos” se distinguen dos adornos
diferentes, a saber: el “cribado” o calado, trabajado
sobre la misma tela y también llamado “añasgado” o
“añejado”. Estos son dibujos realizados con aguja
directamente deshilando la tela y las “puntillas”, como
ser bolillos y randas de punta, que se trabajan aparte de
la tela. La randa es una malla de ojo rectangular con
dibujos geométricos superpuestos. El tercer tipo de
adorno es el fleco.
Lo
cierto es que no se usaban, por lo general, más de dos
hileras de “cribos” como máximo y, entre ellas, se
realizaban los bordados y vainillados artesanales con
diferentes motivos, desde flores pequeñas y discretas,
algunas con nombres propios, como “rosa de los esteros”,
hasta inscripciones, como en la época de Rosas con
consignas tales como “Viva el Restaurador” o “Viva Rosas”
o bien con las iniciales de su dueño, cosa de impedir
toda sospecha de que prenda tan preciada fuera producto
de robo alguno.
Y al
caso vienen ciertas habladurías, por cierto nunca
documentadas, de que esta moda de usar calzoncillo
cribado habría surgido, en primera instancia, como
consecuencia de la mala costumbre de
robarles las prendas íntimas a señoras y señoritas de
buen pasar, pero tal asunto no pasa de ser un chisme
replicado durante años por vía oral.
El
calzoncillo cribado contaba también, por delante y
arriba, con una pretina con tres o cuatro botones y, por
detrás, con una doble presilla, para regular el ancho de
la cintura. Otra presilla, en el centro y borde inferior
de la camisa, permitía la unión de ésta con el
calzoncillo, debajo del cual se metían los faldones de la
camisa. Raras veces, y sólo por necesidad, sea para
realizar ciertas faenas o sea para preservar la prenda de
la suciedad, se metía la parte inferior del calzoncillo
dentro de la bota de potro, estirando bien hacia arriba
la caña del calzado.
También
había una preferencia marcada por los diferentes adornos
según las regiones: en el área del centro y noroeste del
país tuvo mayor aceptación la randa y los añejados
mientras que en el litoral se inclinaron por las
puntillas hechas a bolillo y calados abiertos.
Muy en
boga hasta el último cuarto del siglo XIX, el calzoncillo
cribado era uno de los lujos que el gaucho podía darse y
cuanto más calada y compleja la bordadura, mayor era su
orgullo de ostentarlo, pero esta moda, por ser artículo
costoso en virtud de lo que la encarecía el bordado
artesanal, a poco se fue extinguiendo: el chiripá se
alarga, cosa de tapar la mengua de ornamentos y
finalmente, los predecibles cambios a los que obligó el
progreso, terminaron por destronar al chiripá y al
calzoncillo cribado a favor de la bombacha de campo.
Sin
embargo, y muy de acuerdo a esa letrilla que dice Me
gusta la bota’i potro / el calzoncillo cribao / y el
chiripa de merino / pa’ lucir un zapateao, en cada
fiesta gaucha que se precie no falta alguien que luzca
con el mayor de los orgullos esta prenda tan emblemática
de nuestros gauchos de antaño.