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FILO Y CONTRAFILO

Por Fernando Sánchez Zinny

Se cuenta que don Juan Manuel tenía prohibido que en sus estancias la peonada usara cuchillo. También se cuenta que un día, en una de ella, olvidó lo que había prescripto y salió con la faca ostentosamente a la vista. Alguien se lo hizo notar, y entonces resolvió hacerse dar el castigo que tenía dispuesto para esa falta. Ante una rueda de gauchos, se bajó los calzones y recibió los azotes respectivos, sin que la historia aclare si el ejecutor los asestó con violencia o no, lo que –como bien se entiende– para nada cuestiona el carácter ejemplificador que tuvo el gesto del señor de Los Cerrillos.

Esa prohibición no era un simple antojo de Rosas, sino que coincidía con la voluntad de muchísimos estancieros, a tal punto que la norma llegó a ser universal en la etapas finales de la estancia clásica, y aun el propio Urquiza –para citar el otro extremo del espectro federal– participaba de ese criterio.

Verdad que, lo mismo que sin caballo, sin cuchillo el gaucho no era gaucho, pero, en el fondo, de eso se trataba, de domeñar la índole díscola e indisciplinada del gauchaje de esa época en beneficio de un nuevo tipo humano dócil al trabajo y respetuoso de la propiedad. Los nuevos usos que se estaban difundiendo a mediados del siglo pasado podían, como luego se vio, hacer las paces con el espíritu del gaucho, pro nunca con ciertas prácticas depredatorias a las que era afecto.

El escándalo, por supuesto, lo constituían las frecuentísimas riñas que asolaban la campaña, complemento al parecer casi inevitable de reuniones, bailongos y mesas de juego, a poco que circulase en ellas la caña y los ánimos se picaran. Aunque tal vez se haya exagerado con esto de las peleas, y es cierto que hoy todos convienen en que no eran habituales los homicidios, nadie desmintió nunca aquello de que “siempre hay encontrones cuando un pobre se divierte”. Pero lo concreto es que más o menos hacia 1830, en todas partes los mayordomos comenzaron a procurar que el cuchillo desapareciera en cuanto a adminículo distintivo del peón.

Años después, con la desaparición de la frontera, la difusión de las alambradas y la extinción de las haciendas cimarronas, pudo finalmente, conseguirse ese objetivo y, en adelante, ya no hubo margen para dudas: si alguien hacía exhibiciones de compadre, es que era un sujeto mala entraña, cuyo lugar estaba del otro lado de la tranquera.

Lejos quedaba el tiempo en que el cuchillo había sido para el gaucho como un don del cielo. Servía para las riñas, sin duda, y más que eso, para la defensa, pero, asimismo, era el instrumento para carnear y para desollar, para desmalezar y para armar el rancho, para trabajar la madera y el cuero, para remover la tierra cuando era necesario; digamos, para dar sepultura a un compañero… De todo se hacía con el cuchillo, hasta afeitarse, hábito que en zonas apartadas persistió hasta no hace demasiado, como desmedrado resabio de una tradición que supo poner por las nubes la importancia y el significado del cuchillo y de las destrezas propias de su uso, estado de ánimo que hace que todavía se aprecien, siquiera como adornos, los facones trabajados por artesanos más o menos genuinos.

Si en medio del desierto el caballo era la posibilidad de escapar, el cuchillo, en cuanto herramienta universal, era la de subsistir. Precisamente, la infinita variedad de sus utilidades hizo que, pese a las fuertes prevenciones, por mucho tiempo su compañía estuviera en el trasfondo de las tareas rurales. No es, como muchos creen, que en la campaña porteña y aun entre los indios no fuesen de sobra conocidas las armas de fuego y que no resultasen de más o menos fácil obtención: recortados, trabucos y tercerolas primero, y revólveres después, eran comunes en el mundo gaucho. Pero ninguno de esos “chumbos” podía suplir la versatilidad del cuchillo.

Cada vez menos importante, con los años su tamaño se redujo y quedó más para compadres que para gente de trabajo. Los más chicos llegaron a serlo tanto que fue fácil esconderlos sin que se viera la empuñadura delatora. Y para que hicieran todavía menos bulto, se los llevaba sin vaina, envueltos en trapos. De ahí el adjetivo que caracteriza a los cuchillos pequeños: “traperos” se les dice, y es con ellos con los que se asesta la “puñalada trapera”, pero ya esta expresión –afín a cosa de traidores, a alevosía–, no es sino uno de los tantos testimonios de la secular decadencia del cuchillo.

Publicado La Nación, el 12 de agosto de 2000.        

 
 
 

 

 


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