Capitulo V
Al
principio la vida en común de los Padilla quizás no difirió
demasiado de la de otros matrimonios criollos de buena
posición económica y social. En 1806 nace su primer hijo,
varón, a quien ponen el mismo nombre del padre: Manuel.
Rápidamente nacerán Mariano y a continuación las dos niñas:
Juliana y Mercedes.
Juana Azurduy siempre
demostró un hondo sentimiento maternal y se preocupaba de que
sus hijos crecieran sanos y fuertes, convencida de que una de
sus misiones principales sería la de evitar que a ellos les
sucediese lo que ella tuvo que sufrir cuando sus padres
desaparecieron demasiado prematuramente.
Manuel, por su parte,
cumple con el destino masculino de asegurar la manutención
familiar y, de ser posible, progresar. Su ambición lo lleva a
proponerse para un cargo en el gobierno de la ciudad de
Chuquisaca, pero por ser criollo es postergado. Solamente
quienes ostentan un linaje español pueden llegar a las más
altas posiciones.
Los impuestos que pagan
unos y otros son además fuentes de irritación por las
diferencias. Y ni hablar de las tropelías y exacciones que
deben sufrir quienes ocupan los más bajos estratos de la
sociedad, los cholos y los indios.
Manuel Ascencio y Juana
conversan, cuando sus niños ya están dormidos, en la serenidad
de su alcoba, y la indignación les crece al unísono,
convencidos de que sus herederos deberían crecer en un mundo
más justo y que ellos deberían hacer algo para que así fuese.
-En América del Norte,
sus habitantes lograron independizarse de una potencia más
poderosa que España, y se han dado un país propio.
El le cuenta a ella
aquello que sus amigos universitarios le cuentan a él, que en
el mundo se agitan vientos de cambio, que el rey de Francia
ha sido guillotinado por quienes desean imponer principios de
igualdad, libertad, y fraternidad, que a Chuquisaca han
llegado libros como la Enciclopedia y las obras de Rousseau
que despiertan el entusiasmo de los universitarios.
Es de imaginar que,
décadas más tarde, dolorosamente, en su vejez de miseria y
soledad, doña Juana Azurduy muchas veces se habrá preguntado
si habrá valido la pena tanto esfuerzo, tanto sacrificio,
tanto dolor. Si no hubiera sido mejor seguir el camino de las
otras damas chuquisaqueñas, aceptando con resignación lo que
el destino les deparaba, no cuestionando la forma en que la
sociedad se organizaba y gozando de aquellas prerrogativas que
ésta les adjudicaba a la sombra de los godos. Es de temer que
no pocas de esas veces doña Juana se haya respondido que no,
que no varia la pena, sobre todo porque ni siquiera había
obtenido el reconocimiento de sus contemporáneos.
Acaso hubiera sido mejor
que Manuel, Mariano, Juliana y Mercedes hubieran tenido la
infancia que se merecían, aquella con la que doña Juana había
soñado para ellos desarrollando sus cuerpos sanos y cultivando
su mente y su espíritu, preparándose para ser personas de bien
y de éxito en su adultez. Cuántas veces se habrá cuestionado
el haberlos expuesto a tantos sacrificios, a tantas
privaciones en el afán de lograr para ellos un mundo mejor.
Seguramente hasta se habrá calificado de egoísta al dudar de
si todo lo hecho había sido realmente por altruismo o por
lograr conquistas personales íntimamente ligadas a su
sicología más profunda, instigada a demostrar que las mujeres
también podían ser fuertes, tanto como los hombres,
conformando a ese padre que sobrevivía en su interior y al que
siempre debía consolar por no haber tenido un hijo varón. O
quizá lo había hecho para demostrarles al asesino de su padre,
a su tía Petrona y a la madre superiora que ella jamás
aceptaría, que se intentase sojuzgarla.
Pero quizás nada hubiera
sucedido, nada hubiera pasado de largas tertulias sobre la
necesidad cíe independizarse del opresor español, de
encendidas discusiones sobre las metodologías a emplear,
apasionadas protestas por las arbitrariedades que los criollos
como ellos debían soportar, si no hubiese sido por la asonada
del 25 de mayo de 1809 en Chuquisaca.
El gobierno virreinal de
Chuquisaca es depuesto por una pueblada y en su lugar se
nombra a don Juan Antonio Alvarez de Arenales, quien era
comandante general y gobernador de Armas de la provincia y que
luego desempeñará un papel protagónico en nuestra historia, no
sólo como formidable caudillo de la guerra de recursos en las
campañas altoperuanas sino también como mano derecha de San
Martín en el cruce de los Andes y la toma posterior de Lima.
Francisco de Paula Sanz,
gobernador de Potosí, recluta a vecinos leales al orden
depuesto en Chuquisaca para oponerse a la revuelta.
-Hay que acabar con los
godos -se exaltaría Manuel Ascencio-. Ahora.
Los esposos Padilla
consideran que ha llegado el momento de comprometerse con el
cambio, y seguramente luego de serenas conversaciones,
preocupados menos por lo que su decisión les deparará a ellos
que a sus amadísimos hijos, pero decididos a ser leales con
sus concepciones de lo que el mundo en que vivían debía ser,
se comprometen con la revuelta y la apoyan. La primera acción
de Manuel Ascencio consiste en impedir que de Chayanta lleguen
víveres y forraje a los soldados del gobernador de Potosí.
-¡Estos víveres no deben
alimentar a quien nos oprime sino a quienes lo necesitan!
El cacique aymara de esa
región es Martín Herrera Chairari, con fama de cruel y de
inhumano, quien sometía a los suyos con látigo y arcabuz para
conseguir un lugar de privilegio entre blancos y poderosos.
Aprovechando las nuevas circunstancias los indios lo apresan y
lo degüellan para luego arrastrar su cadáver cuesta arriba
hasta la cima de la montaña de Ayacatata, desde donde lo
despeñan entre manifestaciones de júbilo y de entusiasmo.
La acción de los
Padilla, cuya intención quizás no pasase de un apoyo a la
revuelta, se ha transformado en una sublevación sangrienta que
las autoridades realistas no olvidarán.
Los revolucionarios
alentaron grandes esperanzas cuando a la de Chuquisaca se sumó
la rebelión en La Paz, encabezada por García Lanza, Michel,
Mercado, Murillo y otros. A muchos de los cuales Manuel
Ascencio conocía por concurrir asiduamente a las ferias de
ganado y cereales que en esa ciudad se celebraban.
Pero el arequipeño José
Manuel de Goyeneche, general de los Ejércitos de España en
América, quien luego tuviera tan destacada actuación
combatiendo contra las tropas abajeñas, ahogó rápidamente en
sangre dicha sedición pasando por las armas a sus
principales cabecillas.
También Chuquisaca,
acosada por la reacción reaalista, debió bajar su testuz, y
desde Buenos Aires llegó don Vicente Nieto para hacerse cargo
de la Real Audiencia y don José Córdoba para ocupar la
jefatura militar. Afortunadamente su actitud no fue tan cruel
como la de sus homólogos de La Paz, quizá cohibidos por la
calidad intelectual de los estudiantes y doctores rebelados,
cuyas vidas se perdonó a cambio de enviarlos apresados a
cárceles de Lima y Cuzco, donde no pocos fueron vendidos como
esclavos.
A pesar de que los
Padilla pertenecían a las familias de cierto abolengo y además
contaban con una buena posición económica, siendo además
Manuel Ascencio dependiente de la Real Audiencia, se contó
entre aquellos sobre quienes recayó la venganza realista y fue
buscado para que siguiera el camino de la prisión y el
destierro.
Pero Manuel Ascencio
huye y, a favor de la excelente relación cultivada a lo largo
de años con los indígenas que trabajaban en sus fincas, se
oculta en las viviendas y en los escondrijos de éstos,
permaneciendo fuera de Chuquisaca hasta que los ánimos se
calmaron y todo pareció volver a la normalidad.