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JUANA AZURDUY

Capitulo IV

Manuel Ascencio siempre simpatizó con los "abaje­ños", como se apodaba a quienes provenían del Río de la Plata. Había conocido a varios de ellos en Chu­quisaca: Moreno, Monteagudo, Castelli y otros que eran estudiantes en la universidad San Francisco Xavier. Compartía con ellos agitadas reuniones en fon­das ruidosas donde se hablaba y se discutía sobre temas en los que no intervenía. Aunque él no fuese universitario, se lo respetaba por su hondo conoci­miento de las gentes de la región. Se trataba de pensar soluciones para entender y resolver las injusticias de esa América sojuzgada por una potencia europea.

-La miseria es hija de la dominación- afirmaba Moreno.

Eran los entonces amigos del joven Padilla, que tanto influirían en su pensamiento, personalidades vigorosas que escribirían páginas importantes en la historia de nuestras tierras. Todos ellos eran muy apa­sionados, fervorosamente antiespañoles, convencidos de que la única revolución posible era a través de la violencia, y no aceptaban las medias tintas.

Uno de ellos era Mariano Moreno, primer secretario de la junta Revolucionaria dé Mayo en Buenos Aires, quien se caracterizó por imprimir a la sublevación un tinte muy radicalizado que contrastó con las posiciones más moderadas que estaban encabezadas, entre otros, por el presidente de la Junta, el potosino cornelio Saavedra.

La órden que años después impartiría Moreno a Ortiz de Ocampo y a Vieytes, en junio de 1810, que avanzaban hacia el Alto Perú, era clara:

"Que sean arcabuceados Santiago Liniers, el Obispo Orellana, el intendente de Córdoba Gutiérrez de la Concha, el coronel de milicias Allende, el oficial real Moreno y Dn. Victoriano Rodríguez en el mismo momento en que todos y cada uno de ellos sean pillados. Sean cuales fueren las circunstancias se ejecutará esta resolución sin dar lugar a demoras que pudiesen promover ruegos y relaciones capaces de comprometer el cumplimiento de esta orden”.

Fue el deán Funes quien. había denunciado, luego de participar en las primeras reuniones, a Liniers y los otros como conspiradores en contra de la junta de Buenos Aires.

El prestigio de Liniers, héroe de la resistencia. con­tra el invasor inglés, era grande. Ocampo y Vieytes vacilaron en cumplimentar las instrucciones "en- razón de que era "prudente conciliar la indispensable ejecución con las ideas exteriores de suavidad paternal' que es necesario mantener", como argumentaban en su comunicación a la junta del 1° de agosto de 1810

Furioso, Moreno escribe algunos días más tarde a Chiclana, designado gobernador de Salta: "Pillaron nuestros hombres a los malvados pero respetaron sus galones y cegándose en las rigurosísimas órdenes de la junta pretenden remitirlos presos a esta ciudad Veo vacilante nuestra fortuna por hechos de esta índole".

Ocampo y Vieytes son cesados fulminantemente y sustituidos por Balcarce y Castelli, quienes cumplen, el 26 de julio, con la orden de fusilar a los conspirado­res.

La comunicación del suceso publicada en La Gaceta del 11 de octubre no fue menos terminante: "Un eterno oprobio cubrirá las cenizas de Dn. Santiago Liniers y la posteridad más remota verterá execraciones con­tra este hombre ingrato que tomó a su cargo la ruina y el exterminio de un pueblo". También lo trata de "áspid” y "pérfido" e incita a que "todos los hombres deb­en tener interés en el exterminio de los mal­vados que atacan el orden social”.

No es Moreno el único responsable de esta estrategia del te­rror, ya que las instrucciones llevan la firma de todos los integrantes de la Junta y los manuscritos que se conservan dejan reconocer las letras de Azcué­naga y de Belgrano.

Castelli recibió también instrucciones reservadas el 12 de septiembre y el 18 de noviembre, que en alguna medida lo disculpan de las tropelías que sus tropas cometieron en el Alto Perú: "En la primera victoria dejará V.E. que los soldados hagan estragos en los vencidos para infundir terror en los enemigos".

También se le instruye que Nieto, Córdoba, Sanz, Goyeneche, máximas autoridades en Potosí, "deben ser arcabuceados en cualquier lugar que cada uno sea habido”.

El jacobinismo de Moreno llegaba al extremo de también ordenar represalias contra el canónigo Matías Terrazas, catedrático y rector universitario que le había abierto generosamente el acceso a su biblioteca cuando estu­diaba en Chuquisaca, donde Moreno había entrado en contacto con los únicos ejemplares existentes de ­la Enciclopedia y de los pensadores franceses que tanto lo influyeron.

Castelli cumplió al pie de la letra lo encomendado mereciendo el encomio de sus superiores:

“La junta aprueba el sistema de sangre y rigor que V.S. propone contra los enemigos y tendrá V.S. particular cuidado en no dar un paso adelante sin dejar- a los de atrás era perfecta seguri­dad”.

La conducta ole Moreno y de Castelli ha sido critica­da por muchos, pero también defendida por no pocos, entre estos últimos, Nicolás Rodríguez Peña, quien explicaba en una carta a Vicente Fidel López:

"Castelli no era feroz ni cruel, Castelli obraba así porque estábamos comprometidos a obrar así todos, Lo habíamos jurado y hombres de nuestro temple no podían echarse atrás ¿Que fuimos crueles? ¡Vaya con el cargo! Salvamos a la patria corno creímos que debíamos salvarla. ¿Había otros medios? Quizás los hubiera. Nosotros no los vimos ni creímos que los hubiese".

La facción política de Moreno es finalmente derro­tada y, como es sabido, muere luego misteriosamente en alta mar rumbo a su exilio europeo.

El era uno de quienes convencieron a Manuel Ascencio Padilla -y por carácter transitivo a Juana Azurduy-, predispuesto por su espíritu aguerrido y corajudo, de que no había otra posibilidad de derro­tar y expulsar al godo que con el buen uso de la fuerza.

También estaba allí en las aulas chuquisaqueñas Bernardo Monteagudo, a quien el fusilamiento en Potosí de Paula Sanz, Nieto y Córdoba le provoca un arrebatado párrafo publicado en su Mártir o libre:

“Me he acercado con placer a los patíbulos de los arcabuceados para observar los efectos de la ira de la patria y bendecirla por su triunfo (...).

El último instante de sus agonías fue el primero en que volvieron a la vida todos los pueblos opri­midos".

El papel de Bernardo Monteagudo en dicho trágico acontecimiento no se limitó a ser un espectador pasi­vo y es de suponer en cambio que influyó decisivamente ­sobre Castelli para que firmara tan drástica decisión. Porque ambos, cortados a la misma medida que su condiscípulo Moreno, descreían de las "buenas maneras" revolucionarias.

Tiempo más tarde Monteagudo tuvo también activa participación en el fusilamiento de Alzaga, el héroe de las invasiones inglesas, con lo que cumplió con el deseo de Alvear, quien lo premió con su confianza y altas responsabilidades en su gobierno.

Fue también el juez que condenó a muerte a los hermanos Carrera, hoy héroes nacionales en Chile y entonces presos en Mendoza, acción que le mereció el generoso agradecimiento de su tocayo O'Higgins,

La sinuosa, desprejuiciada y fulgurante carrera política de ­Monteagudo que también lo llevó a ser el favorito de San Martín y luego del renunciamiento de Guayaquil también de Bolívar, a favor de un genial talento para seducir a los más poderosos, se había ini­ciado precozmente en Chuquisaca, donde tuvo activa participación en la sublevación de 1809.

A su siempre bien dotada pluma, que lo llevó a ser periodista de éxito y escriba de los próceres antes citados se debió la amplia difusión a sus tempranos 19 años de un libelo de vigorosa influencia en la juventud libertaria de entonces. Es de suponer que también haya pasado por las manos de los esposos Padilla.

El “Diálogo entre Atahualpa y Fernando VII en los Campos Elíseos" era un dialéctico intercambio de ideas entre ­las almas de Fernando VII, rey de España, y la dé Atahualpa, el infortunado inca sacrificado por Pizarro 300 años atrás.

La trama era ingeniosa y eficaz: el rey se lamenta ante el inca por el despojo de que ha sido objeto por parte de Napoleón. Atahualpa, sinceramente conmovi­do, no pierde la oportunidad de enrostrarle que com­prende el sufrimiento real por cuanto él también ha sido despojado de su corona, de sus dominios y hasta de su vida por los conquistadores provenientes de la tierra dé la que Fernando VII era justamente monarca. Las argumentaciones del inca resultan tan convincentes que el rey termina por afirmar: "Si aún viviera, yo mis­mo movería a los americanos a la libertad y a la independencia más bien que vivir sujetos a una nación extranjera".

En otro pasaje, y recuérdese que Monteagudo escri­ba en 1809, Atahualpa afirma que si le fuese posible regresar a la tierra incitaría a la revolución con la s siguiente proclama:

"Habitantes del Alto Perú: Si desnaturalizados e insensibles habéis mirado hasta el día con sem­blante tranquilo y sereno la desolación e infortu­nio de vuestra desgraciada patria, retornad ya del penoso letargo en gue habéis estado sumergidos; desaparezca la penosa y funesta noche de la usurpación y amanezca el luminoso y claro día de la libertad. Quebrantad las terribles cadenas de la esclavitud y empezad a disfrutar de los deliciosos encantos de la independencia: vuestra causa es justa, equitativos vuestros designios".

Su actividad-revolucionaria deparó a Monteagudo cárcel en Chuquisaca, de la que escapó para unirse al primer ejército que Buenos Aires envió al Alto Perú, ganándose prontamente la confianza de su amigo Castelli. En la cuenta de este joven, extraordinariamente bien parecido, impetuoso y de ideas radicalizadas, se anotan algunos de los hechos más sacrílegos e impru­dentes que fueron despertando en los "arribeños" una opinión contraria a los "abajeños".

Su vida, que aún levanta polémica entre detracto­res y admiradores, termina trágicamente en una calle de Lima, que gobernó escandalosamente durante el protectorado de San Martín, con el pecho destrozado por el cuchillo de un asesino a sueldo, Candelario Espinoza, a quien Bolívar manda llevar a su presencia y le promete ahorrarle la muerte si confiesa quién le había pagado para asesinar a su entonces favorito.

La confesión hecha a solas debió ser tan impactan­te que don Simón guardó el secreto hasta su tumba. Una de las tareas que Bernardo Montegudo llevó a cabo con éxito a favor de su fecunda capacidad de convicción fue la defensa de Castelli y Balcarce, acu­sados de traición e ineptitud luego de la derrota sufri­da en Huaqui, juicio que de todas maneras reverdece­ría años más tarde y que llevaría al gran orador del 24 de mayo de 1810, Castelli, a morir en la cárcel.

El estilo inflamado del que Monteagudo era expo­nente arquetípico y que campeaba entre los estudian­tes y doctores revolucionarios de los claustros chuqui­saqueños está íntimamente relacionado con el que más adelante utilizarían los esposos Padilla y otros jefes de partidarios en sus proclamas.

Por ejemplo el cura Muñecas, uno de los grandes caudillos altoperuanos, en Larecaja, al unirse a la causa rebelde, en 1811:

"Ya tenéis reunidos a tara sagrada causa todos los pueblos de la Provincia, pero esta capi­tal no contenta con esto, quiere que todos los demás pueblos americanos disfruten de igual beneficio; para este efecto he dispuesto una Expedición Auxiliadora de hombres decididos a pre­ferir la muerte a una vida ignominiosa.

"Compatriotas, reuniros todos, no escuchéis a nuestros antiguos tiranos, ni tampoco a los des­naturalizados, que acostumbrados a morder el fierro de la esclavitud, os quieren persuadir que sigáis su ejemplo; echaos sobre ellos, despedazadlos, y haced que no quede aun memoria de tales monstruos.

"Así os habla un cura eclesiástico que tiene el honor de contribuir en cuanto puede en benefi­cio de sus hermanos americanos".

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