JUANA AZURDUY
Capítulo XXX
Quienes la conocieron ya anciana, como el historiador Gabriel
René Moreno, que transcurrió su infancia en Chuquisaca, relata
que con alguno de sus amigos se les ocurrió que esa Juana
Azurduy de la cual se contaban hazañas podía ser la viejecita
del mismo nombre que habitaba sola y pobre una vivienda en el
barrio de Coripata. También cuenta que a pesar de que los
niños le tiraban la lengua para que hablara sobre los hechos
de la independencia, casi nada salió de su boca y que
transcurría largas horas en silencio, pensativa, recordando y
evocando a tantos seres queridos, teniendo siempre a su lado
una cajita en la que guardaba sus tesoros más preciados: las
comunicaciones de Belgrano nombrándola teniente coronela y
algunas oxidadas condecoraciones.
Mientras tanto Bolivia se desangraba en absurdas luchas
intestinas. Así lo relata Alcides Arguedas:
"La República entró en un período de franca desorganización.
En menos de un año, desde el 10 de junio de 1841 basta el 20
de octubre, hubo trece alzamientos revoltosos, de los cuales
cuatro por Santa Cruz, seis en favor de Ballivián y tres en el
de Velasco, todos
exclusivamente a nombre de personas y sin invocar ningún
principio, sin orientaciones ideales, únicamente
impulsados por los caudillos angurriosos, en terrible y
constante afán demoledor".
Lo que más indignaría a la teniente coronela es que Santa
Cruz, cómo ya lo señalásemos, había sido colaborador directo
de Goyeneche, Ballivián había luchado a las órdenes de De la
Serna y también Velasco había sido integrante de los ejércitos
del rey, a los cuales ella y Manuel Ascencio combatieron con
tanto desprendimiento y con tantos sacrificios.
Por fin la muerte se apiadó de doña Juana y decidió
llevársela. Por ese entonces vivía sólo acompañada por un niño
desvalido, Indalecio Sandi, algo corto de entendederas, hijo
natural de un pariente lejano, quien simbolizó, aun en su
desamparo postrero, su hondísimo amor por los más
necesitados.
A la teniente córonela ya no le importaba que la hubieran
abandonado sus prójimos porque poco a poco había ido
internándose en su riquísimo mundo de recuerdos, confiando
quizás en que la justicia de Dios la devolvería por fin junto
a sus amados Manuel Ascencio, Manuelito, Mariano, Juliana,
Mercedes, Hualparrimachi, al galope con el frío viento de la
Puna acariciando sus caras, felices, riendo con los ojos
vueltos hacia el cielo azulísimo, blandiendo el sable que
Belgrano le legase, el general abajeño que la saluda agitando
su brazo al verla pasar haciendo retumbar el suelo con los
cascos de su caballo que parece volar, porque ella aprieta sus
ijares en el lugar exacto que su padre le enseñó, pero Manuel
Ascencio la alcanza, porque es hombre y muy macho, y la abraza
con ternura y la besa hasta mojarle las mejillas, Juana
avergonzada porque sus hijitos e hijitas los miran amarse y
entré ellos se hacen morisquetas cómplices, contentos porque
otra vez están juntos, porque Hualparrimachi acaba de componer
su mejor poema, porque ninguna bomba cae alrededor, porque de
nadie y de nada deben huir, porque nadie acosa, tortura o
decapita, porque es primavera y todo está en orden, mientras
inauditamente las áridas laderas del altiplano se cubren de
flores bellísimas, eternas.
Sin parientes ni amigos, a los
82 años, en medio de
la más absoluta pobreza y soledad, Juana Azurduy pasó sus
últimos instantes.
La alcoba donde murió se encuentra en la casa número
218 de la calle
España, en el patio interior que parece el corralón de algún
antiguo tambo, donde viajeros y trajinantes alquilaban una
pieza para pasar la noche.
El cuarto es pequeño y miserable, tiene un ventanuco al
oriente y la puerta al norte. Dentro hay una escalerilla de
adobe para alcanzar la abertura, las paredes están
blanqueadas y el techo enseña sus recias vigas y sus cañas
trenzadas, rumorosas de vinchucas.
En un lecho humilde con márfagas burdas
que los indios llaman "ppullus" expiraba doña Juana. Además
del lecho, había en la alcoba una vajilla de barro, en las
paredes algunas imágenes, el arca pequeña con los papeles y
otro catre para Indalecio, el niño harapiento, único testigo
del último suspiro de la teniente coronela.
Murió, como no podía ser de otra manera, un
25 de Mayo. Y esto,
un postrer homenaje de la Historia, también fue, una vez más,
motivo para el desaire de sus contemporáneos, ya que cuando el
niño Sandi se dirigió a las autoridades chuquisaqueñas
reclamando las honras fúnebres que le hubieran correspondido
por su rango, el mayor de plaza, un tal Joaquín Taborga, le
respondió que nada se haría, pues estaban todos ocupados en
la conmemoración de la fecha patria.
Nadie, salvo el niño y quizás un cura, acompañó los resto de
la gran Juana Azurduy, y éstos fueron depositados en una fosa
común. "Se sepultó en el panteón general de esta ciudad en
fábrica de un peso”, dice la partida de defunción. Es decir,
que su muerte sólo mereció un oración, y su costo fue de un
peso...
Muchos años más tarde, cuando quiso rendírsele el postergado
homenaje que merecía, hizose cavar en el lugar que Indalecio
Sandi, casi anciano ya, señaló como el de la probable
sepultura de doña Juana, y algunos huesos que entonces se
rescataron fueron considerados simbólicamente como
pertenecientes a la gran guerrera. |