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JUANA AZURDUY

Cap�tulo XXIII

 De all� en m�s la acci�n de los partidarios altoperua�nos fue a�n m�s heroica, ya que al retirarse las tropas porte�as volvieron a quedar, y esta vez para siempre, a merced de la represi�n de los realistas. Esta fue tan brutal que recordemos que Bartolom� Mitre enumer� 105 caudillos, de los que cuando el Alto Per� logr� su independencia en 1825 s�lo quedaban vivos 9.

Lo tard�o de la ruptura de sus cadenas con Espa�a, la m�s tard�a de todas las naciones sudamericanas, indica tambi�n a las claras hasta qu� punto fue vigoro�so el dominio de los godos, quienes tuvieron en sus jefes y oficiales del Alto Per� algunos de sus m�s experimentados, h�biles y despiadados militares de la guerra americana.

Luego de Sipe-Sipe apenas quedaron el cura Mu�e�cas e Larecaja, Betanzos entre Cotagaita y Potos�, Uriondo y M�ndez en Tarija, Camargo en Cinti, Lanza en Ayopaya, el argentino Warnes en Santa Cruz de la Sierra y los esposos Padilla cubriendo la regi�n entre Chuquisaca y La Laguna.

La mayor�a de los nombrados pagaron caro su patriotismo y tuvieron finales tr�gicos. As�, por ejem�plo, el presb�tero Ildefonso Escol�stico de las Mu�e�cas, nacido en San Miguel de Tucum�n, quien lleg� a ser cura rector de la catedral del Cuzco. Ya en 1809, en el levantamiento de La Paz, se hab�a decidido por la Revoluci�n Americana y luego en 1814 tuvo activa participaci�n en el alzamiento del cacique Pumacahua, cuyo infortunado desenlace lo oblig� a buscar refugio en la inh�spita regi�n monta�osa de Larecaja.

All� desarroll� una vigorosa acci�n  guerrillera, sublevando en masa a las multitudes de esa regi�n de probada tradici�n revolucionaria, a la que conduc�a en su doble condici�n de caudillo y sacerdote.

Cuando en 1815 el tercer ej�rcito auxiliar argentino al mando de Rondeau se intern� en el altiplano, el cura Mu�ecas fue uno de los muchos jefes locales que le prestaron apoyo. Junto con los caudillos Monroy, Carriere y Carri�n, dirigiendo una tropa numerosa de indios y criollos, impidi� que los realistas traspasaran el r�o Desaguadero. Finalmente, la superioridad num�rica, estrat�gica y en armamento de su enemigos los deshicieron en los altos de Paucarkolla; Monroy al verse perdido se suicid� de un pistoletazo, en tanto que Carri�n, Carrieri y otros cinco jefes revoluciona�rios fueron hechos prisioneros, fusilados y sus cabezas expuestas en picas a la vera del camino hacia La Paz, como escarmiento.

El cura Mu�ecas logr� escapar y en muy poco tiempo hab�a rehecho sus fuerzas, con las que luego de sucesivos encontronazos con las tropas realistas qued� due�o de una vasta regi�n al norte y al este del Lago Titicaca.

Para el virrey Pezuela se transform� en una exigen�cia de primer orden el destruir a este caudillo, uno m�s de los que le imped�a avanzar sobre las provin�cias rioplatenses, para no dejar al descubierto su reta�guardia. Para ello fue destacado un poderos�simo ej�r�cito al mando del coronel Agust�n Gamarra, que logr� cercar al cura Mu�ecas al pie del nevado de Sorata y lo aplast� en Colocolo, procediendo luego a pasar por las armas a todos los prisioneros.

Nuevamente logr� escapar Mu�ecas aprovechando su conocimiento de la tortuosa geograf�a de la zona, pero fue prontamente denunciado por un indio com�padre, cayendo en manos de las fuerzas espa�olas junto con los 30 fieles que a�n lo acompa�aban, los que fueron fusilados de inmediato.

El cura fue conservado con vida y el capit�n lime��o Pedro Salar recibi� orden de trasladarlo ante la presencia de Pezuela en Cuzco, donde iba a ser degradado y ahorcado. Pero en el camino, cerca de Tihuanacu, fue asesinado por la espalda por indica�ci�n de Salar, seguramente cumpliendo �rdenes supe�riores.

El cad�ver del sacerdote fue rescatado por algunos indios que lo veneraban y enterrado en la capilla de Huaqui.

Otro m�rtir de nuestra independencia fue el gran caudillo Jos� Vicente Camargo, con quien nuestra historia, igual que con los dem�s jefes de partidarios que combatieron en el Alto Per�, ha sido inmensa�mente injusta, debido a que sus lugares de nacimien�to, como as� tambi�n las regiones donde guerrearon, pertenec�an entonces a las Provincias Unidas del R�o de la a Plata, pero pasaron, a partir de 1825, a pertene�cer a un nuevo pa�s, Bolivia. Por lo que tambi�n dej� de reconoc�rseles su argentinidad y su cicl�pea contribuci�n a algunas de las mejores p�ginas de nuestra historia, sumergi�ndolos en un olvido afren�toso.

Desde Cinti las montoneras de Camargo amenaza�ban constantemente la fortaleza de Cotagaita y mante�n�an as� las puertas abiertas para el ingreso de los ej�r�citos patriotas desde la Argentina. Sus acciones audaces y sorpresivas causaron honda preocupaci�n a los jefes realistas, y decidieron a Pezuela a ordenar en enero de 1816 al brigadier Antonio Mar�a Alvarez marchar con 500 hombres sobre Cinti. Al caer la noche pene�traron en el valle, sorprendi�ndose al divisar los cerros tachonados por numerosas fogatas. Eran los hombres de Vicente Camargo, que, advertidos por sus vig�as, los esperaban armados de hondas, piedras y cuchillos. En la planicie, la caballer�a del mayor argentino Gre�gorio Ar�oz de Lamadrid dio comienzo a sus manio�bras, distrayendo al enemigo y permitiendo as� que los descalzos y bronceados montoneros cayeran sobre los chapetones y los derrotaran.

Pezuela, sin salir de la sorpresa, orden� al ''coronel Ola�eta que alcanzara a Lamadrid y vengara la derrota de Alvarez. Tal orden se cumpli� el 12 de febrero en las m�rgenes del r�o San Juan.

Pero segu�an las guerrillas de Camargo obstruyendo el avance realista hacia el sur. Era necesario despejar de rebeldes toda la zona y para ello organiz� una nue�va y poderosa expedici�n al mando del coronel Bue�naventura Centeno. En el mes de marzo arrollaron: a las avanzadas patriotas para apoderarse de Cinti, pero entonces chocaron con las milicias de Camargo, las cuales hicieron proezas de valor y causaron considera�bles bajas a las fuerzas de Centeno. Los refuerzos oportunos y las informaciones proporcionadas por dos traidores ayudaron a los del rey a salvar la situaci�n.

�La batalla es de muchos episodios  crueles, sangrientos, desarrollados del 27 de mayo al 3 de abril -escribe Heriberto Trigo-. Al amanecer de este �ltimo d�a los realistas toman de sorpresa el campamento de los patriotas. Herido, cae prisionero el guerrillero Camargo, y en el acto es pasado a deg�ello. No es el �nico a inmolado, pero su nombre seguir� siendo de gloria y bandera de combate."

Esta etapa marca la aparici�n de jefes realistas de mayor ferocidad que los hasta entonces conocidos; tambi�n de mayor eficacia en el cumplimiento de sus misiones. Entre ellos cabe destacar al coronel Francis�co Javier Aguilera, quien se dirigi� hacia el oriente para acabar con Padilla y con Warnes, y el mariscal de campo don Miguel Tac�n, quien fue destinado a Poto�s�.

Inauditamente, es �ste tambi�n un per�odo de triunfos y de victorias de las fuerzas irregulares de los Padilla sobre los cada vez mejor organizados y bien pertrechados ej�rcitos del rey.

Entre las m�s importantes se encuentra la de El Villar, en la que, por su valor y por haber conquistado una bandera, do�a Juana es premiada, a instancias de Belgrano, con el grado de teniente coronel del Ej�rcito Argentino, lo que la colmar� de orgullo.

Cabe se�alar que la relaci�n de los Padilla con Buenos Aires siempre fue muy estrecha, a pesar de las decepciones y malos tratos que sufrieran por parte de los porte�os. A pesar de ello su insignia sigui� siendo la bandera azul y blanca y por ello el color celeste fue la contrase�a entre los patriotas, tanto que el cruel Tac�n impon�a graves castigos y penas para las muje�res que, en Potos�, llevasen algo celeste en su vesti�menta.

La buena relaci�n de Manuel Ascencio y Juana fue, esencialmente, con el general Belgrano, a quien apre�ciaban y respetaban, sentimientos que �ste les corres�pond�a en grado superlativo. Para �l era clar�sima la gran importancia que los jefes de partidarios como los esposos Padilla ten�an para el buen �xito de la revolu�ci�n desatada el 25 de mayo de 1810, ya que las fuer�zas realistas no pod�an desguarnecer su espalda ante esa amenaza y por lo tanto se ve�an impedidos de avanzar victoriosamente sobre Buenos Aires, aunque los ej�rcitos abaje�os hubiesen sido destrozados, como hab�a sucedido luego de Huaqui, de Vilcapugio y de Sipe-Sipe.

Esta fue la raz�n por la que no s�lo distingui� a do�a Juana sino tambi�n a Manuel Ascencio:

"Se�or Coronel de Milicias Nacionales, don Manuel Ascencio Padilla.

"Incluyo a Ud. el despacho de Coronel de Mili�cias Nacionales a que le considero acreedor por los loables servicios que se me ha instituido est� ejerciendo en esos destinos de libertarlos del yugo espa�ol lo que ya ha jurado nuestro Soberano Congreso, resuelto a sostenerlo con cuantos arbi�trios quepan en los altos alcances de su elevada austeridad. (...)

"En el entretanto, poni�ndose Ud. y toda su gente bajo la augusta protecci�n de mi generala que lo ser� tambi�n de Ud., Nuestra Se�ora de Mercedes, no tema Ud. riesgos en los lances acor�dados con la prudencia, pues ella siempre es declarada por el �xito feliz de las causas justas como la nuestra.(...)

"No deje Ud. de comunicarme siempre que pueda sin inminente riesgo los resultados de sus empresas, sean favorables o adversas, para mi conocimiento y poder y o tomar las medidas que considere oportunas.

"Dios guarde a Ud. muchos a�os.

"Tucum�n a 23 de octubre de 1816.

                                        Manuel Belgrano".

Esta designaci�n lleg� cuando hac�a ya varias semanas que la cabeza de Padilla, sus ojos vaciados por hormigas, gusanos y caranchos, luc�a empicada en el extremo de un palo al lado de otra, de mujer, que sus asesinos supusieron de do�a Juana.

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