JUANA AZURDUY
Capítulo XVIII
Mientras tanto en el vientre de doña Juana había ido creciendo
el nuevo retoño, el que, como no podía ser de otra manera, se
asomó al mundo en condicione dramáticas y peligrosas.
Las primeras contracciones sobrevinieron cuando los esposos se
encontraban en el pueblo de Pitantora, oficiando honras
fúnebres al caudillo partidario Gregorio Núñez, cuya cabeza
cercenada y empicada en la punta de un largo palo habían
hallado al costado de su camino, en un macabro gesto de
desafío por parte
de los
realistas.
En el mismo momento en que la mujer comenzó a sentir los
dolores del parto, una partida enemiga atacó
a los patriotas librándose
una breve y encarnizada escaramuza.
Juana, acompañada de las experimentadas indias qué iban a
ayudarla,
se
dirigió hacia las orillas de un río, donde, temiendo la
posible aparición de tablacasacas guiados por los cantos
religiosos y medicinales
que según las costumbres
indígenas aseguraban éxito en el parto y buenaventura para el
recién nacido, dio a luz.
Mientras el cuerpecito era lavado de exudaciones
sanguinolentas en las turbias aguas del río, el flamante padre
acudía presuroso para estrechar a su esposa en
un largo y tierno abrazo e inclinarse sobre la niñita, con el
típico pudor de los varones de dañar alguien que parecía tan
frágil, impresionado también por ese hecho tan inexplicable y
maravilloso.
Llegaron los realistas comandados por el capitán Boza, militar
acreditado de valiente, y a pesar de que eran más de
doscientos, todos armados de
fusil, fueron contenidos con redoblada audacia hasta que la noche
separó a los contendientes. Entre tanto, doña Juana y su corte
parturienta pudieron alejarse más de doce leguas del lugar del
combate, llevando consigo las cajas de monedas y objetos
valiosos capturados al enemigo y requisados a quienes
colaboraban con los partidarios del rey.
Al día siguiente los guerrilleros, sopesando la superioridad
numérica de sus enemigos, se dispersaron como en estas
ocasiones acostumbraban hacer. Pero Padilla, temiendo que su
esposa y su hija recién nacida no se hubiesen alejado bastante
a causa de su estado, con pocos -guerrilleros armádos de fusil
y otros de hondas, sostuvo un encarnizado combate digno de
toda admiración por la desigualdad de fuerzas. Los realistas
tuvieron numerosas bajas y se alejaron con el objeto de
rehacerse, y entonces pudo Padilla retirarse ordenadamente del
campo de batalla, reuniéndose a poca distancia con
el resto de su gente que lo esperaba y continuando su marcha ya
sin ser molestados.
Mientras Padilla y los suyos combatían con tanto valor en
Pitantora, doña Juana avanzaba penosamente con su bebita y los
recursos con que los esposos se aprovisionaban de armas,
bestias y víveres, acompañada del sargento Romualdo Loayza y
cuatro soldados más de su escolta. Estos, considerando la
circunstancial debilidad de su jefa y tentados por el
cargamento que conducían, resolvieron apoderarse de
él sacrificando a
doña Juana, absorta en la recién nacida que llevaba en brazos,
su carita sumergida en el pecho ubérrimo.
La futura teniente coronela comprendió que estaba en peligro
y, rugiendo, decidió vender cara su vida, no tanto por ella
sino por ese otro fruto de su vientre, decidida a evitarle lo
que no había podido ahorrarles a Manuel, Mariano, Mercedes y
Juliana.
De un sablazo en el cuello derribó a Loayza de su mula y
arengó a los otros n quechua, paralizándolos, impresionados
por la ferocidad que irradiaban esos ojos que volvían a
parecerse a los de la Pachamama. Sobrecogidos, sin poder
reaccionar a pesar de los gritos de Loayza revolcándose sobre
el suelo, observaron como la mujer apretó el bulto de vida
contra su pecho y espoleando salvajemente su cabalgadura la
obligó a zambullirse desde gran altura en las aguas revueltas
del río. Luego de una bravía lucha contra la corriente, el
noble animal consiguió llegar a la otra orilla, poniendo
a salvo a su jinete y
a su preciosa carga.
Los esposos Padilla resolvieron entonces, de común acuerdo,
que la pequeña a quien bautizaron con el nombre de Luisa no
podía acoplarse a una vida que ya se
había cobrado nada menos que
cuatro hijos, y decidieron ponerla bajo la custodia de
una india, doña Anastasia Mamani, en quien confiaban
ciegamente y que llevó
a cabo su tarea con dedicación y lealtad.
Esta temprana separación, que se prolongó más tiempo
de lo que Juana hubiese
imaginado y deseado, fue seguramente una de las causas por las
que la relación entre ella y su hija no fuera todo lo buena
que ambas hubiesen deseado. Quizás había nacido con el sino de
una empresa imposible de lograr, sustituir a sus hermanos
muertos idealizados por el sentimiento de culpa de su madre, y
para colmo de males, mujer, cuando muchas veces repitió en su
vejez doña Juana que
hubiese deseado un hijo varón, alguien tan maravilloso como su
padre, como Manuel Ascencio o como quien conociere más tarde:
Martín Güemes. |