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JUANA AZURDUY

Capítulo XVII

La guerra era cada vez más brutal y parecía no ter­minar nunca. Sus protagonistas se fueron endureciendo y ­volviéndose más feroces. Quizás fuera ésta la forma de sobrevivir en ella.

Eso mismo le había sucedido al general Manuel Belgrano, tan respetado por los Padilla, quien, en un primer momento, luego de hacerse cargo del segundo ejército del norte en sustitución de Castelli y González Balcarce, habiendo obtenido el magnífico triunfo de la batalla de Tucumán, decidió amnistiar a los vencidos y otorgarles el beneficio de una rendición con honores y dejándolos en libertad. Entre ellos a su comandante en jefe,  el arequipeño Pío Tristán,

quien juró igual que sus soldados ante la Virgen del Carmen no volver a tomar las armas en contra de los patriotas.

Desde el humanitarismo de este gesto hasta la cruel decisión del mismo Belgrano de hacer fusilar por la espalda, cuidando de no agraviar sus cabezas, a algunos soldados juramentados que luego habían sido apresados en Tambo Nuevo, mediaron sólo algunos meses de cruenta lucha que transformaron el alma del creador de nuestra bandera. Tanto fue así que la instrucción de que los plomos no arruinaran las cabezas de los condenados se debió a que éstas fueron cortadas y colocadas en el extremo de picas erguidas cerca del campamento enemigo, por lo que era indispensable que fuesen reconocibles para escarmentar y horrorizar a los realistas.

Esas extremas condiciones de vida, en que él sufrimiento y el dolor acechaban en cada recodo, provocaría también disturbios en las relaciones de los Padilla con sus subordinados. Fue así como después de la terrible derrota de Carretas, en la que no sólo perdieron a Juan Hualparrimachi sino a una importante porción de sus fuerzas, Manuel Ascencio recriminó acremente a Zárate, pues éste no había respetado sus órdenes de aguardar con reservas en Turuchipa por si fuese necesario contar con su ayuda.

Su lugarteniente, por propia decisión, había emprendido algunas acciones contra el enemigo que no sólo le impidieron recibir y responder a los dramáticos pedidos de ayuda de su jefe, sino que también había diezmado dichas reservas, con las que contaban los esposos para reorganizar sus fuerzas.

Zárate reaccionó con enojo ante el reproche y se dirigió a entrevistar a Antonio Alvarez de Arenales para cuestionar la autoridad de Manuel Ascencio.

Este español al servicio de la causa patriota, quien era reconocido como jefe por todos los caudillos altoperuanos, reafirmó la autoridad de Padilla e instruyó a Zárate a obedecerlo, aunque también pidió a los esposos que moderaran el estilo despótico y algo irreflexivo que imprimían a sus acciones desde un tiempo a esa parte.

Enterados los españoles de las nefastas consecuencias que la Batalla de Carretas había tenido (para los esposos Padilla, consideraron llegado el momento de volver a agrupar fuerzas y asestar el golpe definitivo. El objetivo era no sólo terminar con dichos caudillos sino también dejar expedito el camino para atacar a Warnes.

El coronel Manuel Warnes había sido designado gobernador de Santa Cruz de la Sierra por Belgrano, pero no permaneció mucho tiempo en esta situación por las derrotas en Vilcapugio y Ayohúma, pasando a la lucha guerrillera junto con don Antonio Alvarez de Arenales.

Los dos caudillos se abocaron a la tarea de organizar y preparar sus tropas con miras de sorprender a los chapetones, causarles bajas y regresar rápidamente a sus refugios.

En este accionar de ataques sorpresivos, el 25 de mayo de 1814 ambos enfrentaron a las tropas del jefe realista José Blanco en una sangrienta batalla en la región de La Florida, donde los heroicos guerrilleros destruyeron a las fuerzas realistas y dieron muerte a su comandante.

El coronel Ignacio Warnes reasumió el cargo de gobernador de Santa Cruz, pero la presencia de tropas realistas al mando de Juan Bautista Altolaguirre lo obligaron a ponerse a la cabeza de su ejército, abandonando de nuevo su gobernación. Las fuerzas contendientes se enfrentaron en Santa Bárbara el 27 de noviembre de 1815, con gran valor y coraje por ambas partes. Al final, los patriotas coronaron sus esfuerzos con la victoria, y el jefe realista Altolaguirre quedó muerto junto a la mayoría de sus soldados.

Warnes regresó triunfante a Santa Cruz y volvió a ocuparse de los asuntos de la gobernación.

"Dueño absoluto, desde entonces, de aquella provincia, que gobernaba con dureza, haciendo temer  su autoridad -dice don Luis Paz- se hallaba a la cabeza de 700 a 800 hombres de las tres armas con cinco piezas de artillería, sirviendo de base y reserva a la insurrección que se extendía al resto del país. "

Si los realistas pudieran eliminar a los Padilla y lue­go, abierto el camino hacia Santa Cruz, hacer lo mismo con Warnes, la insurrección altoperuana estaría casi completamente derrotada, y ello permitiría al virrey Pezuelá concentrar sus fuerzas en avanzar sobre Buenos Aires o, en caso de confirmarse los rumores, oponerse al asalto por mar que se decía planeaba ese general litoraleño recién llegado de España.

Informados por sus espías de los planes godos, y confirmado el avance de una fuerza considerable al mando de los expertos jefes realistas Benavente y Ponferrada, los Padilla no tuvieron otro remedio que aceptar la propuesta de Umaña de unir sus escuadras, pero dicha reunión no llega a concretarse pues Umaña fue vencido y sus hombres exterminados en las inme­diaciones de Tarabuco, en una acertada estrategia que lo tomó entre dos fuerzas al mando de cada uno de los jefes realistas.

También Manuel Ascencio decidió dividir sus tropas irregulares, una de ellas al mando del caudillo Esteban Fernández, que había respondido a su convocatoria, a quien se le asignó la misión de hostigar al enemigo sin enfrentarlo directamente.

La otra columna estaría a cargo de doña Juana, y su misión,. era la de asaltar y ocupar Tarabuco, con el objeto de confundir al adversario y al mismo tiempo dar evidencias a los habitantes de la región de que la resistencia seguía firme.

Con ello cumplían los Padilla los pedidos que con sus mensajeros les enviara Arenales, rogándoles que impidiesen el paso de las fuerzas destinadas a atacarlo hasta tanto él no pudiese fortalecer su posición en la medida de poder ofrecer la adecuada resistencia.

Otro interesante ardid puesto en juego por Manuel Ascencio y Juana fue el de engañar a los jefes realistas haciéndoles creer que avanzaban a marchas forzadas hacia Chuquisaca, aprovechando que aquéllos la habían dejado casi desguarnecida, obligándolos a abandonar precipitadamente sus posiciones en las proximidades de Tarabuco y liberando así la presión sobre Umaña y Arenales. Todo ello para luego descubrir, agotados y furiosos, que sólo se había tratado de una maniobra!, de distracción y que los Padilla habían desviado su camino y se encontraban nuevamente en Tarabuco.

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