Juana nació en Chuquisaca. Eso no era
nacer en cualquier lugar ya que dicha ciudad, que también
recibía los nombres de La Plata o Charcas, era una de las más
importantes de la América española.
Pertenecía al Virreynato del Río de La
Plata desde 1776, igual que el resto del Alto Perú, y en ella
residían nada menos que la Universidad de San Francisco
Xavier, la Audiencia y el Arzobispado.
En los claustros de primera se formaron
la mayoría de quienes protagonizaron la historia de las
independencias argentina y altoperuana. Entre nuestros
próceres cabe nombrar nada menos que a Castelli, Moreno,
Monteagudo y otros.
Era una ciudad socialmente
estratificada, desde la aristocracia blanca que podía alardear
de antepasados nobles venidos desde la Península Ibérica hasta
los cholos miserables que mendigaban por las empinadas calles
empedradas o mal subsistían del "pongueaje" en las
avaricientas casas señoriales. Entre ambos había sacerdotes,
togados y concesionarios de mitas y yaconazgos enriquecidos
fabulosamente con las cercanas minas de Potosí, a pesar de que
sus vetas de plata habían ido agotándose con la explotación
irracional que devoró miles y miles de vidas indígenas.
En la universidad circulaban las ideas
de los neoescolásticos españoles -Vitoria, Suárez, Covarrubias,
Mariana-, que prepararon el camino para la conmoción
ideológica producida por la Enciclopedia Francesa, y las ideas
de Rousseau. Fue allí donde nacieron las demandas de igualdad,
libertad y fraternidad que comenzaron a conmover los cimientos
de la dominación española en sus colonias virreinales del sur
de América.
En las cercanías de Chuquisaca nació
Juana Azurduy, y tal destino geográfico influyó decisivamente
en su vida. Fue hija de don Matías Azurduy y doña Eulalia
Bermudes.
Era niña agraciada que prenunciaba la
mujer de la qué mentaríase su belleza. Una contemporánea, doña
Lindaura Anzuátegui de Campero la describía así: "De
aventajada estatura, las perfectas y acentuadas líneas de su
rostro recordaban el hermoso tipo de las transtiberianas
romanas".
Valentías Abecia historiador boliviano,
señala que "tenía la hermosura amazónica, de un simpático
perfil griego, en cuyas facciones brillaba la luz de una
mirada dulce y dominadora". Esa indiscutible belleza será en
parte responsable del carismático atractivo que doña Juana
ejerció sobre sus contemporáneos.
Su madre, de allí su sangre mestiza, era
una chola de Chuquisaca que quizás por algún desliz amoroso de
don Matías Azurduy, se elevó socialmente gozando de una
desahogada situación económica, ya que el padre de doña Juana
era hombre de bienes y propiedades.
Juana heredaría de su madre las
cualidades de la mujer chuquisaqueña: el hondo cariño a la
tierra, la apasionada defensa de su casa y de los suyos, la
viva imaginación rayana en lo artístico, la honradez y el
espíritu de sacrificio. La conjunción de sangres en ella fue
enriquecedora, pues llevaba la sabiduría de los incas y la
pasión dé los aventureros españoles. Pues también mucho tuvo
de la España gloriosa y esforzada por línea paterna, porque
fue mujer de ambición y de sentido de grandeza, capaz de casi
todo en la persecución de sus ideales.
Nació el 12 de julio de 1780, dos años
después de un hermano muerto prematuramente, Blas. Quizás algo
de los varoniles atributos que sin duda caracterizaron a doña
Juana se debiera al duelo imposible por una pérdida
irreparable que hizo que los padres le transfiriesen las
características reales o idealizadas de quien ya no estaba.
También es de imaginar que en una sociedad conservadora como
la chuquisaqueña, don Matías y doña Eulalia hubiesen anhelado
la llegada de otro varón para que perpetuase un apellido
considerablemente noble y también para que en su adultez
pudiese sustituir al padre en la administración de las
propiedades familiares.
En aquella época, lo que resalta aún más
la extraordinaria trayectoria de doña Juana, las mujeres
estaban irremisiblemente condenadas al claustro monacal o al
yugo hogareño.
De niña, Juana gozó en la vida de campo
de libertades inusitadas para la época. Se crió con la
robustez y la sabiduría de quien compartía las tareas rurales
con los indios al servicio de su padre, a quienes observaba y
escuchaba con curiosidad y respeto, hablándoles en el quechua
aprendido de su madre y participando con unción de sus
ceremonias religiosas.
En su vejez contaba que fue su padre
quien le enseñó a cabalgar, incentivándola a hacerlo a galope
lanzado, sin temor, y enseñándole a montar y a desmontar con
la mayor agilidad. La llevaba además consigo en sus muchos
viajes, aun en los más arduos y peligrosos, haciendo orgulloso
alarde ante los demás de la fortaleza y de las capacidades de
su hija. Sin duda se consolaba por el varón que el destino y
el útero de su mujer le negaran. Así iba cimentándose el
cuerpo y el carácter de quien más tarde fuese una indómita
caudilla.
Vecinos de los Azurduy, en Toroca, eran
los Padilla, también hacendados. Don
Melchor Padilla era eestrecho amigo del padre de Juana, y
ellos y sus hijos se ayudaban en las tareas campestres y
compartían las fiestas. Pedro y Manuel Ascencio, bien
parecidos, francos y atléticos, forjados en la dura y
saludable vida del campo, eran los jóvenes Padilla, y muy
pronto entre Juana y Manuel Ascencio se despertó una fuerte
corriente de simpatía.
La intensa relación de Juana con su
padre se acentuó aún más con el nacimiento cíe una
hermana,Rosalía, quien capturó la mayor parte de los desvelos
maternos, en tanto don Matías terminaba de convencerse de que
jamás sería bendecido con un hijo macho.
Siguiendo con las costumbres de la
época, terminada su infancia, Juana se trasladó a la ciudad
para aprender la cartilla y el catecismo, lo que hacía sin
duda a contrapelo de su espíritu casi salvaje, enamorado de la
naturaleza, de los indígenas y del aire libre, pero que
también le confirió la posibilidad de desarrollar su
inteligencia notable y le aportó las nociones para organizar
el pensamiento lúcido que siempre la caracterizó.
Marcada por un sino trágico que la
perseguiría toda su vida y que la condenaría a la despiadada
pérdida de sus seres más queridos, su madre muere súbitamente
cuando Juana cuenta siete anos sin que jamás pudiese enterarse
de la causa misteriosa, por lo que su padre la llama
nuevamente junto a él, al campo. Pero esto tampoco duraría
mucho porque don Matías, enzarzado en un entrevero amoroso,
muere también, violentamente, sospechándose que a mano de
algún aristócrata peninsular que por su posición social pudo
evadir todo escarmiento.
No es improbable que esta circunstancia
de brutalidad y de injusticia, que la separó definitivamente
de quien ella más amaba -y a quien ella más debía-, haya
teñido el inconsciente de Juana de un vigoroso anhelo