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AGRUPACI�N DE PE�AS AMIGAS DE LA ZONA SUD

REVISTA DE DIFUSI�N
"RECUERDOS DE NUESTRA TIERRA"
A�O 6 - REVISTA
25


 Mujeres Argentinas
La vida entre la pasi�n, la desolaci�n y finalmente la muerte de Remedios de Escalada.

-Ella una de la tantas mujeres que han forjado nuestra historia, que a�n hoy, lo triste de su destino y la soledad en el final de sus d�as, logra conmovemos hondamente..."

Mar�a de los Remedios Carmen Rafaela Feliciana de Escalada, as� fue bautizada un 20 de noviembre de 1797, en la Merced, el d�a de su nacimiento, por sus padres Antonio Jos� y Tomasa. Su padre Canciller de la Real Audiencia, que la hab�a entregado siendo aun una ni�a por ambici�n de dinero y poder, al hombre que jam�s la hab�a hecho feliz, esto seg�n lo calificaba ella: un vil arreglo pol�tico, un gran acontecimiento social que se ocultaba detr�s de estas palabras: libertad, revoluci�n e independencia.

El 12 de Septiembre de 1812 se cas� con Jos� de San Mart�n, ella ten�a solo catorce a�os, �l treinta y cuatro, y desde este instante comienza su desolado sufrimiento. Una vida austera impuesta por su esposo desde el mismo momento en que descubre su ajuar de sedas de Par�s y R�o de Janeiro y las convierte en cenizas explic�ndole que la esposa de un militar de su rango no deb�a exhibir lujos, provoc�ndole desaz�n y angustia... Le dej� solo tres vestidos, "los m�s descoloridos y simples". As� se presenta en Mendoza en Septiembre de 1814, su �nico af�n acompa�arlo, contenerlo, esperando sentir su abrazo, su coraz�n palpitando de algarab�a ante su presencia, y dice: "�l me azot� con distancia y su maldito aire militar". Se instal� en su hogar, sencillo, cercano a la plaza de armas y al Cabildo, al que pocas veces acudi� a refugiarse, porque antes que esto, el olor a p�lvora, la estrategias dise�adas sobre un papel, las voces de los soldados eran su �nico goce. "Con poco nos contentamos las mujeres junto a ellos. Sus brazos guerreros manchados de sangre, historias de mundos que jam�s visitaremos, y las voces de libertad que quieren inculcar en medio de tanto desasosiego. Pobre de aquellos que no triunfen o se equivoquen porque les pasar� lo que a nosotras: caer en el abismo del olvido y del repudio!".

Se sent�a feliz recordando aquellas tardes de paseo por las veredas de tierra junto a sus amigas, libres y divertidas, o relatando como la monjas Nieves Godoy, Dolores Esp�ndola y Mar�a del Carmen del Ni�o de Dios Correas, del Monasterio de la Buena Esperanza, hab�an decidido confeccionar y bordar la bandera del Ejercito del Libertador, entonces s�, el general tuvo palabras de reconocimiento a su labor diciendo: "las Monjas tienen el honor y la gloria de haber contribuido al m�s noble desprendimiento a la formaci�n del Ej�rcito de los Andes y el gran privilegio de haber bordado la bandera de la Patria".

Tampoco se alejaba de su pensamiento aquella maravillosa tarde en que las Patricias entregaron sus joyas, tambi�n con prop�sito de ayudar. El general era, demasiado duro y estricto en sus exigencias, solicitaba el m�ximo de los esfuerzos al pueblo mendocino, desde animales, v�veres, abrigo hasta lo m�s importante, lo m�s atesorado, la entrega a la patria de los hijos varones... Y a pesar de satisfacer con todo esto, los acusaba de indolentes: "para m� aquella tarde fue memorable..., Cada uno hab�a acercado algo, pero no negaremos que odiaron a la Patria ya la guerra, por arrancarles con insolencia desde su modesto bienestar, hasta sus hombres". Ninguna de estas reacciones sorprend�a a Remedios, porque actuaba con la misma indolencia cuando la salud quebrantada de ella, la somet�a a esos ataques infernales, sumida en la soledad con la �nica compa��a de su criada Jesusa -m�s adelante nos referiremos a ella-, �l siempre ausente, - "Jos� nunca estaba", y cada vez que emprend�a un viaje me entregaba al cuidado de alguna familia "1endocina que no se excusara en recibir a esta "t�sica desahuciada...", Como si �l no fuera un Mortal, como todos, porque tambi�n padec�a sus males, su columna, su reuma, ataques de gota, y bilis, dias en cama. Yo lo cuidaba, yo lo atend�a. Lo que �l, creo no comprend�a, era que por m�s batallas ganadas, por m�s traves�as en la monta�a y pa�ses liberados, u Jos� era un hombre , simplemente un hombre".

Todas sus maldiciones eran hacia su salud, esos fuertes ataques, acompa�ados de mareos y desmayos, su debilidad, - "Maldita enfermedad, me ha condenado a sufrir, siento un vac�o de vivir y un v�rtigo de no ser". No le dejaba disfrutar de nada y le quitaba todo, su humor hab�a cambiado y su car�cter, este mal hab�a anidado en ella, para no abandonar/a jam�s.

Entonces era inevitable pensar en Merceditas, una ni�a condenada a transitar por este mundo, sin una madre que la acompa�ara, sin un padre que la cobijara, y m�s a�n sin hermanos con quienes compartir y conversar la vida, en fin, Merceditas, sola e indefensa.

El final se acercaba, era su sombra, el general decide entonces enviar/a a Buenos Aires, una vez m�s al cuidado de su familia, un viaje que ser�a de ida. Dispuso una diligencia, soldados que la custodiaran, una criada, que no fue Jesusa. Se despidi� de ella para no volver a ver/a. Las enviaba a recorrer una camino colmado de peligros, los salvajes posiblemente atacar�an y descargar�an sobre ella todo su odio. El pueblo mendocino despidi� aquella ma�ana a su generala, pero los comentarios fueron inevitables, las habladur�as, dejaban deslizar que ese viaje era una locura, que adem�s no era la tisis, la �nica excusa, algunas desavenencias amorosas se hac�an tambi�n presentes, y lo confirma una carta que el general redacta a su amigo Guido y expresa: ..oo. Alg�n dia lo pondr� al alcance de ciertas cosas y estoy seguro dir� usted, nac� para ser un verdadero cornudo, pero mi existencia misma la sacrificar�a antes de echar una mancha sobre mi vida publica... "

Pero no viajaban en la sociedad absoluta, a poca distancia, un carromato destartalado casi, y oscuro los segu�a, todo esta fr�amente previsto, un ata�d de madera era toda su carga. El general hab�a decidido enviar/o, por si la dama no llegaba a destino. El temido ataque no se hizo esperar demasiado y cuando arribaron a la posta Demochados, el peligro los azot�, los salvajes indios arremetieron contra la dama y su comitiva. Guarecidas al reparo de un cobertizo, Remedios, su hija y la esclava se sintieron morir, lo �nico que les brind� calma fueron sus ruegos a Dios, implorando protecci�n. El general Belgrano envi� una misiva a San Mart�n: "... Pienso detenerla hasta ver m�s claro a estos hombres, opino que debe ir embarcada a Rosario..., En fin veremos lo que mejor le convenga". Por supuesto el viaje continu� por tierra.

Entr� en la ciudad de Buenos Aires por la calle de la Catedral, no muy lejos estaba la casona de los Escalada. La recibieron su padres, y tres sirvientes, que no pudieron ocultar su dolor al verla, su fragilidad era alarmante, en su rostro se dibujaba la muerte, era tan joven a�n. Hab�a vuelto a su casa, su mundo, aquel lugar que nunca debi� abandonar.

Transcurrieron los d�as y la comunicaci�n por carta con su esposo fue primero espor�dica, luego inexistente, recib�a alguna noticia por las gacetas que le acercaban el general O'Higgins o lo amigos de San Mart�n, esto la manten�a informada. Entre otras, lo supo en Chile, trabajando para liberar a Per�, m�s tarde en Lima, vencedor, pero la Independencia continental de Sud Am�rica ser�a su gran obra. Tambi�n le interesaron sus amor�os con una chilena arist�crata ella, o con Rosa Campusano, una peruana. Y aqu� aparece Jesusa, esa esclava que una tarde fr�a de junio del a�o 1820 hab�a sido vendida en Mendoza, en un acto publico, acostumbrados en la �poca, por ciento sesenta pesos, que no la hab�a acompa�ado en su viaje de regreso, esa mulata guardiana de sus d�as, se perdi� entre las sombras, sin siquiera despedirse, una orden de �ltimo momento hab�a cambiado su rumbo, ahora la noticias la ubicaron primero en Chile, luego en Per�, siguiendo los pasos del general, con un hijo mulato, muy parecido a �l, no la odi�, pero fue otro trago amargo que Remedios soport� y que no dej� de provocarle un gran desconsuelo-

All� estaba ella, sumida en sus recuerdos, sus despojos tendidos sobre una cama acicaladamente, con solo veinte kilos, soportando la impotencia, sinti�ndose vencida, al fin se entreg�, sin m�s...

La acompa�aron los Escalada y algunas de las familias m�s importantes de la sociedad, en su recorrido por las calles de los Recoletos, �ste fue su cortejo hasta la morada final. Tres hombres �;e trajes oscuros cavaron un hoyo, desparramando tierra tambi�n oscura alrededor, " Jos� estaba ausente". Lleg� a Buenos Aires tiempo despu�s de su muerte, en busca de Merceditas, que poco recordaba de �l, antes de emprender su regreso a Europa, coloc� una l�pida, la que solamente expreso: "Aqu� yace Remedios Escalada, esposa y amiga del general San Mart�n".

N. De la R.: Habr� recordado aquello de que: " siempre detr�s de un gran hombre, se esconde una gran mujer ".

Remedios s� tuvo muy presente los consejos del padre Juan Guillermo: "la mujer debe seguir a su esposo en la vida y en la muerte". En la vida intent� acompa�arlo, la muerte la encontr� sola.

Graciela.

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