Cap�tulo VII
Esta
vez el jefe era el general Manuel Belgrano, quien, seg�n se
hab�a difundido ya por la regi�n, demostraba, muchas mejores
condiciones que el anterior, Gonz�lez Balcarce, quien con su
comandante pol�tico, Joan Jos� Castelli, desperdiciaron la
gran oportunidad que se les hab�a presentado al encontrar casi
todos los pueblos altoperuanos alzados entusiastamente ene
armas contra el ocupante.
Belgrano, a diferencia
de sus antecesores, no parec�a dispuesto a cometer sus mismos
errores, sobre todo las manifestaciones sacr�legas, malas
copias del revolucionarismo franc�s, que hab�an llevado, por
ejemplo, a viejo conocido de Manuel Padilla, Bernardo
Monteagudo, a oficiar misas negras en la iglesia de Laja y a
pronunciar sermones sacr�legos, escandalizando a una poblaci�n
que desde el �ltimo indio hasta el primer realista se
manifestaba profundamente cat�lica, por convicci�n o por
temor.
Entonces Padilla se
hab�a presentado ante Gonz�lez Balcarce ofreciendo sus hombres
para fortalecer el ej�rcito abaje�o, y el jefe porte�o lo
hab�a aceptado pero incorporando a esos patriotas como
soldados rasos y separ�ndolos de su jefe, a quien concedi� un
conmiserativo cargo de suboficial. El gran caudillo
altoperuano hab�a debutado as� en su conflictiva relaci�n con
los ej�rcitos libertadores que sub�an desde el R�o de La
Plata, desempe�ando un papel mucho menos preponderante que el
que hubiese deseado y merecido en el desastre de Huaqui.
Ahora las cosas parec�an
ser distintas. Belgrano era un hombre justo y respetuoso de
las costumbres y de las creencias de los lugare�os, y adem�s
hab�a derrotado a los ej�rcitos realistas nada menos que en
dos batallas, en Salta y en Tucum�n, luego c�e la cual, en un
gesto que le hab�a ganado la simpat�a de los habitantes de la
regi�n y tambi�n el encono de sus superiores en Buenos Aires,
hab�a amnistiado a todos los rendidos, inclusive a su jefe, el
arequipe�o Mariscal P�o Trist�n, acept�ndoles la rendici�n y
dej�ndolos en libertad con honores y a tambor batiente con la
simple promesa de no volver a emplear las armas en contra de
la causa patriota.
Los esposos Padilla se
presentaron ante el general Belgrano y de inmediato y hasta el
final de sus d�as se estableci� entre ellos una vigorosa
corriente de simpat�a y de comprensi�n. Belgrano supo apreciar
que ten�a ante s� dos colaboradores de gran val�a y as� lo
reflej� en los informes que enviaba a Buenos Aires.
Do�a Juana,
enfervorizada, recorre las tierras de Tarabuco convocando
voluntarios para unirse a la lucha por la independencia y por
la libertad. Su presencia en los ayllus era tan imponente,
encabritada sobre su potro entero y apenas domado, haciendo
entrechocar su sable contra la montura de plata potosina,
enfundada en una chaquetilla militar que luc�a con un garbo
varonil que la embellec�a como mujer, tan absolutamente
convencida de aquello que tambi�n convenc�a a Manuel Ascencio,
que lleg� a reunir a 10.000 soldados.
-Es la Pachamama
-susurraban los indios, ilusionados de que si la segu�an les
suceder�an cosas buenas.
Los esposos hab�an
recibido instrucciones de Belgrano de reclutar voluntarios,
alistarlos y unirse a las tropas que pronto chocar�an contra
las fuerzas realistas.
El hecho de que Juana
fuera mujer, y tal estirpe de mujer, decid�a a muchos hombres
a unirse a la lucha y, lo que era m�s remarcable, tambi�n lo
hac�an no pocas mujeres, anticipando lo que ser�a aquel
formi�dable cuerpo de amazonas que deber�a ocupar mejor lugar
en nuestra Historia.
Manuel Ascencio, menos
aureolado por lo m�gico o lo religioso, promet�a que, de
obtener la victoria, las tierras sobre las que indios y cholos
dejaban sus vidas al servicio de patrones despiadados
volver�an a ser suyas como lo fueron en los tiempos del
Collasuyo, el imperio ind�gena.
Sus dominios, eso era lo
que aymaras y quechuas Ve�an representado en do�a Juana, la
Pachamama, la madre tierra, aquello que ellos a�oraban, que
les hab�a sido arrebatado en una guerra que hab�an perdi�do y
desde la que viv�an sometidos entregando su sudor y su sangre
sin que a cambio los godos les die�ran m�s que sufrimiento,
indignidad y muerte prema�tura.
Las tropas argentinas de
Belgrano representaban, una vez m�s, la posibilidad de que el
triunfo estuviera pr�ximo. Aunque Castelli y Gonz�lez Balcarce
hubie�ran fracasado ignominiosamente. Pero eran los aliados
naturales de los caudillos altoperuanos por cuanto ten�an el
mismo enemigo: las tropas espa�olas que bajaban desde Lima
para sofocar la rebeli�n que hab�a estallado a orillas del R�o
de la Plata.
Sin embargo, quiz�s para
no despertar los celos de las tropas regulares y de sus
oficiales, en los campos de Vilcapugio Belgrano dispuso que
los Padilla y sus hombres se ocupasen de transportar los
pesados ca�ones a trav�s de escarpadas monta�as hasta
situarlos en los lugares adecuados. De esta manera, otra ve
Manuel Ascencio fue simplemente testigo, tascando el freno y
ahogando la rabia, de una. derrota de los ej�rcitos patriotas
en los que �l tanto confiaba para asegurar la victoria contra
Espa�a.
De todas formas
cumplieron cabalmente con lis instrucciones posteriores del
abatido Belgrano y protegieron la retirada de las divisiones
del general D�az V�lez hacia Potos�.
Do�a Juana quiso saber
de boca del mismo jefe del ej�rcito por qu� se les hab�a
negado una participaci�n m�s directa en la contienda, segura
ella que de no haber sido as� otra habr�a sido la suerte de
esa batalla. Al parecer el general argentino le respondi� que
exist�an dudas acerca de la disciplina que pudiera imponerse a
fuerzas tan desacostumbradas a la formalidad de un ej�rcito
regular.
Herida en su amor propio
pero demostrando su excepcional esp�ritu, la amazona decidi�
organizar un batall�n que denomin� "Leales", al que le inculc�
t�cticas y estrategias militares que pudo aprender de algunos
textos que el mismo Belgrano le facilit�.
La m�stica alrededor de
la figura de la esposa de Manuel Ascencio Padilla continuaba
creciendo en vastas regiones del Alto Per�, adquiriendo
caracter�sticas sobrenaturales. Fortalecida su identificaci�n
con', la Pachamama, el austero Bartolom� Mitre en su Historide
Belgrano dice: "do�a Juana era adorada por los naturales, como
la imagen de la Virgen".
En campa�a sol�a llevar
un pantal�n blanco de corte mameluco, chaquetilla escarlata o
azul, adornada con franjas doradas y una gorra militar con
pluma azul y blanca, los colores de la bandera del general
Belgrano, quien le hab�a obsequiado su espada favorita ',,en
cierta ocasi�n en que presenci� su bizarr�a y arrojo, prenda
que do�a Juana luc�a con gran estima.
Los Padilla exhibieron
el azul y el blanco en vesti�mentas e insignias en solidaridad
con el general porte��o y en desacuerdo con el Triunvirato de
Buenos Aires, que a trav�s de Bernardino Rivadavia oblig� a
Belgrano a abjurar de su bandera y hacerla desapare�cer.
Buenos Aires era
c�mplice de la actitud de Gran Breta�a, que se hab�a
comprometido a apoyar a los gobiernos revolucionarios de
Am�rica del Sur siempre y cuando �stas no adoptaran posturas
independistas que pudieran afectar su pol�tica de hip�critas
buenas relaciones con Espa�a, a la que pretend�a arrancar las
mayores facilidades comerciales en sus colonias americanas.
Es as� que la
utilizaci�n de do�a Juana de los colo�res celeste y blanco,
cuya historia conoc�a pues sol�an los esposos Padilla sostener
pl�ticas con el comandante en jefe del ej�rcito argentino,
puede considerarse un gesto de reconocimiento y de simpat�a
hacia quien, cuando iz� por primera vez la insignia a orillas
del r�o que luego ser�a llamado, en conmemoraci�n, juramento,
fue severamente reprendido por las autoridades por�te�as,
quienes le ordenaron deshacerse de ella y volver a enarbolar
la roja y gualda de la corona espa�ola.
No le fue mejor m�s
tarde cuando, en camino hacia el Alto Per�, festejando el
segundo aniversario de la proclama de Mayo, vuelve a
reemplazar el estandarte real por la bandera celeste y blanca,
la que hace ben�decir por el cura Gorriti y pasear por las
calles de la ciudad.
Enarbolada en el Cabildo
y saludada por salvas de los ca�ones, Belgrano hizo formar las
tropas ante ella, areng�ndolas con lo que para muchos fue una
verda�dera declaraci�n de independencia, alejada de las
especulaciones politiqueriles de sus gobernantes.
"El 25 de Mayo ser� para
siempre memorable en los anales de nuestra historia, y
vosotros tendr�is un motivo m�s para recordarlo porque sois
testigos, por primera vez, de la bandera nacional en mis
manos, que nos distingue de las dem�s naciones del globo
(...). Esta gloria debernos sos�tenerla de un modo digno con
la uni�n, la cons�tancia y el exacto cumplimiento de nuestras
obli�gaciones hacia Dios (...). Jurad conmigo ejecutarlo as�,
y en prueba de ello repetid; ;Viva la Patria!".
Su comunicaci�n al
Triunvirato le es respondida por el inconfundible estilo de
Rivadavia:
"El gobierno deja a la
prudencia de V. S. mis�mo la reparaci�n de tama�o desorden (la
jura de la bandera), pero debe prevenirle que �sta ser� la
�ltima vez que sacrificar� basta tal punto los respetos de su
autoridad y los intereses de la naci�n que preside y forma,
los queja m�s podr�n estar en oposici�n a la uniformidad y
orden. V.S. a vuelta de correo dar� cuenta exacta de lo que
haya hecho en cumplimiento de esta superior resoluci�n".
Buenos Aires
privilegiaba el temor a desagradar al embajador Lord
Strangford.
Furioso y despechado,
don Manuel responde el 18 de julio de 1812, sincer�ndose que
en las dos oportuni�dades hab�a izado la bandera para "exigir
a V.E. la declaraci�n respectiva en mi deseo de que estas
provin�cias se cuenten como una de las naciones del globo".
Pero no dictando la independencia el gobierno no le cab�a otra
conducta que recoger la bandera "y la desha�r� para que no
haya ni memoria de ella -escribe con conmovedor despecho-. Si
acaso me preguntan responder� que se reserva para el d�a de
una gran victoria y como �sta est� muy lejos, todos la habr�n
olvidado".
La bandera celeste y
blanca se iz� en la Fortaleza de Buenos Aires reci�n tres a�os
m�s tarde, luego de ca�do Alvear a ra�z de su fracasada
intentona de defenestrar a San Mart�n
como gobernador de Mendoza sustituy�ndolo por el coronel
Perdriel.
Ya en los llanos de
Ayoh�ma, Belgrano convoc� a los Padilla a integrarse
protag�nicamente en sus fuerzas, y coloc� a do�a Juana y a
Zelaya, otro de los lugartenientes predilectos de Manuel
Ascencio, en su flanco derecho junto con otras fuerzas
regulares.
El general Pezuela,
militar de experiencia y de pro�badas condiciones, inform� al
virrey Abascal luego de sus triunfos frente a los ej�rcitos
revolucionarios:
"Las tropas de Buenos
Aires presentadas en 1Vilcapugio y Ayob�ma, es menester
confesar que tienen una disciplina, una instrucci�n y un aire
y despejo natural como si fuesen francesas -el mayor elogio en
aquellos a�os napole�nicos-. Pero si las mandan Belgrano o
D�az V�lez ser�n sacrificadas; estos jefes no supieron hacer
el menor movimiento cuando oblig�ndoles yo a variar su primera
posici�n, no se dieron disposici�n de
ocuparlas alturas".
Tambi�n Jos� Mar�a Paz,
quien particip� en la bata�lla, a pesar del afecto y del
respeto que evidencia hacia Belgrano, es muy cr�tico en sus
Memorias:
"El general Belgrano en Ayob�ma no debi�
con tanta anticipaci�n ocupar el campo que hab�a elegido,
revelando de este modo sus inten�ciones; pudo situarse a corta
distancia y, en el Momento preciso, tomar la iniciativa y
batir al enemigo, seg�n lo deseaba. Pezuela nos present� la
m�s bella ocasi�n de vencerlo, bajando tan lenta como
est�pidamente una cuesta que era un verdadero desfiladero,
ante nuestra presen�cia; si en esos momentos es atacado, es
m�s que probable que hubiera sido deshecho. El general
Belgrano no se movi�, por esperarlo en el campo de su
elecci�n. M�s tarde, el enemigo se coloc� casi a nuestra
derecha, destacando una fuerza a flanquearnos, y el plan de
nuestro general se trastorn� del todo: demasiadamente aferrado
en su idea, no pudo salir del circulo que �l mismo se hab�a
ce�ido".
Las tropas regulares del
flanco derecho defeccionan r�pidamente y se desbandan en
completo desorden, pero los "Leales" de Juana Azurduy luchan
en forma extraordinariamente corajuda y tenaz a pesar de que
enfrentan a las armas de fuego realistas solo con hon�das y
macanas, pero soportan el ordenado y eficaz embate de las
experimentadas tropas del rey durante largo rato hasta que son
inevitablemente arrasadas en ese flanco de Charahuayto.
Fue a ra�z de esta
acci�n que Belgrano, indignado con sus propias fuerzas y
emocionado con el coraje de do�a Juana y sus "Leales", le
obsequia su espada, que ella lucir� hasta su �ltima batalla.
La de Ayoh�rna tiene
gran importancia para los Padilla pues no s�lo significa la
retirada de los ej�rcitos rioplatenses
en los que ellos hab�an depositado tanta esperanza, sino que
tambi�n implica a la convic�ci�n definitiva de que de all� en
m�s los caudillos altoperuanos deber�an arregl�rselas por s�
mismos sin esperar demasiada ayuda de tropas abaje�as.
Lamenta�blemente, la historia por venir les dar� la raz�n.
A partir de all� los
esposos Padilla sistematizan lo que hasta entonces s�lo ha
sido una acci�n impulsada por el coraje y la desesperaci�n y
se esfuerzan por dar coherencia a una estrategia b�lica, la
guerrilla o guerra de partidarios; de extraordinaria
relevancia y precoci�dad, que s�lo tiene parang�n con la que
lleva a cabo Guemes simult�neamente en Salta y Jujuy. Quiz�s
en su contacto con los doctores de Chuquisaca, Manuel Ascencio
haya escuchado algo sobre la resistencia de las guerrillas
espa�olas contra el invasor franc�s. Aunque ello es
improbable.