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JUANA AZURDUY

Cap�tulo II

Lo cierto es que si de adulta do�a Juana luch� brav�amente en los campos de batalla, tambi�n en su infancia tuvo que hacerlo contra contingencias dolo�rosas y malhadadas, forjando as� su esp�ritu ind�mito.

Al desamparo por la prematura muerte de sus padres le sigui� la dif�cil relaci�n con sus t�os Petrona Azurduy y Francisco D�az Valle, quienes se hicieron cargo de las dos hu�rfanas m�s por ambici�n de admi�nistrar las propiedades que hab�an heredado que por un sincero deseo de protegerlas afectivamente. Juana, que en la relaci�n con su padre hab�a sido estimulada en su rebeld�a y en su libertad, se ve�a ahora encerra�da en un v�nculo que pretend�a someterla, oblig�ndola a acatar las disposiciones de sus t�os desp�ticos, anti�cuados, poco afectivos. Los encontronazos, sobre todo con do�a Petrona, eran muchos y sin duda Juana no se resignaba a que su condici�n de mujer la determinara a un papel de debilidad ante las retr�gradas con�venciones chuquisaque�as.

No es dif�cil asociar que fue su temprana resistencia al esperado sometimiento femenino ante el hombre lo que le impusiera el ser tan valiente y tan audaz como aqu�llos, arriesgando su vida a la par de sus soldados e inclusive debiendo superarlos muchas veces en arrojo y decisi�n para que jam�s pudiera suponerse que por ser mujer se permitir�a alg�n doblez.

Los tutores finalmente buscaron una soluci�n para disolver la tensa relaci�n con la d�scola sobrina y tambi�n para administrar con impunidad las propiedades que les hab�an ca�do como regalo del cielo sin mayor obst�culo que su propios escr�pulos. Rosal�a, por su parte, era demasiado peque�a y do�a Petrona la dominaba a su arbitrio.

La decisi�n fue que Juana entrara en un convento para hacerse monja. La ni�a acept� sin excesiva con�trariedad ya que ve�a en ello la posibilidad de desembarazarse del agobio de sus tutores, aunque quiz�s tambi�n fantasease con que el rol que algunas religio�sas ocupaban en la sociedad chuquisaque�a, de poder y de prestigio, le dar�a la posibilidad de ejercer la for�taleza de su car�cter sin que nada o nadie se opusiese, y tambi�n seguramente imagin� que como monja podr�a bregar por los derechos de los marginados, con los que en el fondo de su alma se identificaba y a quienes su padre le hab�a ense�ado a respetar. Juana estaba dispuesta a pagar cualquier precio con tal de eludir el papel que la retr�grada sociedad altoperuana reservaba a las mujeres.

Pronto fue evidente, sin embargo, que la vida conventual no era para ella. En esos recintos l�bregos, tan lejanos de la vida al aire libre que ella amaba, volvi� a encontrar la rigidez disciplinaria contra lo que s�lo sab�a rebelarse. La religi�n predicaba entonces la sumisi�n de la mujer al orden social, la subordinaci�n al hombre, anatematizaba el orgullo y la rebeld�a, privilegiaba la oraci�n pasiva por encima de la acci�n justiciera.

Ser aspirante a monja implicaba tambi�n la renun�cia absoluta al sexo, instinto que ocupar�a un lugar significativo en la vida de do�a Juana, como que su apasionada relaci�n con don Manuel Padilla no lo fue s�lo en la lucha libertaria sino tambi�n en el frenes� de la alcoba. Y quiz�s, aunque la idealizada imagen que siempre se empe�aron en sostener sus bi�grafos la niega, con otros hombres.

La vida contemplativa del convento en esa adolescente que amaba el cabalgar desafiando a los vientos, el trepar a los �rboles sin temor a los porrazos, el zambullirse en aguas torrentosas, termin� en una tremenda trifulca con la madre superiora que decidi� la expulsi�n de Juana del Monasterio de Santa Teresa.

La joven de 17 a�os abandon� as� el bello edificio, construido por el arzobispo Fray Gaspar de Villaroel en 1665, que se levanta entre las vertientes del Churuquella en SicaSica, y volvi� a sus fincas en Toroca.

Al parecer de fuente proveniente de algunas de las reclusas contempor�neas de Juana, se cuenta que lo �nico que parec�a entusiasmarla eran las narraciones sobre San Luis el Cruzado, Santa Juana de Arco o San Ignacio de Loyola, todos ellos santos guerreros. Preguntada sobre el por qu� Juana habr�a respondido: "porque me gustan los combates, oh, dar�a mi vida por hallarme en una de esas batallas donde tanto sobresalen los valientes�. Y lo cierto es que pudo cumplir con ese anhelo, aunque sin el justiciero reconocimiento de aqu�llos.

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