JUANA AZURDUY
Cap�tulo XVI
Lo expresa Joaqu�n Gantier: "Ya no es la ley del Tali�n lo que
prima sino una ley m�s inhumana: por un muerto
se exigen dos, por dos
cuatro, y as� en pro�gresi�n
sat�nica. En estas
�ltimas haza�as los Padilla no han
tenido
piedad
ni consigo mismos".
Dicha vengativa audacia, casi suicida, que hab�a arrasado con
algunos sistemas l�gicos de seguridad y de precauci�n, deb�a
inevitablemente cobrarse alguna v�ctima y
�sta
fue Juan Hualparrimachi.
Los poemas del joven cholo hab�an ido volvi�ndo�se cada
vez m�s tristes, quiz�s
premonitorios de lo
que su intuici�n
ind�gena le anunciaba.
Hua�uyta
maskaj, �ocka riscani
Auckanchejcuna
Jamullanckancu, pucarancuna
Jalatajmin.
Voy en busca de
la muerte.
Nuestros enemigos
ya vendr�n
levantando sus campamentos.
Illarejpacha pputiy ayckechej
Maypipis
casaj
Ckanlla sonckoytca pparackechirnqui
Causanuycama.
Mientras te encuentres en este mundo
har�s huir la pena, y donde
me encuentre, t� sola har�s
latir mi coraz�n.
Misti ckkajajtin lansatataspa.
Yuyaricunqui
Mafinatachus ckanraycu kkajan
Ijma sonckgycka.
Cuando arda el Misti, vomitando
fuego, te has de acordar
c�mo para ti arde
mi coraz�n oprimido.
Escenario de esta nueva tragedia en la vida de Jua�na Azurduy
fue el Cerro de Carretas, lugar que los esposos conoc�an muy
bien, pues les quedaba a s�lo dos leguas de Tarabuco. En este
lugar los guerrilleros esperaron al ej�rcito que el general de
la Pezuela hab�a enviado a las �rdenes del coronel Sebasti�n
Benavente, quien desplaz� el poderoso contingente que ten�a su
cuartel en Cinti.
El combate se libr� el 2 de agosto de 1814. Como siempre, la
diferencia de armamento entre ambas fuer�zas era imponente, ya
que a las numerosas bocas de fuego se contrapon�an las
huaracas, las lanzas y las flechas ind�genas, y algunas pocas
piezas de artiller�a que los patriotas hab�an conseguido
rescatar en ante�riores acciones contra los realistas.
Se luch� brav�amente durante casi tres d�as, inten�tando los
leales al rey trepar por las laderas donde se hab�an
guarnecido los patriotas a favor de su conoci�miento del
terreno, quienes desde all� descargaban
sobre ellos las pocas bombas con que pod�an alimen�tar los
recalentados ca�ones. Tambi�n hab�an prepara�do un ingenioso
dispositivo de enormes piedras que hac�an rodar en alud desde
la cima de las monta�as y que, arrastrando otras en su camino,
provocaban importantes p�rdidas en el enemigo.
El Cerro de las Carretas parec�a inexpugnable, salvo que se
tuviese un conocimiento del terreno del que los realistas
carec�an. Pero el coronel Benavente, quien sab�a aprovechar
las debilidades de algunos integrantes de las fuerzas de los
Padilla, logr� sobor�nar al indio Pedro Artamachi, quien lo
gui� por un sendero en medio de la noche oscura hasta donde
las fuerzas de los Padilla descansaban desprevenidamente
despu�s del esfuerzo b�lico.
Manuel Ascencio no estaba all�, pues se encontraba recorriendo
y ordenando otros puestos de su dispositi�vo. Juan
Hualparrimachi, como siempre, corri� en ayuda de do�a Juana,
quien, atacada por varios solda�dos enemigos, se defend�a con
una bravura que arran�caba gritos aterradores de su garganta.
El combate era a�n m�s desigual, pues muchos de los
guerrilleros se hab�an dispersado, de acuerdo a la t�ctica
aprendida, en las sombras de la noche, para m�s tarde
reagruparse, pero Juana no hab�a podido hacerlo pues era el
planeado objetivo de la operaci�n sorpresiva, de manera que no
tuvo otro remedio que enfrentar a quienes la acosaban con la
sola ayuda del valiente nieto de reyes, quien puso su cuerpo
por delante del de ella cubri�ndola como escudo.
En ese momento Padilla regresaba velozmente con un grupo de
subalternos, pues hab�a escuchado ruido de disparos y
entrechocar de sables, y su mera presen�cia bast� para que los
realistas se dieran a la fuga.
Pero antes una descarga de fusiler�a, que
ten�a como blanco a la futura teniente coronela del Ej�rcito
Argentino, encontr� a su paso el pecho del joven cho�lo, quien
cay� con su pecho destrozado sin alcanzar a proferir ni un
gemido.
Otra vez Juana Azurduy debi� enfrentar la muerte de uno de sus
seres m�s queridos, sin que su coraz�n nunca desarrollase
�tiles callosidades que la hubiesen vuelto insensible.
En el mismo momento en que Juana supo que ya nunca m�s
Hualparrimachi estar�a a su lado quiz�s se permiti�
interrogarse acerca de lo que realmente sen�t�a por el bello
cholo. Aceptar�a entonces que ese gran afecto
estaba fuertemente te�ido de atracci�n amoro�sa, y su memoria
muchas veces se solazar�a en aque�llos brazos de rocosos
m�sculos que dibujaban luces y sombras debajo de una piel
aceitunada y fina que a Juana le gustaba acariciar mientras el
rostro de faccio�nes nobles y viriles del muchacho la
observaban, y la seguir�an observando siempre, m�s all� de su
muerte, con anhelo.
A la
esposa de Manuel Padilla dif�cilmente se le hubiera ocurrido
serle infiel, no s�lo por amor sino tambi�n porque no
desconoc�a que las consecuencias de tal traici�n podr�an haber
sido nefastas, pero de lo que estaba segura era de que si con
alguien hubiera podido hacerlo era con aquel apuesto
lugarteniente, tan corajudo y tan leal. Comprender�a entonces,
o aceptar�a, que era ella la destinataria de las tristes
poe�s�as de amor de Hualparrimachi.
Ancaj lijranta ma�aricuspa
Llantumusckayqui,
Huayrahuan pphuasnayayman
Huayllucusunaypaj.
Prest�ndome alas el c�ndor
te har� sombra.
Con el volar del viento
te acariciar�.
Causaynincajta quipuycurckanchej
Manan hua�uypis
T'tacahuasunchu, Hui�ay-hui�aypaj
Ujllamin casun.
Nuestras vidas enlazamos.
Y ni
la muerte
nos separar�. En la eternidad
uno solo seremos. |