Desde que la ciudad y la aldea se
separaron y, al contemplarse a la
distancia, tomaron conciencia de su
alteridad, cada una de estas
configuraciones sociales fue
intensificando sus diferentes
preferencias. La ciudad busc� la
innovaci�n, la aldea afirm� el prestigio
de la tradici�n y ambas, con natural
polirritmia, continuaron comunic�ndose y
enriqueci�ndose mutuamente.
Los imperios de Am�rica ten�an ya sus
ciudades cuando arribaron lo europeos en
el viaje hist�rico de las carabelas de
Crist�bal Col�n, y seguramente tambi�n
entre esos centros urbanos y las aldeas
de su propio continuo cultural, se ven�a
produciendo id�ntico proceso. Lo cierto
es que, cuando la "cultura de conquista"
poscolombina inund� las tierras
americanas, pronto hubo nuevas ciudades,
comunicadas con lejanas comarcas del
resto del mundo, que aportaron
creaciones generadas por el quehacer
innovador de su tiempo, y j�venes aldeas
que comenzaron a leudar la rica masa de
su cultura tradicional con las
sustancias integradas por las vivencias
inmediatas y ancestrales de los
abor�genes y las tambi�n inmediatas y
ancestrales de los conquistadores,
incluidas las influencias africanas y
orientales que con ellos ven�an. No fue
un amasijo arrebatado por la prisa, fue
un pan sabiamente amasado por aquellas
comunidades en formaci�n, cuya cocci�n
exigi� a�os y siglos de paso por el
fuego de la depuraci�n generacional
hasta lograr el milagro de un producto
cultural siempre renovado, iempre
cambiante gracias a las aportaciones de
la creativa ciudad y a las de los mismos
miembros de la comunidad pueblerina,
cuyos nombres no importan sino como
int�rpretes del gusto popular y por eso
se borran y dejan paso a la voz
consagratoria del pueblo todo, que
repite, cambi�ndola infinitas veces, su
creaci�n hecha patrimonio com�n.
En las distintas �reas culturales de lo
que es hoy el territorio de la Rep�blica
Argentina coexist�an as�, a fines del
siglo XIX, complejos culturales cargados
de identidad local: los habitantes del
Tucum�n, del Chaco, de Cuyo, de La
Pampa, de la Patagonia, sorprend�an a
los viajeros y a los escasos
observadores coterr�neos por la riqueza
de sus destrezas f�sicas y de sus
conocimientos emp�ricos sobre el ser
humano y sobre la naturaleza, de su
m�sica, de sus cantares, de sus bailes,
de sus narraciones y mitos, de sus
creencias, devociones, fiestas y
ceremonias y de todo cuanto constitu�a
sus respuestas a cada necesidad
espiritual, social o material del
individuo encomunidad.
Darse cuenta
Todo eso estaba, con plena vigencia, en
nuestra patria, ya formada y organizada
como Naci�n moderna. S�lo faltaba darse
cuenta de ello, poder nombrarlo,
identificarlo y dedicarse a
documentarlo, a describirlo, a
clasificarlo, a compararlo, a
sistematizar su exposici�n de manera
adecuada para la ciencia. Esto pod�a
hacerse de muchas maneras pero �por qu�
innovar si en un art�culo publicado con
pseud�nimo en el semanario The Athenaeum
/ / de Londres el 22 de agosto de 1846,
el anticuario ingl�s William John Thoms,
hab�a propuesto para el estudio de este
mismo tipo de materiales existentes en
su pa�s, el nombre de Folk-Lore, saber
popular, que ya se hab�a extendido por
Europa y Am�rica para designar no s�lo a
la disciplina sino tambi�n al objeto de
su estudio?
Fue don Samuel Lafone Quevedo, un �mulo
del legendario Mr. Oldbuck, de la novela
El anticuario, de Walter Scott,
un lejano cofrade de Thoms, nacido en
Montevideo y radicado en Catamarca -en
na finca de nombre ind�gena ("Pilciao" )
que era como el sue�o del antrop�logo
con campo de estudios propio-, quien,
tras enviar al diario de Bartolom� Mitre
un nutrido epistolario entre los a�os
1883 y 1885, public� aquellos
testimonios en 1888 en un tomo titulado
Londres y Catamarca. Cartas a LA
NACION , en cuyas p�ginas
preliminares utiliz�, aparentemente por
primera vez en la Argentina (seg�n
Carlos Vega), el vocablo Folk-Lore.
La trayectoria de esta palabra y de la
ciencia a la cual, en su primera
acepci�n, ella denomina, ha sido muy
rica en nuestro pa�s. La generaci�n de
Lafone incluy� a precursores como Juan
Bautista Ambrosetti, Paul Groussac,
Martiniano Leguizam�n, Robert Lehmann-Nitsche,
Ad�n Quiroga, Juan Pedro Ramos, Ricardo
Rojas. De la siguiente han surgido
nombres de resonancia internacional,
como Isabel Aretz, Bernardo Canal-Feij�o,
Juan Alfonso Carrizo, F�lix Coluccio,
Augusto Ra�l Cortazar, Bruno Jacovella,
Rafael Jijena S�nchez, Ismael Moya,
Carlos Vega, Berta Elena Vidal e Battini
y, en sucesivas camadas, una pl�yade de
continuadores y disc�pulos. El Congreso
Internacional de Folklore reunido en
Buenos Aires en diciembre de 1960, que
presid�a el doctor Cortazar, proclam� el
22 de agosto D�a Mundial del Folklore y
desde entonces esa fecha tom� car�cter
de efem�ride.
Tradici�n popular
Quisiera dedicar una reflexi�n final a
los cultores de "lo nuestro" -muchos de
ellos lectores fieles del Rinc�n
Gaucho-, quienes no quieren aceptar que
esa palabra, que concept�an ajena
(folklore) y en la actualidad se aplica
a manifestaciones muchas veces espurias,
sea la que designa a su entra�able
herencia de bienes culturales
profundamente propios en la peque�a
intimidad localizada de su grupo
portador. A esos efectos basta con
hablar de "tradici�n popular", aquella
entidad en cuyos imaginarios labios puse
una vez conceptos autodefinidores que,
seg�n dicen, ayudaron a comprenderla:
"Yo me conservo en un ser/ que no es,
sino que est� siendo;/ no vivo si no he
vivido,/ n he nacido, estoy naciendo".
Por Olga Fern�ndez Latour de Botas
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