P oco más allá de Caucete de-
saparecen los viñedos del valle de Tulum y se inicia
el desierto sanjuanino, conocido como la Travesía,
según es habitual en diversas zonas del país; los
argentinos no tenemos casi noción de esos parajes
nuestros, de su desolación imponente y reseca, de su
vastedad inculta y temible, ahítas ambas de
tradiciones todavía vivas y plenas de sabor, que
persisten en hablarnos de pumas, de venados, de
rastreadores, de montoneros.
Matas de pasto duro y raquíticos espinillos
recostados alternan con lomadas que a veces parecen
médanos, y no hay aquí agua ni posibilidad viable de
traerla mediante obras de riego.
Se comprende, pues, que los promesantes que
acuden al santuario de la Difunta Correa le lleven
sobre todo ofrendas de agua. Cientos, miles de
envases de plástico dan testimonio del afán actual
por calmar la terrible sed que aquélla padeció y el
espantoso y conmovedor final que le tocó en suerte.
Basta una pizca de imaginación para que aún hoy
el corto viaje por la ruta provoque pasmo y origine
reflexiones extrañas. De pronto puede uno pensar,
por ejemplo, que todas son mentiras, pues nadie
puede haber subsistido en semejante páramo. Pero no
es cierto y la historia documentada lo desmiente.
Una joven desesperada
Aunque no es posible ser tan preciso con Deolinda
Antonia Correa, cuyo drama puede ubicarse hacia
1830, o algo antes, pues en el relato se hace
referencia al gobernador Timoteo Maradona, que lo
fue entre 1828 y 1829. Facundo Quiroga -o gente que
le obedecía- habría tomado prisioneros a don Pedro
Correa, soldado que siguió a San Martín en la
expedición a Chile y padre de Deslinda, y al esposo
de ésta, Baudillo (¿o Leandro?) Bustos; si bien otra
versión asevera que sólo al último se lo llevaron a
la fuerza, por imposición de una leva.
Desesperada, la joven -de excepcional belleza,
cuentan- partió con su hijo de meses en brazos con
intención de llegar hasta La Rioja para encontrar a
su marido. Alcanzó a llegar al caserío de Vallecito
donde comienzan a abrirse las hondonadas y faldeos
que delatan la proximidad de la sierra Pie de Palo.
Un poco más allá cayó exánime al ascender un
cerro, vencida por la sed y lo áspero del camino. Se
sintió morir y clamó a la Virgen para que conservase
la vitalidad de sus pechos, de los que dependía su
criatura para alimentarse. Y así la encontraron,
días más tarde, unos arrieros, muerta pero
amamantando todavía al niño, modo en que pudo
sobrevivir.
Se añade que el cuerpo de la difunta permaneció,
además, incorrupto, pero eso es ya meterse en
fragosidades que conviene evitar por razones que más
adelante se verán.
Lo cierto es que la devoción sencilla inaugurada
por troperos y lugareños creció enormemente a fines
del siglo XIX: pobres de solemnidad, solitarios
andrajosos, enfermos, madres angustiadas por la
salud de sus hijos, comenzaron a frecuentar el cerro
y lo convirtieron en santuario.
Caminaban descalzos, a trechos iban de rodillas y
dejaban, al cabo del esfuerzo, mínimas muestras de
fe: flores, velas, inscripciones, medallitas.Tras
los arrieros vinieron los camioneros, que son sus
sucesores naturales.
Parecen construcciones de piedra, pero al
acercarnos hallamos que las paredes están revestidas
de placas. ¿Mucha gente acude? Se dice que hasta
trescientos mil en un año, sobre todo para Semana
Santa.
Y vienen de todos lados, aún de Chile, de Canadá,
de California. Porque hay que ir hasta ese sitio, ya
que contrariamente a lo que pasa con el Gauchito Gil
cuyas cintas rojas se encuentran por todas partes,
lo de la Difunta es asunto casi exclusivamente de la
Travesía y escaso éxito han tenido los intentos de
establecer santuarios suyos en otras partes.
Culto popular
Pero la Iglesia nunca quiso saber nada de ese
culto popular. Y hasta, a manera de contramoquillo,
instaló un templo frente mismo al santuario, el que
permanece vacío, en tanto la devoción desborda en la
vecina competencia, al punto de haber tenido que
inmiscuirse en ella el gobierno provincial, que se
ha hecho cargo de velar por su preservación, en
tanto que el pueblo surgido en torno es ya parte de
la cartografía.
Existirán, sin duda alguna, motivos profundos que
justifiquen esa desautorización, pero así, visto
como al pasar, resulta una ironía grande eso de
hallar una iglesia sin fieles en un lugar tan sumido
en la religiosidad.
Fuente: Fernando Sánchez Zinny
LA NACION - Rincón Gaucho
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