Evaristo
era un niño de apenas 12 años que todos los veranos y las
vacaciones de invierno se iba a acompañar a su abuelo
Ricardo que vivía solo en el campo, ya que Doña Petrona,
su esposa, por razones de salud vivía en una chacra cerca
del pueblo. Él era un hombre de poco hablar, pero justo
ya su manera, cariñoso y comprensivo. Los dos se llevaban
muy bien. Llegada esas fechas, Don Ricardo esperaba con
renovada alegría la venida de su nieto, pues aparte de
serle una grata compañía, también lo "ayudaba en los
pequeños quehaceres diarios. Apenas iniciado el primer
día de vacaciones, Evaristo pedía que lo llevaran al
campo, pues eran las de invierno y los 15 días que tenía
por delante, le resultaban siempre muy pocos y además
"cortos", por lo que Olga, su madre, con la santa
paciencia, de alguna manera se acomodaba para hacerla. O
un amigo con auto o algún pariente, el caso es que
siempre había alguien dispuesto a cumplimentar su pedido.
Acomodándole algunas ropas en una vieja valijita de
cartón forrado, y con todas las recomendaciones del caso,
lo embarcaba rumbo al campo adonde lo esperaba su querido
padre, sabiendo de antemano, que éste estaría con la
vista larga a la tranquera para salir a recibirlo.
Así comenzaban las ansiadas vacaciones. Durante el
trayecto por el camino de tierra que tantas veces había
hecho, iba reconociendo los ranchitos que a medida que se
alejaban del poblado, se iban espaciando cada vez más:
este es donde vive Don Maciel..., este otro lo de la
turca Angelita..., acá es el boliche de Don Antonio...
Así hasta alcanzar la más absoluta soledad, o al menos a
él le parecía, y llegar a su destino, el campo "San José"
adonde lo estaría esperando su abuelo.
La tranquera de entrada al mismo se encontraba como a
1.000 metros de la casa y este año la encontraría pintada
de blanco y con un letrero hecho con huesos de tabas de
vaca que indicaba, ingeniosamente, el nombre del
establecimiento: "estas son cosas del abuelo", se dijo,
mientras la empujaba para dar paso al auto que lo
llevaba. Más rápido que ligero se trepó
al asiento de la vieja
"vaturé" Ford de Don Anselmo, que
era quien lo llevaba, vecino además del campo de Don
Mario, aunque algo distante, separados por unas tres
leguas escasas. Al arribar, lo dicho: el abuelo
acomodándose los anteojos, ya que se los sacaba ya una
prudente distancia de sus ojos les daba uso de catalejos,
salió a recibidos con su paso cansino, pero seguro. Junto
a él, los dos perros de la casa: el "Perico" y el
"Capitán", los dos eran ovejeros, aunque el primero era
más viejo y cruza con un ovejero alemán o perro de
policía como se los llama, quienes al vedo, lo empezaron
a saltar y ladrar de contentos, pues con ellos jugaba
mucho. Luego de los saludos y agradecimientos de rigor
hacia Don Anselmo, valija en una mano y la otra en la de
su abuelo, Evaristo recorría los últimos metros hasta
llegar a la casa. Era casi el medio día, por lo que
pronto estaban sentados ambos a la mesa frente a un rico
y caliente puchero de oveja, papas y zapallo,
y aparte, en una fuentecita
enlozada, una fariña fritada, que era la delicia del
nieto y que su abuelo la había preparado para recibirlo.
Una galleta "de piso'" abizcochada de una semana de
elaboración, pronto fue despedazada sobre la larga mesa
de la. cocina y ambos, en un silencio: solo cortado por
algún comentario de Evaristo, dieron cuenta del suculento
puchero.
Ese día transcurrió muy pronto, pues la tarde, entre que
acomodaron las cosas de la valija, charla va y charla
viene de cómo estaban en el pueblo y la escuela, y si la
"Rubia" - la yegua preferida de
Evaristo -
estaba en el potrerito
chico para agarrarla por la. mañana, y después de apartar
el ternero de la lechera, pronto se hizo noche y tuvieron que
ir para la cocina a preparar la cena, que iba a consistir
en aprovechar lo que había quedado del puchero del
mediodía, haciendo una "ropa vieja" mezclándole unos
huevos revueltos y luego ir derecho a dormir y esperar el
amanecer del nuevo día. Y acá era donde empezaban los
pequeños problemas para Evaristo. Aunque dormían en la
misma pieza, .pero en camas separadas hasta que no le
llegaba el sueño, y ante el silencio profundo del campo,
en el que solo el chistar de alguna lechuza lo rompe de a
ratos, la imaginación y el miedo lo llevaba a ver que
alguien entraba por la puerta de la pieza, ya que siempre
estaba abierta. El abuelo tenia la costumbre de dormir
así, porque decia que un supuesto ladrón iba a tener más
miedo de entrar al verla así que estando cerrada, y no se
porqué Evaristo le había parecido una decisión acertada,
aunque no lo conformaba mucho, él hubiera preferido que
estuviera cerrada y asi era con llave mejor.
A la mañana siguiente, ya con el sol alto, Evaristo se
levantó de un salto de la cama comprobando que su abuelo
ya no estaba, se lo oía andar por el corredor, silbando
no sé que música, quizá ninguna en particular, pero lo
hacía como a propósito con el fin de despertarlo sin
llamarlo, viniendo con el balde de leche recién ordeñada
hacia la cocina, que estaba separada del resto de la
casa. Esta se disponía de tres piezas en fila, la primera
era el dormitorio de ellos, luego seguía otra que
contenía los muebles del comedor, que nunca se usaba y
seguido, la tercera que era la pieza de las sogas y que
cuando llegaba la época de cosechas, alojaba a los
santiagueños que venían todos los años a juntar el maíz
en espiga, todas comunicadas por puertas internas y cada
una con salida a un corredor con piso de ladrillo, dando
su frente al Norte. Apartado y sobre el final de las
mismas, el baño o excusado como se lo llamaba, que no
tendría más que tres por dos, con una puerta con tranca
interior que se sujetaba con un tiento y sobre las
paredes laterales, unas ventanitas triangulos de
ventilación con sus vértices para arriba, siempre limpito
bladeado con creolina todos los días. Casi enfrente a la
primera pieza, sobre el corredo, una bomba con un piletón
a ras del suelo, que sacaba un agua fresca y límpida como
el manantial.
Después del
desayuno, co menzaban
las tareas. Evaristo agarraba la
"Rubia", una alazana vistosa, elegante y muy mansa y
salía a recorrer los potreros en pelo, solamente con un
cinchón de dos vueltas, que previamente el abuelo se lo
habia acomodado, fijándose como era época de parición, si
alguna vaca estaba en dificultades, o si alguno de los
terneritos nacidos. éstaba agusanado y por encargo del
abuelo, contaba cuántas vacas había en cada potrero, por
lo que llevaba consigo una libretita que éste le regalaba
todos los años, junto con un lápiz, para anotar todas las
novedades que encontrara. Y esto lo, hacía sentir
importante.
Pero como todo chico, era travieso, y pese a las
recomendaciones que le hacían de no correr pues a esa
hora de la mañana aún algunos charcos y lagunitas
camperas estaban con hielo, por la helada de la noche y
podía resbalar la yegua, él la echaba a correr y las
pasaba en toda la furia rompiendo la escarcha,
deleitándose con el ruido que producía los cascos del
animal al pisadas. Al volver, como la yegua se prestaba,
la hacía caracolear acortando las riendas, y marchar con
un trotecito de paseo, haciendo volar su imaginación como
que iba desfIlando, saludando gorra en mano y la gente lo
aplaudía; tantas veces lo había visto en el pueblo para
los desfIles de la tradición, que él también ahora que
tenía la oportunidad, aprovechaba la ocasión para
hacerla, aunque más no fuera en sus deseos más íntimos.
Después del almuerzo y mientras el abuelo se tiraba un
rato a hacer la siesta, él aprovechaba para cazar palomas
con la honda, aunque su puntería distaba mucho de ser
buena por lo que rara vez le pegaba a alguna y si
lo hacía, después le impresiona
ba tener que agarrada por los
aleteos que esta producía al estar
herida, por lo que venía .el
"Capitán" y se la
comía.
Luego venía la
desgranada del maíz en la máquina de dos bocas y su tarea
era echar las espigas en una de ellas, subido a un
cajoncito que el abuelo le acomodaba bien detrás de la
rueda, que estaba del lado opuesto de la manija que aquél
se encargaba de hacer girar, echando por la otra con su
mano izquierda y con el ojo vigilante de que no metiera
su mano más allá de la boca misma. Luego le daba de comer
a las
gallinas desparramando los granos de maíz conseguidos,
del mismo tarro que previamente habían colocado en la
extremidad de la zaranda de la máquina:
La juntada de los
huevos al atardecer era tarea reservada para Evaristo y
éste, pese al miedo que le daban las gallinas que se
echaban "cluecas" que lo picoteaban al querer sacarles
los huevos, pues defendían sus posturas, lo hacía con
cierta precaución: se-sacaba su gorra de vasco y
amarrándola con la mano derecha, se la zampaba sobre la
cabeza de la clueca hasta ahogarla mientras que con la
otramano, apurado, sacaba los huevos frescos. Si se
resistían mucho, entonces se hacía de una vara de álamo,
que. había muchos, y las sacaba castigándolas con la
misma. Pero esto era como última opción, pues el abuelo
escuchaba el batifondo que se armaba y lo retaba del
lugar en que estuviera, siempre cerca de él por supuesto,
amenazándolo de que si les tenía miedo dejara de juntar
los huevos,pero que no se las maltratara y que era una
verguenza que un chico de su edad tuviera miedo de las
gallinas. Luego acomodaba por docenas en los cartones
apropiados para ello y cerraba el cajón de dos
compartimentos, también de exprofeso para su acarreo y
que ese fin de semana llevarían al pueblo para venderlos.
El abuelo le había enseñado a encajonar contando "por
manos", es decir, agarrando de a tres
por mano luego recordaba, tantas
"manos por tres; tantos huevos, pero sus manos no
acanzaban a agarrar tres, por lo que se las ingeniaba de
otra forma: completaba los cartones y luego contaba
cuántos había llenos y los multiplicaba por doce. Luego a
lavarse en la bomba, principalmente los pies y las manos,
para ir a cenar y luego nuevamente el "martirio" de la
noche con sus miedos inmateriales.
Y esto solía
ocurrir. Los dos perros salían por la noche a recorrer
los potreros cercanos ala casa y si encontraban una
comadreja en su cueva, el "Perico" se quedaba ladrando en
la boca de la misma y el "Capitán" corría desesperado
hasta la casa y se ponía a ladrar frente a la puerta
abierta del dormitorio del abuelo, sin entrar. Entonces
éste, con una paciencia propia de un santo se levantaba,
agarraba una pala de punta
-
que siempre tenía a mano - la linterna
y salía detrás del perro que le iba indicando el camino
hacia donde se encontraba su compañero y por ende, la
cueva con la comadreja. Siguiendo también los ladridos de
"Perico", llegaba y comenzába a puntear la cueva hasta
ésta descubierta y asustada salía tratanso en vano de
escapar, pues adonde asomaba, los dientes de ambos perros
daban cuenta de ella. Terminada la faena, todos
regresaban a la casa el cazador, pala al hombro,
satisfecho de haberla matado y los perros con la lengua
afuera y jadeantes, largando un olor asqueroso y
repugnante fruto de haberse revolcado
con la comadreja.
Un día Evatisto
reálizando una de sus tareas diarias,. que era la de
hacer las camas, había encontrado debajo del colchón de
la cama del abuelo, un revólver grande, tan grande y
largo, que casi no lo había podido sostener con una mano,
pero no le se lo había dicho y él, por supuesto ignorando
esto, lejos estaba de imaginar el peligro que ello
significaba.
Una noche en que
los perros habían encontrado una comadreja y se había
repetido la operación dicha anteriormente, Evaristo tuvo
la mala suerte de despertarse. Cosa rara pues nunca le
había
ocurrido. Al hacerlo
notó que su abuelo no estaba en su cama, que estaba solo
en la pieza, y todo era silencio; nuevamente las figuras
fantasmales comenzaron a rondar en su cabeza. No se
animaba ni a moverse en su cama. Fue entonces que oyó
claramente las pisadas de algo que andaba por el corredor
y con una voz casi apagada y tapado hasta la cabeza,
llamó a su abuelo, no recibiendo ninguna respuesta.
Mientras, los pasos seguían acercándose. llamó una vez
más, ahora con la cabeza fuera de las cobijas, con el
mismo resultado: nadie contestaba. Entonces, acordándose
del.revólver que había encontrado debajo del colchón,
levantándose de un salto lo tomó con sus dos manos,
corriendo nuevamente a su cama, pero esta vez, sentado y
apuntando hacia la puerta. En pocos minutos una figura se
hizo presente en el contraste de la.noche y el marco
de la misma, y entonces apretó el gatillo..., el tiro
salió gracias a Dios mal dirigido, pegando en la pared al
lado mismo .de la puerta. Junto con esto, el grito del
abuelo: "Soy yo, soy yo Evaristo, no dispares, no
dispares...".
El destino había querido que no ocurriera una tragedia. A
la mañana siguiente, enterado del porqué estaba en su
conocimiento el lugar del arma y la situación afligente
aún de su nieto, que no terminaba de temblar al acordarse
de lo que podría haber pasado, el abuelo con palabras que
pretendían ser dulces pero a la vez firmes y tajantes, le
prohibía repetir esa actitud, tratando de minimizar lo
ocurrido.
Terminadas las vacaciones y en reunión de familia al
comentarse este hecho, todos coincidieron en lo mismo:
todo por una comadreja.
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