El negro en el Río de la Plata |
Ricardo Rodríguez Molas El texto se publica con autorización del autor. Apareció originalmente en Historia Integral Argentina, Tomo V, “De la Independencia a la Anarquía”, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1970. |
Con frecuencia se califica de idílica la situación de los esclavos en el actual territorio argentino, afirmándose también que la esclavitud desaparece debido a las medidas adoptadas por la Asamblea General de 1813. Nada más inexacto. Tampoco el asociar el tema del negro con danzas y candombes realizados durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas, rodeándolo de un falso pintoresquismo, refleja la realidad de las relaciones de carácter racial que imperan desde la colonia y hasta la desaparición de aquel grupo humano.
Aspecto jurídico de la esclavitud Esta cosa u objeto (pieza de Indias en los documentos de la trata) está regida por una legislación general dictada en la Península y por reglamentaciones locales acordes con la estructura socioeconómica de cada región. De acuerdo con el concepto imperante, la esclavitud constituye un estigma jurídico exclusivo del negro (aludimos en este caso al siglo XVIII). Esclavitud que se hereda por línea materna en todos los casos, es esclavo aunque su padre sea blanco, si bien éste tiene derecho a comprarlo si lo ofrecen en venta y con preferencia a cualquier otra persona. Para el indio no tiene vigencia lo estipulado y mucho menos para el progenitor negro.
Comercio legal y contrabando de negros Desde los primeros momentos de la ocupación del continente, España importa mano de obra servil, encargándose del tráfico comerciantes y sociedades de Portugal, Francia e Inglaterra. Recién en las últimas décadas del siglo XVIII, comerciantes españoles y criollos se interesan en la práctica del comercio infame. Las zonas de aprovisionamiento de esclavos en la costa de África varían de acuerdo con la época, las compañías y países que en distintos momentos ejercen el monopolio del tráfico. Las áreas de mayor importancia situadas en la costa occidental fueron el Sudán Occidental, la costa de Guinea y el Congo. Asimismo se importaron africanos de Madagascar y de las factorías emplazadas en el extremo sur del continente, con mayor intensidad en los últimos años del siglo XVIII. La legislación española y los contratos con las fuentes de abastecimiento prohibían el ingreso de los moros y negros mahometanos debido al temor que inspiraban y a su índole más levantisca. Pero si bien la letra lo estipulaba así, el contrabando primero y luego la exportación directa del Brasil señalan la presencia de africanos con influencias árabes. Durante la primera mitad del siglo XVII se exportan a Buenos Aires negros provenientes de la revuelta de Los Palmares (Brasil). Disminuida la población indígena útil para el trabajo en las haciendas, minas e ingenios, la introducción de negros será el recurso que mantendrá la economía colonial en funcionamiento, por cierto a un costo de vidas muy alto. La Corona pondrá en manos de comerciantes (los llamados asentistas) la tarea de abastecer a sus dominios ultramarinos de mano de obra esclava. Luego las concesiones serán acordadas en calidad de monopolios, con Francia e Inglaterra en un proceso complejo que no podemos resumir en pocas líneas. El cruce del Atlántico desde las factorías africanas se realiza en veleros que los portugueses denominan tumbeiros (de tumbas), sombría calificación que alude a una trágica realidad: durante el siglo XVIII y considerando las mejores condiciones posibles de sanidad y navegación, sólo sobreviven al viaje entre un sesenta y setenta por ciento de los hombres embarcados.1 En casos extremos, documentados fehacientemente, no arriba con vida ni un solo negro, como ocurre en el primer viaje que realiza una nave de la Compañía de Guinea a Buenos Aires en 1702. Llegado el velero a puerto, los oficiales reales controlan la carga humana, cobran los derechos correspondientes y en señal de conformidad aplican sobre la piel del africano una marca de plata puesta al rojo que deja la marca imborrable (carimbo). Lo hacen sobre ciertas partes del cuerpo: cabeza, brazos, pecho y espalda. Los dibujos son variados y similares a las marcas de ganado: cruces, círculos, iniciales, etc. Recién en 1784 se deja sin efecto esta bárbara costumbre que se extendió en América durante más de tres siglos. Junto al tráfico legal y desde fines del siglo XVI el contrabando de esclavos constituye una actividad muy productiva. Entre las varias vías empleadas para ingresar la mercadería de contrabando en el siglo XVIII, la más común era pasar a los negros por la extensa y despoblada frontera entre Brasil y la Banda Oriental o por intermedio de la Colonia del Sacramento cuando la ocupan los portugueses; también emplean pequeñas sumacas (embarcaciones) que con facilidad arriban a la costa del Plata,7 y no pocas veces operan abiertamente y con la complicidad de gobernadores y autoridades locales. La Colonia del Sacramento, ciudad emplazada por los portugueses frente a la ciudad de Buenos Aires en 1680, constituye, como Jamaica en las Antillas, el centro del contrabando rioplatense.
Los comerciantes porteños, más que al peligro de una posible invasión, temen la competencia de éstos en el intercambio de manufacturas y esclavos por cueros, realizado con las naves inglesas que rondan nuestras costas. El gobernador García Ros se queja amargamente en 1715 ante la imposibilidad de controlar el comercio ilícito, debido a la escasa cantidad de soldados y la extensión de fronteras y del litoral; pero como buen funcionario colonial no duda en recibir de los navegantes ingleses buenas sumas de dinero en pago de sus servicios. No será el único: la Compañía del Mar del Sur a pesar de ser abastecedora legal de esclavos en los dominios del rey de España, no se libra de entregar con frecuencia abultadas cantidades para evitarse problemas con los funcionarios; estos gastos extras, escrupulosamente asentados en las cuentas de los comerciantes, nos documentan hoy sobre el concepto de honradez administrativa de la época. Algunos ejemplos: en 1744 el capitán del navío Royal George entrega a los oficiales reales, en calidad de presente, ciento dieciocho mil pesos en piezas de ocho reales; el 1º de agosto de 1722, seis mil pesos al gobernador de Panamá, mil quinientos al fiscal y dos mil a los oficiales reales del puerto. Entre 1716 y 1717, el capitán del Kingston vende en forma ilícita mercaderías y esclavos en Buenos Aires, mediante la entrega del 25% de los beneficios al gobernador. Y mientras en la pacata Buenos Aires desembarcan la carga humana, en Londres los miembros de la Compañía sobornan al representante de S. M. Católica para que permita cientos de fraudes y lo hacen a cambio de la entrega de mil libras esterlinas y una pensión anual de ochocientas. Así lo señala V. L. Brown basándose en testimonios de la época. En determinado momento, los miembros de la Compañía del Mar del Sur, dedicada a las actividades del comercio humano y de la que es socio el mismo monarca español, utilizan el chantaje para lograr sus propósitos. (Documentos publicados en “The South Sea Company and Contraband Trade”, en American Historical Review, vol. 31, nº 4, julio de 1926.) Son tan frecuentes aquellos tratos para eludir las prohibiciones y el monopolio que en muchos casos los comerciantes desconocen la existencia de las actividades lícitas. En 1750 queda sin efecto el monopolio que poseyó Inglaterra para realizar el comercio de esclavos, previa indemnización de cien mil libras esterlinas. La indemnización corresponde a las comisiones que dejaría de cobrar el monarca por la solución de los negocios. Posteriormente serán armadores de la península los que participen en el comercio infame. El proceso de transformación del sistema de monopolios hacia la liberación total es lento y complejo. Durante varias décadas y mediante reales órdenes se autoriza a las personas relacionadas con la Corte a introducir esclavos. Ajenos al conocimiento del tráfico, éstos venden los permisos a armadores prácticos y dispuestos a emprender aquellas actividades, que adquieren la mercancía en las posesiones de Portugal en América y en las factorías del litoral africano. Recién en 1778 se permite el comercio libre, pero con la condición de efectuarlo en veleros con bandera española (en ese momento España está en guerra con Inglaterra). Al año siguiente la autorización se extenderá a las naves de países neutrales y Francia se benefició con ello. En 1783, al finalizar la guerra entre España e Inglaterra (Tratado de Versailles), se acordará mayor libertad al comercio marítimo e internacional. Paralelamente al interés de las colonias de importar mano de obra servil, los ingleses, en franca expansión industrial, inician una fragorosa campaña para abolir el comercio de esclavos. Su interés y el interés de la burguesía, sin descontar lógicas razones humanitarias, radica en la necesidad que tiene el sistema de mano de obra libre y asalariada capaz de consumir lo que produce. La tesis había sido expuesta con claridad por Adam Smith en La riqueza de las naciones (Libro III, cap. II). Muchos años antes, en 1633, el promotor de la Compañía de las Indias Occidentales, el inquieto Guillermo Usselink sostenía: “Por lo mismo que en las Indias se ejecutaba la mayor parte del trabajo por medio de esclavos y cuestan mucho, trabajan de mala gana y mueren pronto a causa de los malos tratos de sus amos, estamos seguros de que ha de sernos mucho más provechoso el uso de un pueblo libre; además el esclavo no deja otro provecho que su trabajo, porque yendo desnudo nada adquiere ni necesita de las industrias”. La amplia libertad acordada por Carlos IV en 1789 para realizar el tráfico, extendida dos años después al puerto de Buenos Aires, es la respuesta a las tentativas abolicionistas inglesas y al temor de perder las fuentes de abastecimiento en la costa de África. De acuerdo con lo resuelto, en adelante podrán emprender el comercio esclavista todos los vasallos españoles y también los extranjeros. Pero a pesar de las medidas expuestas, y a la sombra del comercio legal, prosigue el contrabando con la misma intensidad de siempre. Las ganancias producidas por este comercio son apreciables. Un negro bozal2 recién llegado de África (aproximadamente en 1780) se vende en la costa del Brasil a un precio que oscila entre 90 y 120 pesos y en Buenos Aires a 250, cifra que puede duplicarse y triplicarse en el Perú de acuerdo con la oferta y la demanda del momento. Recuerda un cronista colonial y testigo de aquel momento rioplatense (Lastarria) que un velero que arriba al puerto de Montevideo con trescientos esclavos deja a su propietario no menos de setenta y cinco mil pesos de ganancia (el sueldo de un peón de campo oscila entre los cinco y ocho pesos mensuales). Vendida la carga humana, entre Buenos Aires y Montevideo, adquiere veinticinco mil pesos de cueros, cantidad con la cual colma la capacidad de su nave. La diferencia, cincuenta mil pesos, si lo desea, puede enviarla en metálico o invertirla en nuevas exportaciones de cueros. La autorización para comerciar libremente no exime sin embargo a los interesados de la necesidad de un permiso oficial para hacerlo. Muchas órdenes reales beneficiarán a los españoles y criollos instalados en Buenos Aires; uno de ellos, Tomás Antonio Romero, se contará entre los más favorecidos. Espíritu emprendedor dentro de la monotonía porteña sólo interesada en comprar a dos y vender a cuatro, dueño de un respetable capital, adquiere veleros apropiados y los fleta a la costa de África. Sus informes a las autoridades virreinales y otros que remite a España alude a los viajes, los éxitos y los fracasos. Y el virrey Arredondo se regocija ante el espíritu progresista del español (había nacido en Maguer). Ni una palabra de condolencia ante la situación de esos hombres arrancados por la fuerza de sus hogares. La insensibilidad, en momento de intensa campaña abolicionista, puede compararse con la de ciertos historiadores contemporáneos enamorados de los gráficos y las series estadísticas e inmunes al dolor humano. Los comerciantes criollos y españoles que trafican con cueros y con seres humanos utilizan el sistema de los británicos. De Buenos Aires y de la Banda Oriental remiten cueros secos de vacunos a España y con el dinero que les remite su venta compran manufacturas. Enfilan luego las proas de sus naves hacia la costa de África donde, mediante operaciones de trueque, adquieren mano de obra servil. Otros, imposibilitados por razones económicas de emprender tan largos viajes, deben conformarse con los envíos de la costa del Brasil (Pernambuco, Bahía y Río de Janeiro) desembolsando, como es natural, precios más elevados por unidad de mercancía. Los permisos otorgados por la Corona para la importación de mano de obra esclava están directamente asociados a la influencia que el interesado posea en España. Con posterioridad a la Revolución Francesa, emigrados franceses buscan refugio en la Península y solicitan la ayuda de sus pares. Ello ocurre mientras la Asamblea Nacional de Francia decreta la abolición de la esclavitud. En Buenos Aires el conde de Liniers, socio de comerciantes ingleses, será autorizado por una Real Orden del 3 de enero de 1793 para introducir 200 negros y transportar hacia Buenos Aires y otros puertos “gomas, marfil, especias, ébano, sagor y cristal de roca...”. Debido a los abusos cometidos, el 20 de abril de 1799 se prohíbe el comercio de naves extranjeras, competidoras de las españolas, tanto en las actividades lícitas como en las ilícitas. Durante la guerra entre España e Inglaterra, y para mayor seguridad, parte del comercio marítimo será realizado por comerciantes neutrales. Para cumplir con la disposición que sólo autoriza a los veleros españoles, los propietarios de las naves las españolizan.3 Cumplido el trámite, vendida su carga, adquirida otra y alejados de la ciudad, cambian nuevamente de bandera y navegan sin mayores problemas.
Decadencia de la trata de esclavos Los acontecimientos militares anteriores a 1810, la situación internacional y otros factores de carácter interno interrumpirán prácticamente el comercio infame en el Río de la Plata. Los precursores de los sucesos de Mayo y los ideólogos de la Revolución no plantean en sus escritos, o lo hacen tangencialmente, aquella temática. Tengamos en cuenta de que recién el 9 de abril de 1812 la Junta de Gobierno de Buenos Aires prohíbe el ingreso de las naves negreras al Río de la Plata, y tampoco olvidemos que, debido a la segregación del Virreinato y a la ocupación española del Alto Perú, se interrumpe el envío de mano de obra servil a Chile, Potosí y Lima, centros principales de la actividad negrera. Por otra parte, Buenos Aires, suficientemente abastecida durante los últimos veinte años, sin manufacturas importantes, sin industrias, sin plantaciones, no tiene en aquel momento mayor interés en la importación de negros. Las ideas abolicionistas y las de la Revolución Francesa tendrán su expresión más clara en las determinaciones de la Asamblea de 1813. En la sesión del 4 de febrero se decide “Que todos los esclavos que de cualquier modo se introduzcan desde ese día, de países extranjeros, queden libres por el solo hecho de pisar el territorio de las Provincias Unidas”. Pero la determinación tiene escasa vigencia. Un vecino poderoso, el Imperio del Brasil, con aproximadamente un millón y medio de esclavos y una producción agrícola sustentada en la mano de obra servil, no ve con buenos ojos aquella intromisión en la propiedad de sus súbditos. La monarquía teme que la legislación abolicionista del Río de la Plata perjudique a los colonos fronterizos y que los esclavos, alentados por la medida, huyan hacia las Provincias Unidas. Y en Buenos Aires, el 29 de diciembre dejan sin efecto lo obrado por la Asamblea a pedido, según lo señalan, de Su Alteza el Príncipe Regente de Portugal, y establecen que “todo esclavo perteneciente a los Estados del Brasil que hubiese fugado o fugase en adelante sea devuelto escrupulosamente a sus amos...”. Días más tarde (21 de enero de 1814) permiten que cualquier viajero que llegue al Río de la Plata introduzca libremente los esclavos que conduce en calidad de sirvientes. La participación de los esclavos en los ejércitos libertadores de Chile y del Perú, como posteriormente en la guerra que sostendrá el país contra las pretensiones expansionistas del Imperio del Brasil, contribuye, junto con otros factores, a la disminución de la población negra tanto en Buenos Aires como en el interior. El alejamiento de los hombres permite asimismo el mestizaje y detiene el crecimiento vegetativo de los elementos racialmente considerados africanos puros. En determinado momento, aproximadamente en 1817, los hechos señalados crearán una fuerte escasez de mano de obra servil, oportunidad de inmediato aprovechada por viajeros arribados del interior para obtener buenas ganancias con la venta de esclavos introducidos en calidad de sirvientes. Sin llegar a los extremos anteriores a 1810, el interés por el lucro fácil origina abusos de toda índole: contrabandos, falsificación de documentos y otros fraudes similares son tan frecuentes que el 3 de setiembre de 1824 se prohíbe la venta de los esclavos que introducen los viajeros (“Constando al gobierno los abusos que comienzan a hacerse”). El 15 de octubre de 1831 el gobernador Juan Manuel de Rosas permite nuevamente la enajenación de los esclavos que introducen los viajeros y deroga el decreto de 1824 (Archivo General de la Nación, Buenos Aires, Policía, 1831-33, libros 62-64). Dos años más tarde, debido a la crítica periodística, se anula la medida (27 de diciembre de 1833). En el ínterin se venden en Buenos Aires gran cantidad de negros bozales que transportan las naves extranjeras que arriban a la ciudad. La ley sancionada en 1833 establece que los esclavos decomisados queden en poder de aquellos que denunciaron su ingreso y puedan usufructuar el trabajo de éstos teniéndolos en custodia (patronato). Asimismo es conveniente aclarar que el derecho de patronato es transferible mediante venta. El 24 de mayo de 1839, el ministro de relaciones exteriores firma un tratado con Gran Bretaña por el cual el país se compromete a cooperar en la campaña emprendida contra el tráfico infame. Cooperación que determina la ayuda que deben prestar las naves de guerra argentinas en la captura de mercantes negreros.
Discriminación y prejuicio racial Algunos hispanistas como Richard Konetzke sostienen la preeminencia del pensamiento estamental de la Edad Media en las posesiones del Nuevo Mundo. En las colonias de España los blancos desprecian los trabajos manuales que, sostienen, sólo competen a las poblaciones sometidas. Para los peninsulares y sus descendientes, ser indiano significa, en relación con los mestizos, negros e indios, tener calidad de noble. Influye en ello la motivación que impulsó a cientos de miles de inmigrantes a trasladarse al Nuevo Mundo y que puede resumirse en una sola frase: adquisición de riquezas con el menor trabajo posible. A muchos la realidad de la geografía del Río de la Plata, la inmensidad de su llanura y la rebeldía del indio, los pondrá en contacto con un mundo muy distinto del que se habían imaginado. En Buenos Aires, la pampa y las distancias que la separan de los centros poblados del interior, estrecha a sus vecinos en el siglo XVII y gran parte del siguiente, en miserables ranchos de paja y barro; la llanura es uno, y no el menor, de los obstáculos que se deben vencer para alcanzar Córdoba, Chile o el Alto Perú. Y más allá, la cordillera y las travesías interminables. Ni siquiera un río que facilite la comunicación con aquellos centros. La mayor parte de los inmigrantes españoles pertenecen a los estratos más bajos de la Península. Miguel Herre, miembro de la Compañía de Jesús, retrata con la mayor justeza la realidad porteña a comienzos del siglo XVIII: “En esta parte del Nuevo Mundo –escribe– son tenidos como nobles todos los que vienen de España, o sea todos los blancos; se los distingue de las demás gentes en el lenguaje, en e! vestido, pero no en la manutención y habitación, que es la de mendigos; no por eso dejan su ufanía y su soberbia; desprecian todas las artes; el que algo entiende y trabaja con gusto, es despreciado como esclavo; por el contrario, el que nada sabe y vive ociosamente, es un caballero, un noble”. Y con posterioridad a 1810 encontramos opiniones semejantes en los testimonios de los viajeros que visitan el interior. Los hermanos Robertson, comerciantes ingleses afincados en el litoral en las primeras décadas del siglo XIX, describen detenidamente las condiciones imperantes en la ciudad de Corrientes y califican a la autodeterminada “gente decente” como a miembros de una sociedad atrasada y supersticiosa, cerrada a cualquier influencia renovadora a pesar de hallarse en la mayor barbarie. Para el español, tanto el peninsular como el indiano, nobles son quienes no tienen entre sus descendientes a moros, judíos o negros. Para la obtención de cargos públicos presentarán testigos y árboles genealógicos que demuestren su nobleza y la ausencia de mala raza entre sus antecesores de tres generaciones. Esta preocupación racista se asocia con prejuicios religiosos heredados por los descendientes de la clase social dominante. El historiador contemporáneo Julio Caro Baroja (miembro de la Real Academia de la Historia de España) sostiene: la existencia de un germen y, más de un germen, de una preocupación típicamente racista y concretamente antisemita insertada dentro de la noción de “limpieza de sangre”. Concepto este último que tampoco significa, y de manera especial para el español americano, absoluta pureza de sangre blanca. La estructura social en el Río de la Plata presenta características similares a las de otros ámbitos de Hispanoamérica. Una estructura asociada íntimamente con los prejuicios raciales que sitúa al blanco en la cima de la escala y al negro en último lugar. Para el negro la movilidad social por medio del matrimonio era prácticamente imposible y menos por línea materna. En algunos casos –como lo señalan testamentos del siglo XVIII– el blanco toma a su cargo al hijo habido con una mulata o una negra. Pero el mestizaje será más frecuente en la campaña, donde la barraganía es un hecho común. A partir de la segunda mitad del siglo xVIII la población de la campaña aumenta considerablemente; mestizos del norte y centro del actual territorio del país migran hacia la llanura de Buenos Aires, las cuchillas de la Banda Oriental y las estancias de Entre Ríos, Santa Fe y Córdoba. Muchos descienden de los primeros pobladores españoles y racialmente abarcan el amplio espectro que separa a los mestizos de los españoles. Estos blancos marginados trabajan periódicamente en faenas rurales y forman parte de una población con características especiales. Como decíamos, el mestizaje se produce fuera de la ley. Y el hecho será total durante el siglo XVIII al hacerse más estricto el concepto de superioridad racial. En 1762, en un documento eclesiástico de Buenos Aires se decía: “No sólo son muchos los extravíos que hace el pueblo echando los párvulos y dándolos a algún confidente en las iglesias... en los patios y puertas de las casas cometen muchas culpas de pensamientos, palabras y acciones, sino a veces también en los cementerios y puertas de las iglesias, mientras están haciendo los entierros” (citado por Carlos Correa Luna en Don Baltazar de Arandía. Buenos Aires, 1918, pág. 29). En Córdoba plantean en varias ocasiones a las autoridades los excesos sexuales que se cometen durante las procesiones nocturnas de Semana Santa y solicitan la prohibición de las mismas. Aluden a las relaciones entre personas de diferentes condiciones sociales. Y en Buenos Aires una “Satirilla festiva” les recuerda entre otras cosas a los porteños de 1802: “Que en esta tierra muy pocos se quieren matrimoniar y en la Cuna, diariamente vayan niños a botar”. Carlos III establece por una pragmática que los parientes de una pareja de novios pueden oponerse al matrimonio de éstos si por considerar dudosos los antecedentes de cualquiera de los cónyuges crean que la unión sería perjudicial para el honor de la familia. Se legisla en aquel momento algo que está íntimamente unido a las ideas de la clase dominante. Muchos años más tarde seguirá considerándose como infame a quien posea antecesores africanos en la familia. Esta concepción racista tendrá plena vigencia tanto en la sociedad tradicional como en las clases desposeídas. Todos aquellos con caracteres físicos que acusen rasgos africanos son considerados personas viles. Un falso rumor cuestionando el origen español de una familia bastaba para difamarla. Los términos empleados para señalar a los “hombres de color” y a sus descendientes delatan asimismo el desprecio racista. Solórzano Pereyra (jurista del siglo XVII) al sostener la necesidad que tienen las Indias de mano de obra esclava, aconseja que se valgan de negros, mestizos y mulatos libres de los cuales –escribe– “hay tanta canalla ociosa en estas provincias” (Política Indiana libro II, cap. III, nº 11). Los mulatos, opina luego, “toman este (nombre) en particular, cuando son hijos de negra y de hombre blanco o al revés, por tenerse esta mezcla por más fea y extraordinaria y dar a entender con tal nombre, que le comparan a la naturaleza del mulo”. Aunque libres, los negros están regidos por rígidas normas legales. “Tienen la obligación de permanecer bajo las órdenes de un amo; de convivir bajo la tutela de personas conocidas; no pueden andar libremente de noche; les está prohibido llevar armas; las mujeres no pueden adornarse con joyas ni vestido de seda.4 El sistema de castas determina asimismo diferencia en las penas ante un mismo delito. Los castigos corporales tendrán exclusiva vigencia entre los pobladores socialmente menos considerados y con mayor intensidad para negros y mulatos. Al consultarse en 1785 si era permitido azotar a los culpables de delitos leves, responde cierto asesor jurídico que sí podría corregírselo mediante azotes en un sitio público siempre que el acusado fuera persona de “baxa suerte”. En 1758 el gobernador de Córdoba establece la aplicación de una marca de hierro candente sobre el cuerpo de quienes, por ser vagos, jugadores y enviciados considera como rebeldes, pero siempre que los inculpados sean indios, negros o mulatos “... doscientos azotes y sean marcados con una erre de a geme”,5 escribe. (Citado por Ernesto Quesada, La vida colonial argentina, Buenos Aires, 1917, p. 35) En muchos casos los castigos (treinta, cincuenta, doscientos o más azotes se aplican sin la confección del correspondiente sumario, pues no era necesaria la actuación de jueces ni la exposición de testigos. El Cabildo de Córdoba recuerda en 1789 que a los ladrones, siendo mulatos o negros, siempre se los azotó “sin más figura de juicio ni perder tiempo en procesarlos”.6 Los bandos de los gobernadores y virreyes en todos los casos ordenan la flagelación de los reos considerados de “color baxo” como denominan a negros y mulatos. La Real cédula de 1789 sobre el tratamiento que debe aplicarse a los esclavos, considerada por los historiadores como un paso positivo en las relaciones entre amos y esclavos, insiste en la necesidad de castigar con azotes a los negros ante el incumplimiento de sus deberes. Establece en su capítulo VIII que “podrá y deberá ser castigado correccionalmente por los excesos que cometa, ya por el dueño de la hacienda, o ya por su mayordomo, según la cualidad del defecto, o exceso, con prisión, grillete, cadena, maza, cepo, con que no sea poniéndolo en éste de cabeza o con azotes, que no pueden pasar de veinticinco, y con instrumento suave, que no les cause contusión grave, o efusión de sangre”. Las penas por delitos que sus amos creyeran conveniente castigar con mayor severidad debían ser aplicadas por la justicia. Por esa causa muchos entregan sus esclavos a las autoridades civiles. Enviados a la cárcel pública por determinado tiempo, los abandonan sin alimentarlos, sistema que seguirá empleándose con posterioridad a 1810 sin diferencia alguna. Asimismo las penas corporales continúan siendo privativas de las clases consideradas inferiores. El movimiento de 1810 no se preocupó directamente por mejorar las relaciones entre amos y esclavos, aunque es justo señalar que la aparición de nuevos factores económicos, sociales y militares, vinculados con el proceso revolucionario, irán determinando cambios favorables a la condición del negro. A pesar del espíritu de la legislación de la Asamblea de 1813, los castigos corporales continúan aplicándose y siempre a los componentes de las antiguas castas. Tanto en Buenos Aires como en el interior, la costumbre perdura hasta fines del siglo pasado.7 Los hombres de color, libres o esclavos, mulatos o negros “atezados”8 también están totalmente excluidos de la enseñanza de las primeras letras, por expresa disposición de las autoridades. Sobre el particular ordenan los cabildantes de Buenos Aires, el 8 de mayo de 1723, al maestro Alonso Pacheco que no debe enseñarles a leer, escribir o contar. Sólo está autorizado, pero “teniéndolos separados”, a darles nociones de religión. Y agrega que “no los saque a los actos públicos sino apartados de los españoles para que no se junten”. En términos generales, esta disposición perdura hasta algunos años después de 1810, y sólo se atenúa lentamente. En 1823, la Sociedad de Beneficencia dispone la creación de una escuela para niños de color, apartados hasta aquel momento de la enseñanza de las primeras letras. En 1833 esa y otras escuelas funcionan en distintos barrios de Buenos Aires, y conocemos la existencia de otra instalada en 1855 en la Catedral del Norte. Informes posteriores señalan que por falta de fondos debieron ser clausuradas. En 1877, los morenos de Buenos Aires –calculamos su población en aproximadamente seis mil almas– solicitan la creación de escuelas para los descendientes de los antiguos africanos. Pero si bien la enseñanza de las primeras letras les está vedada en la época colonial, muchos amos y especialmente congregaciones religiosas enseñan a los esclavos a ejecutar algún instrumento. Las limitaciones continúan: Cabello y Mesa a comienzos del siglo XIX prohíbe formar parte de la sociedad literaria que piensa establecer en Buenos Aires a quienes define como personas de “mala raza”, es decir que no sean cristianos viejos, sin tacha de negro, mulato, chino, zambo, cuarterón o mestizo. Y como sostiene en El Telégrafo Mercantil (abril de 1801) “se ha de procurar que esta Sociedad Argentina se componga de hombres de honrados nacimientos”. Posteriormente, la segregación tendrá diversas manifestaciones más o menos ostensibles. Tal vez la más notable sea la inmediata separación de los naturales (indios) de los pardos y morenos pertenecientes al ejército, situación que se prolonga bajo diversas formas de prejuicio racial hasta la segunda mitad del siglo pasado.
Vida cotidiana En Buenos Aires, como en el interior del virreinato, el trabajo doméstico estuvo a cargo de esclavos. En la ciudad viven con sus amos en la misma casa, ocupando el tercer patio, lejos de las habitaciones principales. Allí crecen los muleques9 en compañía de los hijos de sus amos. Las negras acompañan a las amas a misa, cocinan, lavan la ropa, realizan costuras y otros trabajos similares. En algunos casos, cuando la familia no dispone de suficientes entradas, salen a vender pasteles y confituras para solventar los gastos de sus dueños. Acompañan a los niños en sus juegos y los cuidan hasta los cinco o seis años. Dadas las escasas condiciones de higiene, la falta de cuidados en el parto y el abandono en que los sumen sus amos, la mortalidad infantil era elevada.10 A partir del siglo XVII, quienes disponen de cierto capital invierten con frecuencia dinero en la adquisición de mano de obra esclava para alquilarla, recibiendo de esta manera una renta, que es mayor si el negro tiene algún oficio; de allí el interés por enseñárselo. Los beneficios derivados de este alquiler debieron ser sustanciales porque a fines del siglo XVIII los contratos de trabajo aumentan en forma importante. Comerciantes, funcionarios y hacendados constituyen los principales propietarios de esclavos entre la población civil y quienes se dedican con mayor frecuencia a alquilar sus sirvientes. Por lo expuesto, resulta difícil estipular, tomando por ejemplo las cifras del padrón de 1778, qué porcentaje de esclavos se dedica a tareas domésticas o a trabajos fuera de la casa de sus amos. El sistema debió extenderse en exceso pues durante el transcurso de las dos últimas décadas del siglo XVIII, informes oficiales, reales cédulas y comentarios periodísticos determinan la presencia de un movimiento de opinión que desea el alejamiento de los esclavos y personas de color en general, de las actividades artesanales, tareas a las que están dedicados muchos negros. Sostienen que los españoles (criollos o peninsulares) no realizan trabajos manuales debido a la infamia que constituye para ellos el contacto con las castas consideradas inferiores. “El deseo de mantener en pie y sin trabajar –escriben en 1806– un pequeño capital, ha sugerido la idea de emplearlo con preferencia en comprar esclavos y destinarlos a los oficios, para que con su trabajo recuperen algo más que el interés del fondo invertido en esta especulación; por semejante medio se han colmado de estas gentes mercenarias todas las tiendas públicas, y han retraído por consiguiente los justos deseos de los ciudadanos pobres de aplicar a sus hijos a este género de industria.” Ya hemos señalado que a partir de la segunda mitad del siglo XVIII aumenta el número de pobladores marginados que sin ser negros, indígenas o mulatos no poseen medios de subsistencia ni están en condiciones de obtener cargos públicos. Estos “blancos de orillas” constituyen un problema para las autoridades y más aun dentro de un ámbito donde existe un fuerte prejuicio frente a los trabajos manuales. Prejuicio que debemos sumar al racial. “Los blancos prefieren la miseria y la holgazanería antes de ir al trabajo al lado de negros y mulatos.” Escribe Manuel Belgrano en una de sus memorias al Real Consulado. En diversas disposiciones de aquel momento se aconsejaba a los amos que dedicaran a sus esclavos a trabajos agrícolas y domésticos, evitando las actividades sedentarias poco convenientes para éstos. “La primera y principal ocupación de los esclavos debe ser la agricultura y demás labores del campo, y no los oficios de vida sedentaria”, ordena la real cédula expedida en Aranjuez el 31 de mayo de 1789. En otros casos los amos estipulan con sus esclavos y ante escribano público la entrega de una suma fija mensual, otorgándoles plena libertad de elegir el trabajo que más le conviniera. De allí que muchas esclavas, ante la imposibilidad de reunir el dinero necesario e impulsadas por sus amos, prostituyen sus cuerpos. Así lo señala una real cédula en 1672. Y en 1797 uno de los alcaldes de la ciudad solicita prohíban que las negras y mulatas vendan “empanaditas, pasteles y otras golosinas” en la Plaza de Amarita, también denominada Plaza Nueva, pues se quedan hasta muy tarde por la noche haciendo compañía a peones santiagueños y a mal entretenidos. En gran parte del trabajo estable que se realiza en las estancias también aparece el negro esclavo. Sólo en las tareas periódicas (yerras y apartes) intervienen contratados para tal fin criollos y mestizos que, por lo general, son pobladores (los denominan agregados) de la misma estancia. Antes de su expulsión, los jesuitas emplean en todas sus estancias mano de obra africana. En Córdoba poseen en 1686 trescientos esclavos, 11.000 ovejas, 5.000 caballos, 3.000 vacunos y 1.000 mulas. “En 1767, en la estancia de Alta Gracia –una entre las varias de la Compañía– la peonada para atenderla accedía a 140 negros y 170 negras... cantidad al parecer excesiva para atender no más de quince mil cabezas de ganado.” (Joaquín Cracia, Los jesuitas en Córdoba. Buenos Aires, 1940, pág. 371). En Buenos Aires a mediados del siglo XVIII las estancias de Magdalena y la de Areco ocupan en total más de ciento veinte esclavos. Sus conexiones con los asentistas ingleses son estrechas y están ligadas a ellos por múltiples transacciones comerciales. La expulsión de los jesuitas no introduce cambios en las estancias, administradas por las Temporalidades. El campo de la Hermandad de la Caridad de Buenos Aires ocupa mano de obra africana en su totalidad: capataces, peones y puesteros. Paradójicamente el producto del establecimiento mantiene en Buenos Aires un colegio de huérfanas donde no se permite la internación de personas de color. Sólo abren sus puertas a “huérfanas de sangre limpia” como estipulan sus reglamentos. Hasta el personal de servicio debe ser europeo, pues aquellos que denominan gentuza y personas de bajo origen no puede tener contacto con las niñas del Colegio. Temen que si ocurriera “las señoras de la ciudad no pongan a sus hijas de colegialas por el justo temor de que se las confunda con las esclavas”. Cabría preguntarse si la piel de las porteñas era tan oscura como para que temiesen que se las confundiera con muñequillas mulatas. Esclavos y negros libres desempeñan trabajos artesanales de carpintería, zapatería, sastrería, herrería, peluquería, albañilería, etc., calculándose que más de un sesenta por ciento de aquellas actividades están ocupadas por ellos. Con frecuencia los propietarios de los locales son europeos que dejan en manos de sus esclavos los trabajos manuales, pese a que, como ya señalamos en varias oportunidades, se trató de impedir que desempeñasen aquellas tareas. Las ordenanzas del gremio de zapateros de Buenos Aires excluyen de entre sus miembros a los hombres de color (1791). Éstos, como lo señala el historiador Enrique Barba, ante la segregación que les imponen, se ven en la necesidad, a pesar de ser mayoría, de constituir otro gremio, señalando con tal motivo que las ordenanzas que los excluyen “enerva los derechos de los hombres, aumenta la miseria de los pobres, pone trabas a la industria, es contraria a la población...”. Cuestionan el derecho que se atribuyen los europeos de autorizar sólo a quienes ellos crean conveniente para ejercer el oficio y de reservarse la venta de los zapatos que fabrican los negros, en una típica actitud monopolista. Cornelio Saavedra, en aquel momento Procurador General, condena al monopolio pero aconseja en cambio no se permita la división del gremio de zapateros y cree lógico que los negros no ocupen en él cargos directivos “por ser personas que el derecho inhabilita para los actos civiles”. La escasa industria manufacturera familiar basada exclusivamente en el trabajo del algodón y la lana no empleó esclavos. Salvo algunos telares propiedad de los jesuitas (en Córdoba y en otras regiones) y cuya producción se destinaba al consumo interno en su gran mayoría pues los saldos eran mínimos, el resto fue manejado por sus propios dueños. Por lo general el trabajo artesanal cubre escasamente las necesidades de la zona y el resto se envía a los centros poblados. La producción era escasa y siempre a nivel familiar. Para tener una idea del monto que representa la manufactura textil y que un autor denomina “pujante y poderosa” comparándola con la minería y las derivadas de la ganadería, tengamos en cuenta que la producción de Chuquisaca, una de las más importantes del Virreinato, en sus mejores momentos no superó los cuarenta mil pesos. Cantidad ínfima si la comparamos con los setenta y cinco mil pesos que produce la venta de un cargamento de esclavos de un solo barco negrero. Gregorio Funes bajo el seudónimo de Patricio Saliano escribe en El Telégrafo Mercantil (1802) que la industria textil de Córdoba está en manos de mujeres, explotadas por los comerciantes que adquieren sus productos (“...vienen a quedar las mujeres únicas fabricantes de los tejidos, perpetuamente sujetas a una esclavitud mercantil”). Tal la estructura de lo que se ha denominado la principal industria del país. Lo mismo ocurre con la industria sombrerera, también artesanal, que ocupa muy pocos esclavos y, en cuanto a la producción de caña de azúcar, es muy limitada (Salta) y trabajan en ella exclusivamente indios de la zona.
Crisis del sistema esclavista Aludimos ya al aumento de población que puede considerarse blanca y que vive marginada. Están radicados tanto en la ciudad como en el campo, muchas veces sin ocupación fija. En Buenos Aires y las ciudades del interior ocupan míseros ranchos emplazados en las orillas. En la campaña algunos propietarios latifundistas les permiten poblar un rincón de sus campos. Son frecuentes las quejas durante la segunda mitad del siglo pasado debido a robos de haciendas, vagabundaje, juegos prohibidos, ocupación indebida de tierras. En cierto momento les prohiben tener hacienda a menos que dispongan de una gran extensión de tierra. Poco antes de 1810, y como lo señalamos en nuestro estudio sobre la situación social del gaucho, comienzan las medidas represivas que tendrán su expresión más cruda a mediados del siglo pasado. Sin profundizar en el tema y comparando la situación del Río de la Plata con la de otros ámbitos de América (los llanos de Venezuela, por ejemplo)11 observamos la existencia de una gran masa de población disponible para el trabajo. Los propietarios criollos buscan entonces la salida del régimen esclavista hacia otro con formas feudales y empleando la amplia legislación existente. Se obliga a los desposeídos a trabajar, a enrolarse en el ejército, se les impide trasladarse de un sitio a otro. La solución más adecuada a los problemas que representan la dará la Guerra de la Independencia y la necesidad de soldados para los cuerpos de caballería. La primera medida que aparentemente determina una crisis en el sistema esclavista data como es sabido de 1813. El 2 de febrero de aquel año la Asamblea General Constituyente establece la “ley de vientres” acordando la libertad a todos los niños nacidos con posterioridad a ese año. El 6 de marzo se reglamenta la ley disponiéndose su cumplimiento en varias etapas, con lo que se desvirtúa el espíritu libertario que había inspirado la medida. (“Ese bárbaro derecho –habían dicho– del más fuerte que ha tenido en consternación a la naturaleza, desde que el hombre declaró la guerra a su misma especie, desaparecerá en lo sucesivo de nuestro hemisferio; y sin ofender el derecho de propiedad, si es que éste resulta de una convención forzada, se extinguirá sucesivamente hasta que regenerada esa miserable raza iguale a todas las clases del estado y haga ver que la naturaleza nunca ha formado esclavos sino hombres, pero que la educación ha dividido la tierra en opresores y oprimidos.”) La reglamentación de las medidas solicitadas por la Asamblea establece que los negros nacidos con posterioridad a 1813 permanecerán hasta los veinte años de edad bajo la protección de sus amos, quienes han de disponer de ellos sin abonarles salario alguno por su trabajo. Esta protección denominada derecho de patronato puede enajenarse mediante la entrega de una suma de dinero. Los avisos de los periódicos editados entre 1813 y 1852 anuncian con frecuencia la venta de derechos de patronato. Aluden asimismo a la huida de niños de color nacidos con posterioridad al año 1813 y a la gratificación que ofrecen sus amos a quien los devuelva. Los libertos mayores de dos años (artículo 5º) pueden quedar en poder del dueño de la esclava en caso de que éste venda a la madre, situación que no presenta modificación alguna con respecto a la observada en los peores momentos anteriores a 1810. Si bien nadie plantea la diferencia entre esclavitud y patronato, los porteños saben que son sinónimos. Advirtamos que en aquel momento los esclavos constituyen la totalidad del servicio doméstico y por lo general no están dedicados a tareas productivas. Su posesión determina la situación económica del amo y otorga cierto status social. Recién en 1852 la Asamblea Constituyente dispondrá la libertad total de los escasos esclavos que todavía existen en el territorio argentino. En los cinco años anteriores a esa fecha los periódicos porteños no ofrecen ninguno en venta. Quienes fueron introducidos desde África antes de 1812 y que aún sobreviven, en su mayoría son ancianos. Sólo quedan algunos vendidos posteriormente por viajeros que llegan al país amparados en la legislación que ya mencionamos. Por otra parte el trabajo doméstico es realizado por inmigrantes europeos y criollos mestizos. La ley, en realidad, alude a un hecho ya consumado. (“En la Confederación Argentina –dijeron en alguna ocasión– no hay esclavos: los pocos que hoy existen quedarían libres desde la jura de esta Constitución...”)
Carne de cañón Los sucesos posteriores a 1810 determinan la urgente necesidad de establecer una fuerza armada capaz de defender el nuevo sistema político. De allí las frecuentes levas de paisanos –ya denominados gauchos– y el enrolamiento de esclavos. El sistema y el método utilizado no era nuevo pero sí lo era su intensidad y crea normas jurídicas distintas en las relaciones entre la clase dominante en aquel momento y los desposeídos. La primera medida data del 29 de mayo de 1810 y resquebraja el sistema de autoridad. De acuerdo con lo establecido ese día por la Junta, el ejército debía constituirse sobre la base de todos “los vagos y hombres sin ocupación conocida, desde la edad de los diez y ocho hasta la de cuarenta años” sumándoseles los cuerpos ya existentes. La leva de paisanos denominados “vagos” adquiere grados tan extremos que días más tarde los propietarios de las tropas de carretas que viajan al Norte deben detenerse pues las partidas militares les han secuestrado todos sus peones. El sistema expuesto seguirá en vigencia, con pocas variantes, hasta la aplicación del servicio militar obligatorio. También en 1810 (8 de junio) la Junta, para desagraviar a los indios, pues considera una ofensa que éstos formen parte de las compañías de pardos y morenos, ordena la separación total de los mismos. Señalemos que el indio desde un primer momento, y al menos en teoría, es objeto de las inquietudes sociales de los ideólogos de la Revolución. Frente a la movilización de las tropas, los esclavos tomarán conciencia de los sucesos políticos. El hecho preocupa a los propietarios y lo advertimos, por ejemplo, en ciertas opiniones vertidas en la biografía oficial de Juan Manuel de Rosas editada en 1830: “la revolución –se dice– que estalló el año siguiente (1810), agitó profundamente al país, e hizo que los esclavos fuesen menos dóciles a la voz de sus amos. Muchos propietarios y don León Rosas entre ellos (padre de Juan Manuel de Rosas), no hallaron más remedio contra un mal cuyos progresos amagaban sus fortunas, que ir a establecerse a sus estancias”. El 31 de mayo de 1813 se ordena el establecimiento de un batallón de esclavos, considerándolo indispensable “para la salvación de Buenos Aires”. Y siempre que Buenos Aires –lo mismo ocurre en las ciudades del interior– afronte un serio peligro, ha de recurrirse a los soldados de color. La infantería negra constituye en determinados momentos más de una cuarta parte de las tropas regulares sin tener en cuenta a aquellos que forman la reserva. Brackenridge recuerda que poco después de 1810 un porcentaje similar revista en el ejército de Buenos Aires y opina, “no son inferiores a ninguna tropa del mundo”. Los esclavos cubren los claros que deja el entusiasmo, al parecer no muy fervoroso, de los ciudadanos. Así ocurre mientras San Martín prepara en la ciudad de Mendoza el ejército con el cual ha de cruzar la cordillera. Los vecinos del puerto emplazado sobre el Río de la Plata, a pesar de no permanecer en su totalidad indiferentes, no concurren con su ayuda enrolándose en calidad de voluntarios. Sus donativos en la mayor parte de los casos son forzados y sujetos a una posible indemnización.12 A los esclavos los compra el Gobierno; las armas y bagajes indispensables se adquieren con dinero de la Tesorería, según se desprende de las cartas intercambiadas entre el Director Pueyrredón y San Martín. El bando del 15 de enero de 1815, que dispone el embargo de los esclavos en poder de los españoles europeos sin carta de ciudadanía, esparce un clamor general en la ciudad. Cientos de solicitudes llegan al gobierno rogando se revea la medida. Y muchos llevarán sus esclavos al exterior (Montevideo), burlando las medidas oficiales. Otras leyes posteriores continúan estableciendo distintos embargos y los extienden a los americanos, pero siempre con la condición de abonárselos. Gran parte del Ejército de los Andes está formado por esclavos, reunidos en su mayor parte en los batallones (regimientos) 7 y 8 de infantería, que suman más de mil quinientos hombres. Luchan en Chacabuco, Maipú, Cancha Rayada y luego emprenden el camino hacia el Alto Perú y Lima. Muchos mueren congelados al cruzar la Cordillera. Otros corroídos por la gangrena. Y cientos de ellos en los campos de batalla despedazados por el fuego de la artillería realista. San Martín nunca dejó de reconocer el valor de sus pardos y morenos, y su espíritu amplio deseó reunirlos desde un primer momento con las tropas formadas por criollos descendientes de españoles. Pero el espíritu racista fuertemente arraigado en la población se lo impidió, como él mismo lo reconoce en una carta al Secretario de Guerra: “En efecto el deseo que se anima de organizar las tropas con la brevedad y bajo del mejor orden posible, no me dejó ver por entonces que esta reunión [de negros y blancos] sobre impolítica era impracticable. La diferencia de clases se ha consagrado en la educación y costumbres de casi todos los siglos y naciones; y sería quimera creer que por un trastorno inconcebible se allanase el amo a presentarse en una misma línea con el esclavo” (Mendoza, 11 de febrero de 1816). Apesadumbrado por la falta de comprensión y patriotismo de los porteños, Pueyrredón le escribe a San Martín (16 de diciembre de 1816) que ha debido revocar el decreto de embargo de esclavos por el clamor de sus compatriotas: “nació el disgusto general”, afirma. Por lo tanto se ve obligado a renunciar a todo intento de envío de tropas. Pero si bien los porteños no permiten el embargo de sus negros, aceptan entregarlos ciertos días de la semana para que les enseñen el manejo de las armas, los organicen en compañías y les inculquen principios de disciplina militar. Además de realizar trabajos domésticos, ellos velan por la tranquilidad del sueño de sus amos. En la guerra contra el indio en la frontera de Buenos Aires, Mendoza, Santa Fe y Córdoba también aparecen tropas de color. En compañía de los gauchos, enrolados como ellos, por la fuerza, los libertos emprenden la defensa de los intereses ganaderos y conquistan nuevas tierras para que las usufructúen otros. Rosas, Urquiza, Mitre, gobernadores y caudillos del interior disponen y abusan de la tropa de color. Las listas de soldados, las crónicas y partes militares aluden a la actuación que les cupo en distintos hechos de armas. Los últimos descendientes de los africanos constituyen la infantería en las tropas de línea. En los esteros del Paraguay luchan por última vez. Luego, diezmados, regresan a Buenos Aires. Ya en aquellos años, sobreviven muy pocos de sus hermanos de raza. Algunos los calculan en no más de seis mil almas. Finalmente, en 1871, la fiebre amarilla, que hace estragos entre los pobladores hacinados en los conventillos de los barrios del sur de la ciudad de Buenos Aires, cobra gran número de vidas entre ellos, terminando de hecho con la mayor parte de los hombres de color.
Un orgulloso país de blancos En nuestro país, muchos vieron y, por qué no decirlo, muchos ven la desaparición de la población de color como un hecho positivo. Hace varios años, un conocido diplomático e internacionalista argentino sostenía esa tesis en una conferencia que pronunciara en la Universidad de Harvard en Estados Unidos. Expresó entonces que “es digna de recordar la circunstancia favorable que las razas inferiores, indios y negros, casi se extinguieron durante el primer siglo (de la independencia). Las guerras de límites, las enfermedades y el alcohol, han reducido a las aguerridas tribus indígenas a pequeños grupos de menos de diez mil almas, diseminadas en diferentes regiones del país. La abolición de la esclavitud –agregaba–, proclamada por el Congreso argentino de 1813, originó un movimiento de gratitud (sic) en la población negra y como consecuencia, todos los hombres capaces de usar armas se unieron voluntariamente en los ejércitos patriotas y en la guerra contra la dominación española. Además los negros tomaron una parte activa en la república. La homogeneidad de la población blanca es una de las razones que, unida al carácter de las instituciones y a los dones de la naturaleza, explican la extraordinaria transformación, cultura, y prosperidad de la República Argentina...”.13 Tan entusiasta profesión de fe en la superioridad del blanco, frente a las “razas inferiores”, nos exime de todo comentario.
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Referencias 1 La cantidad se desprende de un estudio que realizamos sobre aproximadamente cien viajes entre África y puertos de América durante las últimas tres décadas del siglo XVIII. 2 Negro bozal: denominación con que se conocía al esclavo recién llegado a Indias y que no conoce las costumbres ni el idioma. 4 Recopilación de leyes de los Reynos de Indias (libro IV, título V, leyes IV, VII, XV, XXVIII). 5 Geme por gema, piedra preciosa, joya. Alude con ello al tamaño de la marca. 6 Cf. Ricardo Rodríguez Molas. Historia social del gaucho. Buenos Aires, 1958, p. 344. 7 El 17 de abril de 1833, la policía de Buenos Aires anuncia en el periódico El Lucero “que establece la condena de veinticinco azotes a todo negro que encuentre jugando” y agrega “que si se tratase de un hijo de familia, a veinticuatro horas de prisión”. 8 Nombre para designar a los esclavos negros sin influencias árabes y que no son mestizos. 9 Negro entre siete y diez años. 10 Disponemos de escasos informes posteriores a 1810 y suponemos que el porcentaje sería similar a los que se desprenden de las series estadísticas posteriores. Entre 1813 y 1815, de 2003 nacimientos de niños cuyas madres son esclavas, sobrevivirán al parto sólo 1253 (37% de muertes). Y dentro del límite de las posibilidades, teniendo en cuenta la mencionada cifra, podemos sostener que las muertes al año de vida alcanzarían a un 50%. 11 Miguel Acosta Saignes. Vida de los esclavos negros en Venezuela. Caracas, 1967. 12 En el Archivo General de la Nación pueden consultarse los miles de expedientes de la Comisión liquidadora de las deudas de las guerras de la Independencia y la emprendida posteriormente contra el Imperio del Brasil. Hasta el último centímetro cuadrado de las telas para los uniformes fue meticulosamente abonado a los comerciantes porteños y a los importadores. Los esclavos, en la mayor parte de los casos, pagados en el momento. Por otra parte todos, o casi todos, los descendientes de los oficiales, y aun aquellos que en su vida tomaron un fusil, recibieron pensiones graciables del Congreso... Mientras tanto los soldados negros sobrevivientes arrastraban sus muñones y sus miserias por las calles de Buenos Aires, Mendoza y otras ciudades. 13 Estanislao S. Zeballos. Las conferencias de Williamstonn. Buenos Aires, 1927, página 81.
Bibliografía: Acosta Saignes, Miguel. Vida de los esclavos negros en Venezuela. Caracas, 1967. Aguirre Beltrán, Gonzalo. La población negra de México. México, 1946. Carvalho-Neto, P. El negro uruguayo (hasta la abolición). Editorial Universitaria, Quito, 1965. Cornevin, Robert. Histoire du Congo. Paris, Editions Berger-Lev-rault, 1966. Dieudonne Rinchon, R. P. La traite et l’esclavage des congolais par les europèens. Histoire de la deportation de treize millions deux cent cinquanten mile noirs en Amerique. Bruselas, Vanelsche, 1929. Donnan, Elizabeth. Documents illustrative of the history of the slave trate to America. Washington, 1930-1935, 4 vols. Julien, André. Historia de África desde sus orígenes hasta 1945. Buenos Aires, Editorial Universitaria, 1957. Mannix, Daniel y Cowley, M. Historia de la trata de negros. Madrid, Alianza Editorial, 1968. Mellafe, Rolando. La esclavitud en Hispanoamérica. Buenos Aires, Editorial Universitaria, 1964. Molinari, Diego Luis. La trata de negros. Datos para su estudio en el Río de la Plata. Buenos Aires, Facultad de Ciencias Económicas, 1944. Petit Muñoz, Eugenio; Narancio, Edmundo M. y Traibel Nelcis, José M. La condición jurídica, social y política de los negros durante el coloniaje en la Banda Oriental. Montevideo, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, 1948. Saco, José Antonio. Historia de la esclavitud desde los tiempos más remotos hasta nuestros días. La Habana, 1937-1944, 5 vols. Scelle, George. La traite negriere aux Mondes de Castille. París, 1906, 2 vols. Studer, Elena F. S. de. La trata de negros en el Río de la Plata durante el siglo XVIII. Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, Instituto de Investigaciones Históricas, 1958. |
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