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P�gina declarada de Inter�s Cultural por la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires por Resoluci�n N� 374/07 del 15/11/2007
Adherida a la Federaci�n Argentina de Instituciones Folkl�ricas F.A.I.F.
 

POR UNA COMADREJA

Por el "Cholo" Iseas

Evaristo era un ni�o de apenas 12 a�os que todos los veranos y las vacaciones de invierno se iba a acompa�ar a su abuelo Ricardo que viv�a solo en el campo, ya que Do�a Petrona, su esposa, por razones de salud viv�a en una chacra cerca del pueblo. �l era un hombre de poco hablar, pero justo ya su manera, cari�oso y comprensivo. Los dos se llevaban muy bien. Llegada esas fechas, Don Ricardo esperaba con renovada alegr�a la venida de su nieto, pues aparte de serle una grata compa��a, tambi�n lo "ayudaba en los peque�os quehaceres diarios. Apenas iniciado el primer d�a de vacaciones, Evaristo ped�a que lo llevaran al campo, pues eran las de invierno y los 15 d�as que ten�a por delante, le resultaban siempre muy pocos y adem�s "cortos", por lo que Olga, su madre, con la santa paciencia, de alguna manera se acomodaba para hacerla. O un amigo con auto o alg�n pariente, el caso es que siempre hab�a alguien dispuesto a cumplimentar su pedido. Acomod�ndole algunas ropas en una vieja valijita de cart�n forrado, y con todas las recomendaciones del caso, lo embarcaba rumbo al campo adonde lo esperaba su querido padre, sabiendo de antemano, que �ste estar�a con la vista larga a la tranquera para salir a recibirlo.
As� comenzaban las ansiadas vacaciones. Durante el trayecto por el camino de tierra que tantas veces hab�a hecho, iba reconociendo los ranchitos que a medida que se alejaban del poblado, se iban espaciando cada vez m�s: este es donde vive Don Maciel..., este otro lo de la turca Angelita..., ac� es el boliche de Don Antonio... As� hasta alcanzar la m�s absoluta soledad, o al menos a �l le parec�a, y llegar a su destino, el campo "San Jos�" adonde lo estar�a esperando su abuelo.
La tranquera de entrada al mismo se encontraba como a 1.000 metros de la casa y este a�o la encontrar�a pintada de blanco y con un letrero hecho con huesos de tabas de vaca que indicaba, ingeniosamente, el nombre del establecimiento: "estas son cosas del abuelo", se dijo, mientras la empujaba para dar paso al auto que lo llevaba. M�s r�pido que ligero se trep�
al asiento de la vieja "vatur�" Ford de Don Anselmo, que era quien lo llevaba, vecino adem�s del campo de Don Mario, aunque algo distante, separados por unas tres leguas escasas. Al arribar, lo dicho: el abuelo acomod�ndose los anteojos, ya que se los sacaba ya una prudente distancia de sus ojos les daba uso de catalejos, sali� a recibidos con su paso cansino, pero seguro. Junto a �l, los dos perros de la casa: el "Perico" y el "Capit�n", los dos eran ovejeros, aunque el primero era m�s viejo y cruza con un ovejero alem�n o perro de polic�a como se los llama, quienes al vedo, lo empezaron a saltar y ladrar de contentos, pues con ellos jugaba mucho. Luego de los saludos y agradecimientos de rigor hacia Don Anselmo, valija en una mano y la otra en la de su abuelo, Evaristo recorr�a los �ltimos metros hasta llegar a la casa. Era casi el medio d�a, por lo que pronto estaban sentados ambos a la mesa frente a un rico y caliente puchero de oveja, papas y zapallo, y aparte, en una fuentecita
enlozada, una fari�a fritada, que era la delicia del nieto y que su abuelo la hab�a preparado para recibirlo. Una galleta "de piso'" abizcochada de una semana de elaboraci�n, pronto fue despedazada sobre la larga mesa de la. cocina y ambos, en un silencio: solo cortado por alg�n comentario de Evaristo, dieron cuenta del suculento puchero.
Ese d�a transcurri� muy pronto, pues la tarde, entre que acomodaron las cosas de la valija, charla va y charla viene de c�mo estaban en el pueblo y la escuela, y si la "Rubia" - la yegua
preferida de Evaristo -
estaba en el potrerito chico para agarrarla por la. ma�ana, y despu�s de apartar el ternero de la lechera, pronto se hizo noche y tuvieron que ir para la cocina a preparar la cena, que iba a consistir en aprovechar lo que hab�a quedado del puchero del mediod�a, haciendo una "ropa vieja" mezcl�ndole unos huevos revueltos y luego ir derecho a dormir y esperar el amanecer del nuevo d�a. Y ac� era donde empezaban los peque�os problemas para Evaristo. Aunque dorm�an en la misma pieza, .pero en camas separadas hasta que no le llegaba el sue�o, y ante el silencio profundo del campo, en el que solo el chistar de alguna lechuza lo rompe de a ratos, la imaginaci�n y el miedo lo llevaba a ver que alguien entraba por la puerta de la pieza, ya que siempre estaba abierta. El abuelo tenia la costumbre de dormir as�, porque decia que un supuesto ladr�n iba a tener m�s miedo de entrar al verla as� que estando cerrada, y no se porqu� Evaristo le hab�a parecido una decisi�n acertada, aunque no lo conformaba mucho, �l hubiera preferido que estuviera cerrada y asi era con llave mejor.
A la ma�ana siguiente, ya con el sol alto, Evaristo se levant� de un salto de la cama comprobando que su abuelo ya no estaba, se lo o�a andar por el corredor, silbando no s� que m�sica, quiz� ninguna en particular, pero lo hac�a como a prop�sito con el fin de despertarlo sin llamarlo, viniendo con el balde de leche reci�n orde�ada hacia la cocina, que estaba separada del resto de la casa. Esta se dispon�a de tres piezas en fila, la primera era el dormitorio de ellos, luego segu�a otra que conten�a los muebles del comedor, que nunca se usaba y seguido, la tercera que era la pieza de las sogas y que cuando llegaba la �poca de cosechas, alojaba a los santiague�os que ven�an todos los a�os a juntar el ma�z en espiga, todas comunicadas por puertas internas y cada una con salida a un corredor con piso de ladrillo, dando su frente al Norte. Apartado y sobre el final de las mismas, el ba�o o excusado como se lo llamaba, que no tendr�a m�s que tres por dos, con una puerta con tranca interior que se sujetaba con un tiento y sobre las paredes laterales, unas ventanitas triangulos de ventilaci�n con sus v�rtices para arriba, siempre limpito bladeado con creolina todos los d�as. Casi enfrente a la primera pieza, sobre el corredo, una bomba con un pilet�n a ras del suelo, que sacaba un agua fresca y l�mpida como el manantial.

Despu�s del desayuno, comenzaban las tareas. Evaristo agarraba la "Rubia", una alazana vistosa, elegante y muy mansa y sal�a a recorrer los potreros en pelo, solamente con un cinch�n de dos vueltas, que previamente el abuelo se lo habia acomodado, fij�ndose como era �poca de parici�n, si alguna vaca estaba en dificultades, o si alguno de los terneritos nacidos. �staba agusanado y por encargo del abuelo, contaba cu�ntas vacas hab�a en cada potrero, por lo que llevaba consigo una libretita que �ste le regalaba todos los a�os, junto con un l�piz, para anotar todas las novedades que encontrara. Y esto lo, hac�a sentir importante.
Pero como todo chico, era travieso, y pese a las recomendaciones que le hac�an de no correr pues a esa hora de la ma�ana a�n algunos charcos y lagunitas camperas estaban con hielo, por la helada de la noche y pod�a resbalar la yegua, �l la echaba a correr y las pasaba en toda la furia rompiendo la escarcha, deleit�ndose con el ruido que produc�a los cascos del animal al pisadas. Al volver, como la yegua se prestaba, la hac�a caracolear acortando las riendas, y marchar con un trotecito de paseo, haciendo volar su imaginaci�n como que iba desfIlando, saludando gorra en mano y la gente lo aplaud�a; tantas veces lo hab�a visto en el pueblo para los desfIles de la tradici�n, que �l tambi�n ahora que ten�a la oportunidad, aprovechaba la ocasi�n para hacerla, aunque m�s no fuera en sus deseos m�s �ntimos.
Despu�s del almuerzo y mientras el abuelo se tiraba un rato a hacer la siesta, �l aprovechaba para cazar palomas con la honda, aunque su punter�a distaba mucho de ser buena por lo que rara vez le pegaba a alguna y si
lo hac�a, despu�s le impresiona ba tener que agarrada por los aleteos que esta produc�a al estar herida, por lo que ven�a .el
"Capit�n" y se la com�a.

Luego ven�a la desgranada del ma�z en la m�quina de dos bocas y su tarea era echar las espigas en una de ellas, subido a un cajoncito que el abuelo le acomodaba bien detr�s de la rueda, que estaba del lado opuesto de la manija que aqu�l se encargaba de hacer girar, echando por la otra con su mano izquierda y con el ojo vigilante de que no metiera su mano m�s all� de la boca misma. Luego le daba de comer a las gallinas desparramando los granos de ma�z conseguidos, del mismo tarro que previamente hab�an colocado en la extremidad de la zaranda de la m�quina:

La juntada de los huevos al atardecer era tarea reservada para Evaristo y �ste, pese al miedo que le daban las gallinas que se echaban "cluecas" que lo picoteaban al querer sacarles los huevos, pues defend�an sus posturas, lo hac�a con cierta precauci�n: se-sacaba su gorra de vasco y amarr�ndola con la mano derecha, se la zampaba sobre la cabeza de la clueca hasta ahogarla mientras que con la otramano, apurado, sacaba los huevos frescos. Si se resist�an mucho, entonces se hac�a de una vara de �lamo, que. hab�a muchos, y las sacaba castig�ndolas con la misma. Pero esto era como �ltima opci�n, pues el abuelo escuchaba el batifondo que se armaba y lo retaba del lugar en que estuviera, siempre cerca de �l por supuesto, amenaz�ndolo de que si les ten�a miedo dejara de juntar los huevos,pero que no se las maltratara y que era una verguenza que un chico de su edad tuviera miedo de las gallinas. Luego acomodaba por docenas en los cartones apropiados para ello y cerraba el caj�n de dos compartimentos, tambi�n de exprofeso para su acarreo y que ese fin de semana llevar�an al pueblo para venderlos. El abuelo le hab�a ense�ado a encajonar contando "por manos", es decir, agarrando de a tres por mano luego recordaba, tantas "manos por tres; tantos huevos, pero sus manos no acanzaban a agarrar tres, por lo que se las ingeniaba de otra forma: completaba los cartones y luego contaba cu�ntos hab�a llenos y los multiplicaba por doce. Luego a lavarse en la bomba, principalmente los pies y las manos, para ir a cenar y luego nuevamente el "martirio" de la noche con sus miedos inmateriales.

Y esto sol�a ocurrir. Los dos perros sal�an por la noche a recorrer los potreros cercanos ala casa y si encontraban una comadreja en su cueva, el "Perico" se quedaba ladrando en la boca de la misma y el "Capit�n" corr�a desesperado hasta la casa y se pon�a a ladrar frente a la puerta abierta del dormitorio del abuelo, sin entrar. Entonces �ste, con una paciencia propia de un santo se levantaba, agarraba una pala de punta - que siempre ten�a a mano - la linterna y sal�a detr�s del perro que le iba indicando el camino hacia donde se encontraba su compa�ero y por ende, la cueva con la comadreja. Siguiendo tambi�n los ladridos de "Perico", llegaba y comenz�ba a puntear la cueva hasta �sta descubierta y asustada sal�a tratanso en vano de escapar, pues adonde asomaba, los dientes de ambos perros daban cuenta de ella. Terminada la faena, todos regresaban a la casa el cazador, pala al hombro, satisfecho de haberla matado y los perros con la lengua afuera y jadeantes, largando un olor asqueroso y repugnante fruto de haberse revolcado con la comadreja.

Un d�a Evatisto re�lizando una de sus tareas diarias,. que era la de hacer las camas, hab�a encontrado debajo del colch�n de la cama del abuelo, un rev�lver grande, tan grande y largo, que casi no lo hab�a podido sostener con una mano, pero no le se lo hab�a dicho y �l, por supuesto ignorando esto, lejos estaba de imaginar el peligro que ello significaba.

Una noche en que los perros hab�an encontrado una comadreja y se hab�a repetido la operaci�n dicha anteriormente, Evaristo tuvo la mala suerte de despertarse. Cosa rara pues nunca le hab�a ocurrido. Al hacerlo not� que su abuelo no estaba en su cama, que estaba solo en la pieza, y todo era silencio; nuevamente las figuras fantasmales comenzaron a rondar en su cabeza. No se animaba ni a moverse en su cama. Fue entonces que oy� claramente las pisadas de algo que andaba por el corredor y con una voz casi apagada y tapado hasta la cabeza, llam� a su abuelo, no recibiendo ninguna respuesta. Mientras, los pasos segu�an acerc�ndose. llam� una vez m�s, ahora con la cabeza fuera de las cobijas, con el mismo resultado: nadie contestaba. Entonces, acord�ndose del.rev�lver que hab�a encontrado debajo del colch�n, levant�ndose de un salto lo tom� con sus dos manos, corriendo nuevamente a su cama, pero esta vez, sentado y apuntando hacia la puerta. En pocos minutos una figura se hizo presente en el contraste de la.noche y el marco de la misma, y entonces apret� el gatillo..., el tiro sali� gracias a Dios mal dirigido, pegando en la pared al lado mismo .de la puerta. Junto con esto, el grito del abuelo: "Soy yo, soy yo Evaristo, no dispares, no dispares...".
El destino hab�a querido que no ocurriera una tragedia. A la ma�ana siguiente, enterado del porqu� estaba en su conocimiento el lugar del arma y la situaci�n afligente a�n de su nieto, que no terminaba de temblar al acordarse de lo que podr�a haber pasado, el abuelo con palabras que pretend�an ser dulces pero a la vez firmes y tajantes, le prohib�a repetir esa actitud, tratando de minimizar lo ocurrido.
Terminadas las vacaciones y en reuni�n de familia al comentarse este hecho, todos coincidieron en lo mismo: todo por una comadreja.

 

Art�culo tomado de el Diario "El Tradicional" edici�n Mayo/06 - Agradecemos la gentileza de su director
el Sr. Ra�l Oscar Finucci en permitirnos su publicaci�n.
 
 
 
 

 

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